Fenacisco celebró la misa criola en honor a la Virgen de Guadalupe
Acompañado de cinco cardenales y
numerosos obispos, se concelebró en la basílica de San Pedro la
solemne misa en honor de la Virgen de Guadalupe, patrona de América Latina y
Filipinas.
La
primera vez en la historia que un papa latinoamericano realiza esta misa
mariana, que hace tres años atrás presidió el papa emérito Benedicto XVI.
Francisco
visiblemente emocionado inició la celebración incensando el cuadro de Nuestra Señora
de Guadalupe, situado a los pies del altar y que es copia fiel del que está en
México. La eucaristía fue celebradaen idioma español con las lecturas en
español y portugués. Concelebraron unos 650 sacerdotes, mayoritariamente
residentes en Roma por motivos de estudios.
Le
siguió el “Señor ten piedad de nosotros”, de la misa criolla de Ariel Ramírez,
dirigido por su hijo Facundo, cantado por la solista Patricia Sosa, y
acompañado por el coro y algunos instrumentos de percusión, cuerda y viento,
como charango y sampoña.
El
coro pontificio de la Capilla Sixtina cantó durante la misa algunos cantos
litúrgicos en latín, conformando un mix equilibrado. También se cantó el 'Señor
me has mirado a los ojos' en polifónico, y al concluir la popular canción: 'Es María
la guadalupana'.
Concelebraron
cinco purpurados: el cardenal Norberto Rivera Carrera, el custodio de la
sagrada imagen de Guadalupe y arzobispo de la ciudad de México; el cardenal
Raymundo Damasceno, presidente de la Conferencia episcopal de obispos de
Brasil; el cardenal Francisco Javier Errázuriz, de Chile; el cardenal Marc
Ouellet, presidente de la Pontificia Comisión para América Latina; y el
cardenal Sean O'Malley estadounidense con un fuerte arraigo en la comunidad
hispana en su país.
Homilía papal
«Que
te alaben, Señor, todos los pueblos. Ten piedad de nosotros y bendícenos;
Vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la tierra tu bondad y los
pueblos tu obra salvadora. Las naciones con júbilo te canten, porque juzgas al
mundo con justicia (...)» (Sal 66).
La
plegaria del salmista, de súplica de perdón y bendición de pueblos y naciones
y, a la vez, de jubilosa alabanza, expresa el sentido espiritual de esta
celebración Eucarística. Son los pueblos y naciones de nuestra Patria Grande
latinoamericana los que hoy conmemoran con gratitud y alegría la festividad de
su “patrona”, Nuestra Señora de Guadalupe, cuya devoción se extiende desde
Alaska a la Patagonia. Y con Gabriel Arcángel y santa Isabel hasta nosotros, se
eleva nuestra oración filial: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el
Señor es contigo...» (Lc 1,28).
En
esta festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, haremos memoria agradecida de
su visitación y compañía materna; cantaremos con Ella su “magnificat”; y le
confiaremos la vida de nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.
Cuando
se apareció a San Juan Diego en el Tepeyac, se presentó como “la perfecta
siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios” (Nican Mopohua); y dio
lugar a una nueva visitación.
Corrió
premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en dramática
gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo ... una mujer vestida
de sol, con la luna bajo sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología
cultural y religiosa de los indígenas, y anuncia y dona a su Hijo a los nuevos
pueblos de mestizaje desgarrado. Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su
visita y ante el don de su Hijo y la más perfecta discípula del Señor se
convirtió en la «gran misionera que trajo el Evangelio a nuestra América»
(Aparecida, 269). El Hijo de María Santísima, Inmaculada encinta, se revela así
desde los orígenes de la historia de los nuevos pueblos como “el verdaderísimo
Dios por quien se vive”, buena nueva de la dignidad filial de todos sus
habitantes. Ya nadie más es siervo sino todos somos hijos de un mismo Padre y
hermanos entre nosotros. Y siervos en el siervo.
La
Santa Madre de Dios no sólo visitó a estos pueblos sino que quiso quedarse con
ellos. Dejó estampada misteriosamente su sagrada imagen en la “tilma” de su
mensajero para que la tuviéramos bien presente, convirtiéndose así en símbolo
de la alianza de María con estas gentes, a quienes confiere alma y ternura. Por
su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el más rico tesoro del
alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es Jesucristo: un
patrimonio que se transmite y manifiesta hasta hoy en el bautismo de multitudes
de personas, en la fe, esperanza y caridad de muchos, en la preciosidad de la
piedad popular y también en ese ethos de los pueblos que se muestra en la
conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión por la justicia, en
la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza a veces contra
toda esperanza
Por
eso, nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a Dios por las maravillas
que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos. Dios “ha ocultado
estas cosas a sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los
humildes, a los sencillos de corazón” (cf. Mt 11,21).
En
las maravillas que ha realizado el Señor en María, Ella reconoce el estilo y el
modo de actuar de su Hijo en la historia de la salvación. Trastocando los
juicios mundanos, destruyendo los ídolos del poder, de la riqueza, del éxito a
todo precio, denunciando la autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos
secularizados que alejan de Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se
complace en subvertir las ideologías y jerarquías mundanas.
Enaltece
a los humildes, viene en auxilio de los pobres y pequeños, colma de bienes,
bendiciones y esperanzas a los que confían en su misericordia de generación en
generación, mientras derriba de sus tronos a los ricos, potentes y dominadores.
El
“Magnificat” así nos introduce en las “bienaventuranzas”, síntesis y ley
primordial del mensaje evangélico. A su luz, hoy nos sentimos movidos a pedir
una gracia, la gracia tan cristiana: que el futuro de América Latina sea
forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen
hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por
los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo,
“porque de ellos es el Reino de los cielos”.
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