Misa Crismal de Jueves Santo
A
continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco en la Misa
Crismal de Jueves Santo
Traducción de Radio Vaticano:
Queridos
hermanos en el sacerdocio. En el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó
hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hacemos memoria del día feliz de la
Institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordenación sacerdotal.
El
Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a
recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal.
La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para
todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote
para ser ungido y al que es enviado para ungir.
Ungidos
con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene
su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor
“esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11).
Me
gusta pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora: María, la “madre del
Evangelio viviente, es manantial de alegría para los pequeños” (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 288), y creo que no exageramos si decimos que el sacerdote
es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado
para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres.
El
sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su
pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los
hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de
los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño.
Nadie
más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra
oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra
Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y
desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡Alegría en nuestra pequeñez!
Encuentro
tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que
nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), es
una alegría incorruptible y es una alegría misionera que irradia y atrae a todos,
comenzando al revés: por los más lejanos.
Una
alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo íntimo de nuestro corazón, lo
configuró y lo fortaleció sacramentalmente.
Los
signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la
Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición
de manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos
sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración… La gracia nos
colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta
los huesos… y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa unción.
Una
alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni
agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorruptible, que el
Señor prometió, que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar
adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida pero,
en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las
cenizas, y siempre puede ser renovada.
La
recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que atices el
fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm
1,6).
Una
alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar
especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo
pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente misionera.
La
unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar,
para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar.
Y
como es una alegría que solo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño
(también en el silencio de la oración, el pastor que adora al Padre está en
medio de sus ovejitas) y por ello es una “alegría custodiada” por ese mismo
rebaño. Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo parece
ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y
aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal (y por los que
también yo he pasado), aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de
custodiar la alegría, es capaz de protegerte, de abrazarte, de ayudarte a abrir
el corazón y reencontrar una renovada alegría.
“Alegría
custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean,
la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana
obediencia.
La
alegría del sacerdote es una alegría que se hermana a la pobreza. El sacerdote
es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre,
él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y
al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo.
Sabemos
que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos
gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de
crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone
pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia
activa y comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 268).
El
sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando
introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que
dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y
dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de
hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te
alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores.
Si
no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda.
Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No
principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la
gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada
fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecundidad.
Los
hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las
familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los
jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que
socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única
amada y serle renovadamente fiel.
Es
la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su
parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es
fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que
dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó:
Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia a
la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más
externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía, las licencias
ministeriales, la tarea particular… sino también la unión con Dios Padre, del
que desciende toda paternidad.
Pero
también la obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud
para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora
de la prontitud” (cf. Lc 1,39: meta spoudes), que acude a servir a su prima y
está atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino.
La
disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas,
refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para
los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis de los
pequeños de primera comunión….
Donde
el pueblo de Dios tiene un deseo o una necesidad, allí está el sacerdote que
sabe oír (ob-audire) y siente un mandato amoroso de Cristo que lo envía a
socorrer con misericordia esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con
caridad creativa.
El
que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría genuina y
plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como
dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que,
compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra
que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar
a muchos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus
sacerdotes, para bien de su pueblo.
En
este Jueves Santo le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes
ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz
de responder con prontitud a su llamado.
En
este Jueves Santo le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos
de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio
del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera
misa, el primer bautismo, la primera confesión…
Es
la alegría de poder compartir –maravillados– por vez primera como ungidos, el
tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra
manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que los bendigas, tomándote
las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en
tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la
alegría de quemar la vida por ti.
En
este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la alegría
sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio. Esa alegría que, sin
abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de los que soportan el peso del
ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus
fuerzas y se rearman: “cambian el aire”, como dicen los deportistas.
Cuida
Señor la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos. Que
sepan rezar como Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne
8,10).
Por
fin, en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría
de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que
mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro
que se va deshaciendo.
Que
sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el
gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan Señor la alegría de pasar la
antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar,
sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda.
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Vaticano, Sacerdotes, Sacerdocio, Semana Santa, P
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