Hoy es domingo de misericordia….En su Bula “Misericordiae vultus”, con la que
convocó oficialmente el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, el Papa
Francisco rechazó que haya una oposición entre esta y la justicia.
Además,
destacó que “la justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que
apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla”.
El
Jubileo de la Misericordia comenzará el 8 de diciembre de este año y concluirá
el 20 de noviembre de 2016.
A
continuación, las palabras del Papa Francisco sobre la relación entre justicia
y misericordia:
La
época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del
pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el pueblo no ha
permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de los
Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en rechazar el pueblo
infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto merece la pena
correspondiente, el exilio.
Las
palabras del profeta lo atestiguan: “Volverá al país de Egipto, y Asur será su
rey, porque se han negado a convertirse” (Os 11,5). Y sin embargo, después de
esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su
lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: “Mi corazón se convulsiona
dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al
furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un
hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar” (11,8-9).
Si
Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los
hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la
experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de
destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el
perdón.
Esto
no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario.
Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el
inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no
rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se
experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia.
Debemos
prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo error
que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: “Desconociendo la
justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a
la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de
todo el que cree” (Rm 10,3-4).
Esta
justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de
la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el
juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la
certeza del amor y de la vida nueva.
Leer el texto completo de la Bula de Convocación “Misericordiae vultus”,
Misericordiae
Vultus
BULA
DE CONVOCACIÓN DEL
JUBILEO EXTRAORDINARIO DE
LA MISERICORDIA
SIERVO
DE LOS SIERVOS DE DIOS
A
CUANTOS LEAN ESTA CARTA
GRACIA,
MISERICORDIA Y PAZ
1.
Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe
cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva,
visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, “rico de
misericordia” (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como “Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad” (Ex
34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la
historia su naturaleza divina. En la “plenitud del tiempo” (Gal 4,4), cuando
todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de
la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él
ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y
con toda su persona1 revela la misericordia de Dios.
2.
Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es
fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación.
Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad.
Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro
encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada
persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de
la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el
corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado.
3.
Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener
la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo
eficaz del obrar del Padre. Es por esto que he anunciado un Jubileo
Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para
que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes.
El
Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada
Concepción. Esta fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los
albores de nuestra historia. Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso
dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a
María santa e inmaculada en el amor (cfr Ef 1,4), para que fuese la Madre del
Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud
del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y
nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona. En la fiesta de la
Inmaculada Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta Santa. En esta
ocasión será una Puerta de la Misericordia, a través de la cual cualquiera que
entrará podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece
esperanza.
El
domingo siguiente, III de Adviento, se abrirá la Puerta Santa en la Catedral de
Roma, la Basílica de San Juan de Letrán. Sucesivamente se abrirá la Puerta
Santa en las otras Basílicas Papales. Para el mismo domingo establezco que en
cada Iglesia particular, en la Catedral que es la Iglesia Madre para todos los
fieles, o en la Concatedral o en una iglesia de significado especial se abra
por todo el Año Santo una idéntica Puerta de la Misericordia. A juicio del
Ordinario, ella podrá ser abierta también en los Santuarios, meta de tantos
peregrinos que en estos lugares santos con frecuencia son tocados en el corazón
por la gracia y encuentran el camino de la conversión. Cada Iglesia particular,
entonces, estará directamente comprometida a vivir este Año Santo como un
momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual. El Jubileo, por
tanto, será celebrado en Roma así como en las Iglesias particulares como signo
visible de la comunión de toda la Iglesia.
4.
He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia
reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo
aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente
la necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo
de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido
intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de
Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las
murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela
privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo
nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo compromiso
para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y convicción la
propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el mundo signo vivo
del amor del Padre.
Vuelven
a la mente las palabras cargadas de significado que san Juan XXIII pronunció en
la apertura del Concilio para indicar el camino a seguir: “En nuestro tiempo,
la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar
las armas de la severidad … La Iglesia Católica, al elevar por medio de este
Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre
amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con
los hijos separados de ella”. En el mismo horizonte se colocaba también el
beato Pablo VI quien, en la Conclusión del Concilio, se expresaba de esta
manera: “Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido
principalmente la caridad… La antigua historia del samaritano ha sido la pauta
de la espiritualidad del Concilio… Una corriente de afecto y admiración se ha
volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí,
porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas,
sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo
en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos
presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino
honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y
bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se
vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus
condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades”.
Con
estos sentimientos de agradecimiento por cuanto la Iglesia ha recibido y de
responsabilidad por la tarea que nos espera, atravesaremos la Puerta Santa, en
la plena confianza de sabernos acompañados por la fuerza del Señor Resucitado
que continua sosteniendo nuestra peregrinación. El Espíritu Santo que conduce
los pasos de los creyentes para que cooperen en la obra de salvación realizada
por Cristo, sea guía y apoyo del Pueblo de Dios para ayudarlo a contemplar el
rostro de la misericordia.
5.
El Año jubilar se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del
Universo, el 20 de noviembre de 2016. En ese día, cerrando la Puerta Santa,
tendremos ante todo sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la
Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia.
Encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a
la Señoría de Cristo, esperando que difunda su misericordia como el rocío de la
mañana para una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de
todos en el próximo futuro. ¡Cómo deseo que los años por venir estén
impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando
la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el
bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en
medio de nosotros.
6.
“Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su
omnipotencia”. Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la
misericordia divina no sea en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la
cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una de las
colectas más antiguas, invita a orar diciendo: “Oh Dios que revelas tu
omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón”. Dios será siempre para
la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y
misericordioso.
“Paciente
y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento
para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata
concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad
prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo
particular, destacan esta grandeza del proceder divino: “Él perdona todas tus
culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de
gracia y de misericordia” (103,3-4). De una manera aún más explícita, otro
Salmo testimonia los signos concretos de su misericordia: “Él Señor libera a
los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege
a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los
justos y entorpece el camino de los malvados” (146,7-9). Por último, he aquí
otras expresiones del salmista: « El Señor sana los corazones afligidos y les
venda sus heridas […] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados
hasta el polvo” (147,3.6). Así pues, la misericordia de Dios no es una idea
abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es
como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus
entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor
“visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural,
hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.
7.
“Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo
136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la
misericordia, todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un
profundo valor salvífico. La misericordia hace de la historia de Dios con su
pueblo una historia de salvación. Repetir continuamente “Eterna es su
misericordia”, como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo
del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor.
Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la
eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No
es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande
hallel como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes.
Antes
de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el
evangelista Mateo cuando dice que “después de haber cantado el himno” (26,30),
Jesús con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras
instituía la Eucaristía, como memorial perenne de su él y de su Pascua, puso
simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia.
En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte,
consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la
cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace para nosotros
los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar este estribillo
en nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna es su misericordia”.
8.
Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el
amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha
sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. “Dios es amor” (1
Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el
evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida
de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece
gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo
único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores,
hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el
distintivo de la misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es
falto de compasión.
Jesús,
delante a la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y
extenuadas, pérdidas y sin guía, sintió desde la profundo del corazón una
intensa compasión por ellas (cfr Mt 9,36). A causa de este amor compasivo curó
los enfermos que le presentaban (cfr Mt 14,14) y con pocos panes y peces calmó
el hambre de grandes muchedumbres (cfr Mt 15,37). Lo que movía a Jesús en todas
las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de
los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales. Cuando encontró la
viuda de Naim, que llevaba su único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por
el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo
de la muerte (cfr Lc 7,15). Después de haber liberado el endemoniado de Gerasa,
le confía esta misión: “Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la
misericordia que ha obrado contigo” (Mc 5,19). También la vocación de Mateo se
coloca en el horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los
impuestos, los ojos de Jesús se posan sobre los de Mateo. Era una mirada
cargada de misericordia que perdonaba los pecados de aquel hombre y, venciendo
la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano,
para que sea uno de los Doce. San Beda el Venerable, comentando esta escena del
Evangelio, escribió que Jesús miró a Mateo con amor misericordioso y lo eligió:
miserando ataque eligendo. Siempre me ha cautivado esta expresión, tanto que
quise hacerla mi propio lema.
9.
En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de
Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya
disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia.
Conocemos estas parábolas; tres en particular: la de la oveja perdida y de la
moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas
parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando
perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque
la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el
corazón y que consuela con el perdón.
De
otra parábola, además, podemos extraer una enseñanza para nuestro estilo de
vida cristiano. Provocado por la pregunta de Pedro acerca de cuántas veces
fuese necesario perdonar, Jesús responde: “No te digo hasta siete, sino hasta
setenta veces siete” (Mt 18,22) y pronunció la parábola del ‘siervo
despiadado’. Este, llamado por el patrón a restituir una grande suma, lo
suplica de rodillas y el patrón le condona la deuda. Pero inmediatamente
encuentra otro siervo como él que le debía unos pocos centésimos, el cual le
suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo hace encarcelar.
Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y volviendo a llamar
aquel siervo le dice: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero,
como yo me compadecí de ti?” (Mt 18,33). Y Jesús concluye: “Lo mismo hará
también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus
hermanos” (Mt 18,35).
La
parábola ofrece una profunda enseñanza a cada uno de nosotros. Jesús afirma que
la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el
criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Así entonces, estamos
llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha
aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más
evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo
del que no podemos prescindir. ¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin
embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para
alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia
y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices. Acojamos entonces
la exhortación del Apóstol: “No permitan que la noche los sorprenda enojados”
(Ef 4,26). Y sobre todo escuchemos la palabra de Jesús que ha señalado la
misericordia como ideal de vida y como criterio de credibilidad de nuestra fe.
“Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia” (Mt 5,7) es la bienaventuranza
en la que hay que inspirarse durante este Año Santo.
Como
se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave
para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su
amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca
podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta:
intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano.
La misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente
responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de
alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar el
amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como
Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los
unos con los otros.
10.
La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en
su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige
a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede
carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino
del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia “vive un deseo inagotable de
brindar misericordia”. Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y
de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de
pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer
paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos
para alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste
constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada
vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el
testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril,
como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia
el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar
a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros
hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el
valor para mirar el futuro con esperanza.
11.
No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su
segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser
esperada y tomó a muchos por sorpresa en razón del tema que afrontaba. Dos
pasajes en particular quiero recordar. Ante todo, el santo Papa hacía notar el
olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: “La mentalidad
contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece
oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y
arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el
concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre,
quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como
nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la
tierra mucho más que en el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra,
entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la
misericordia … Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo,
muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen,
yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios”.
Además,
san Juan Pablo II motivaba con estas palabras la urgencia de anunciar y
testimoniar la misericordia en el mundo contemporáneo: “Ella está dictada por
el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran
parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro inmenso. El misterio
de Cristo... me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor
compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo. Ello me obliga
también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica
fase de la historia de la Iglesia y del mundo”.10 Esta enseñanza es hoy más que
nunca actual y merece ser retomada en este Año Santo. Acojamos nuevamente sus
palabras: “La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia – el atributo más estupendo del Creador y del Redentor – y cuando
acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que
es depositaria y dispensadora”.
12.
La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón
palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón
de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de
Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el
que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la
misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una
renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la
credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la
misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para
penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de
vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este
amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y
mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí
debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las
comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya
cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.
13.
Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor:
Misericordiosos como el Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús:
“Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso” (Lc 6,36). Es un
programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de paz. El imperativo
de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27). Para ser capaces de
misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la
Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la
Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia
de Dios y asumirla como propio estilo de vida.
14.
La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del
camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación
y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la
meta anhelada. También para llegar a la Puerta Santa en Roma y en cualquier
otro lugar, cada uno deberá realizar, de acuerdo con las propias fuerzas, una
peregrinación. Esto será un signo del hecho que también la misericordia es una
meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación,
entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos
dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser
misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.
El
Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible
alcanzar esta meta: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena,
apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque
seréis medidos con la medida que midáis” (Lc 6,37-38). Dice, ante todo, no
juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede
convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus
juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior.
¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos
y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al
descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No
juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay
en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por
nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente
para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser
instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de
Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros
su benevolencia con magnanimidad.
Así
entonces, misericordiosos como el Padre es el “lema” del Año Santo. En la
misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo, por
siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando
lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia inicie con estas
palabras: “Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme” (Sal 70,2).
El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de Dios hacia
nosotros. Él viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que vivimos.
Y su auxilio consiste en permitirnos captar su presencia y cercanía. Día tras
día, tocados por su compasión, también nosotros llegaremos a ser compasivos con
todos.
15.
En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a
cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con
frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de
precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la
carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado
a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia
será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la
consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y
la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la
habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el
cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo,
las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos
provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos,
y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de
nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos
podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para
esconder la hipocresía y el egoísmo.
Es
mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las
obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar
nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para
entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los
privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta
estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como
discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de
comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al
forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos.
Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo
necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste,
perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a
Dios por los vivos y por los difuntos.
No
podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si
dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero
y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo
o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a
superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad;
si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas,
sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la
pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si
perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de
violencia que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo
de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor
en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños”
está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo
martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros los
reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras
de san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el
amor”.
16.
En el Evangelio de Lucas encontramos otro aspecto importante para vivir con fe
el Jubileo. El evangelista narra que Jesús, un sábado, volvió a Nazaret y, como
era costumbre, entró en la Sinagoga. Lo llamaron para que leyera la Escritura y
la comentara. El paso era el del profeta Isaías donde está escrito: “El
Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la
Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista
a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia
del Señor” (61,12). “Un año de gracia”: es esto lo que el Señor anuncia y lo
que deseamos vivir. Este Año Santo lleva consigo la riqueza de la misión de
Jesús que resuena en las palabras del Profeta: llevar una palabra y un gesto de
consolación a los pobres, anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de
las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna, restituir la vista a quien no
puede ver más porque se ha replegado sobre sí mismo, y volver a dar dignidad a
cuantos han sido privados de ella. La predicación de Jesús se hace de nuevo
visible en las respuestas de fe que el testimonio de los cristianos está
llamado a ofrecer. Nos acompañen las palabras del Apóstol: “El que practica
misericordia, que lo haga con alegría” (Rm 12,8).
17.
La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento
fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios. ¡Cuántas páginas
de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas de Cuaresma para
redescubrir el rostro misericordioso del Padre! Con las palabras del profeta
Miqueas también nosotros podemos repetir: Tú, oh Señor, eres un Dios que
cancelas la iniquidad y perdonas el pecado, que no mantienes para siempre tu
cólera, pues amas la misericordia. Tú, Señor, volverás a compadecerte de
nosotros y a tener piedad de tu pueblo. Destruirás nuestras culpas y arrojarás
en el fondo del mar todos nuestros pecados (cfr 7,18-19).
Las
páginas del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención en este tiempo
de oración, ayuno y caridad: “Este es el ayuno que yo deseo: soltar las cadenas
injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y
romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los
pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no abandonar a tus semejantes.
Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu herida se curará rápidamente;
delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor.
Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá: ‘¡Aquí
estoy!’. Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra
maligna; si partes tu pan con el hambriento y sacias al afligido de corazón, tu
luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía. El Señor
te guiará incesantemente, te saciará en los ardores del desierto y llenará tus
huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado, como una vertiente de
agua, cuyas aguas nunca se agotan” (58,6-11).
La
iniciativa “24 horas para el Señor”, de celebrarse durante el viernes y sábado
que anteceden el IV domingo de Cuaresma, se incremente en las Diócesis. Muchas
personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre
ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar
el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y
redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el
centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en
carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de
verdadera paz interior.
Nunca
me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la
misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando,
ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos
que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo
concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva. Cada uno
de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los
pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del
Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger
a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre
al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores
están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar
la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también
del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su
juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido delante de la misericordia
del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como
el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo
pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la
invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están
llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo,
el signo del primado de la misericordia.
18.
Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la intención de enviar los
Misioneros de la Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la
Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de
este misterio tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los cuales daré la
autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede
Apostólica, para que se haga evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre
todo, signo vivo de cómo el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón.
Serán misioneros de la misericordia porque serán los artífices ante todos de un
encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación, rico de responsabilidad,
para superar los obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán
conducir en su misión por las palabras del Apóstol: “Dios sometió a todos a la
desobediencia, para tener misericordia de todos” (Rm 11,32). Todos entonces,
sin excluir a nadie, están llamados a percibir el llamamiento a la
misericordia. Los misioneros vivan esta llamada conscientes de poder fijar la
mirada sobre Jesús, “sumo sacerdote misericordioso y digno de fe” (Hb 2,17).
Pido
a los hermanos Obispos que inviten y acojan estos Misioneros, para que sean
ante todo predicadores convincentes de la misericordia. Se organicen en las
Diócesis “misiones para el pueblo” de modo que estos Misioneros sean
anunciadores de la alegría del perdón. Se les pida celebrar el sacramento de la
Reconciliación para los fieles, para que el tiempo de gracia donado en el Año
jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el camino de regreso hacia la
casa paterna. Los Pastores, especialmente durante el tiempo fuerte de Cuaresma,
sean solícitos en el invitar a los fieles a acercarse “al trono de la gracia, a
fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia” (Hb 4,16).
19.
La palabra del perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar la misericordia
no deje a ninguno indiferente. Mi invitación a la conversión se dirige con
mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de
Dios debido a su conducta de vida. Pienso en modo particular a los hombres y
mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea. Por
vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios
que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador. No caigáis en la
terrible trampa de pensar que la vida depende del dinero y que ante él todo el
resto se vuelve carente de valor y dignidad. Es solo una ilusión. No llevamos
el dinero con nosotros al más allá. El dinero no nos da la verdadera felicidad.
La violencia usada para amasar fortunas que escurren sangre no convierte a
nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de
Dios al cual ninguno puede escapar.
La
misma llamada llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de
corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita
hacia el cielo pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La
corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y
avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un
mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos
públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir
a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es una obra de las
tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima,
decía con razón san Gregorio Magno, para indicar que ninguno puede sentirse
inmune de esta tentación. Para erradicarla de la vida personal y social son
necesarias prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia, unidas al coraje de
la denuncia. Si no se la combate abiertamente, tarde o temprano busca cómplices
y destruye la existencia.
¡Este
es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse
tocar el corazón. Delante a tantos crímenes cometidos, escuchad el llanto de
todas las personas depredadas por vosotros de la vida, de la familia, de los
afectos y de la dignidad. Seguir como estáis es sólo fuente de arrogancia, de
ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto de lo que ahora
pensáis. El Papa os tiende la mano. Está dispuesto a escucharos. Basta
solamente que acojáis la llamada a la conversión y os sometáis a la justicia
mientras la Iglesia os ofrece misericordia.
20.
No será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y
misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento
que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del
amor. La justicia es un concepto fundamental para la sociedad civil cuando,
normalmente, se hace referencia a un orden jurídico a través del cual se aplica
la ley. Con la justicia se entiende también que a cada uno debe ser dado lo que
le es debido. En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina
y a Dios como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de
la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los
mandamientos dados por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas
veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo
el profundo valor que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista,
sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida
esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios.
Por
su parte, Jesús habla muchas veces de la importancia de la fe, más bien que de
la observancia de la ley. Es en este sentido que debemos comprender sus
palabras cuando estando a la mesa con Mateo y sus amigos dice a los fariseos que
lo contestaban porque comía con los publicanos y pecadores: “Vayan y aprendan
qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido
a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13). Ante la visión de una
justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo las personas en
justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran de don de la
misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la
salvación. Se comprende porque en presencia de una perspectiva tan liberadora y
fuente de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los
doctores de la ley. Estos, para ser fieles a la ley, ponían solo pesos sobre
las espaldas de las persona, pero así frustraban la misericordia del Padre. El reclamo
a observar la ley no puede obstaculizar la atención por las necesidades que
tocan la dignidad de las personas.
Al
respecto es muy significativa la referencia que Jesús hace al profeta Oseas –
“yo quiero amor, no sacrificio”. Jesús afirma que de ahora en adelante la regla
de vida de sus discípulos deberá ser la que da el primado a la misericordia,
como Él mismo testimonia compartiendo la mesa con los pecadores. La
misericordia, una vez más, se revela como dimensión fundamental de la misión de
Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el
respeto formal de la ley. Jesús, en cambio, va más allá de la ley; su compartir
con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender hasta dónde
llega su misericordia.
También
el Apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes de encontrar a Jesús en el
camino a Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera irreprensible
la justicia de la ley (cfr Flp 3,6). La conversión a Cristo lo condujo a
ampliar su visión precedente al punto que en la carta a los Gálatas afirma:
“Hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por
las obras de la Ley” (2,16). Parece que su comprensión de la justicia ha
cambiado ahora radicalmente. Pablo pone en primer lugar la fe y no más la ley.
El juicio de Dios no lo constituye la observancia o no de la ley, sino la fe en
Jesucristo, que con su muerte y resurrección trae la salvación junto con la
misericordia que justifica. La justicia de Dios se convierte ahora en liberación
para cuantos están oprimidos por la esclavitud del pecado y sus consecuencias.
La justicia de Dios es su perdón (cfr Sal 51,11-16).
21.
La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el
comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad
para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del profeta Oseas viene en
nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia
la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de
la historia del pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el
pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido
la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en
rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto
merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo
atestiguan: “Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han
negado a convertirse” (Os 11,5). Y sin embargo, después de esta reacción que
apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y revela el
verdadero rostro de Dios: “Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo
tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no
volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio
de ti y no es mi deseo aniquilar” (11,8-9). San Agustín, como comentando las
palabras del profeta dice: “Es más fácil que Dios contenga la ira que la
misericordia”.
Si
Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los
hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la
experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de
destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el
perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al
contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin,
sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón.
Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior
donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia.
Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo
error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: “Desconociendo la
justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a
la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de
todo el que cree” (Rm 10,3-4). Esta justicia de Dios es la misericordia
concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de
Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos
nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida
nueva.
22.
El Jubileo lleva también consigo la referencia a la indulgencia. En el Año
Santo de la Misericordia ella adquiere una relevancia particular. El perdón de
Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la muerte y resurrección de
Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz incluso de destruir el
pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del
misterio pascual y de la mediación de la Iglesia. Así entonces, Dios está
siempre disponible al perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre
nueva e inesperada. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del
pecado.
Sabemos
que estamos llamados a la perfección (cfr Mt 5,48), pero sentimos fuerte el
peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos
transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No
obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son
consecuencia de nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación Dios
perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella
negativa que los pecados tienen en nuestros comportamientos y en nuestros
pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto.
Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo
alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del
pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a
recaer en el pecado.
La
Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión, que es
don de Dos, actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes con los
Santos y los Beatos cuyo número es incalculable (cfr Ap 7,4). Su santidad viene
en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración
y su vida de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros. Vivir
entonces la indulgencia en el Año Santo significa acercarse a la misericordia
del Padre con la certeza que su perdón se extiende sobre toda la vida del
creyente. Indulgencia es experimentar la santidad de la Iglesia que participa a
todos de los beneficios de la redención de Cristo, porque el perdón es
extendido hasta las extremas consecuencias a la cual llega el amor de Dios.
Vivamos intensamente el Jubileo pidiendo al Padre el perdón de los pecados y la
dispensación de su indulgencia misericordiosa.
23.
La misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia. Ella
nos relaciona con el judaísmo y el Islam, que la consideran uno de los
atributos más calificativos de Dios. Israel primero que todo recibió esta
revelación, que permanece en la historia como el comienzo de una riqueza
inconmensurable de ofrecer a la entera humanidad. Como hemos visto, las páginas
del Antiguo Testamento están entretejidas de misericordia porque narran las
obras que el Señor ha realizado en favor de su pueblo en los momentos más
difíciles de su historia. El Islam, por su parte, entre los nombres que le
atribuye al Creador está el de Misericordioso y Clemente. Esta invocación
aparece con frecuencia en los labios de los fieles musulmanes, que se sienten
acompañados y sostenidos por la misericordia en su cotidiana debilidad. También
ellos creen que nadie puede limitar la misericordia divina porque sus puertas
están siempre abiertas.
Este
Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con estas
religiones y con las otras nobles tradiciones religiosas; nos haga más abiertos
al diálogo para conocerlas y comprendernos mejor; elimine toda forma de
cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación.
24.
El pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. La dulzura de su
mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la
alegría de la ternura de Dios. Ninguno como María ha conocido la profundidad el
misterio de Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de
la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado Resucitado entró en el
santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio
de su amor.
Elegida
para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre para
ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la
divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de
alabanza, en el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia
que se extiende “de generación en generación”
(Lc 1,50). También nosotros estábamos presentes en aquellas palabras
proféticas de la Virgen María. Esto nos servirá de consolación y de apoyo
mientras atravesaremos la Puerta Santa para experimentar los frutos de la
misericordia divina.
Al
pie de la cruz, María junto con Juan, el discípulo del amor, es testigo de las
palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a
quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de
Dios. María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y
alcanza a todos sin excluir ninguno. Dirijamos a ella la antigua y siempre
nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros
sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la
misericordia, su Hijo Jesús.
Nuestra
plegaria se extienda también a tantos Santos y Beatos que han hicieron de la
misericordia su misión de vida. En particular el pensamiento se dirige a la
grande apóstol de la misericordia, santa Faustina Kowalska. Ella que fue
llamada a entrar en las profundidades de la divina misericordia, interceda por
nosotros y nos obtenga vivir y caminar siempre en el perdón de Dios y en la
inquebrantable confianza en su amor.
25.
Un Año Santo extraordinario, entonces, para vivir en la vida de cada día la
misericordia que desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros. En este Jubileo
dejémonos sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su
corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida. La
Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es
auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio.
Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno
de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos en
el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo. La
Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia,
profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo. Desde
el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de
Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca
podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen. Cada vez
que alguien tendrá necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios
no tiene fin. Es tan insondable es la profundidad del misterio que encierra,
tan inagotable la riqueza que de ella proviene.
En
este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que
resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda,
de amor. Nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el
confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada hombre y mujer y repita
con confianza y sin descanso: “Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu amor;
que son eternos” (Sal 25,6).
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 11 de abril, Vigilia del Segundo Domingo de
Pascua o de la Divina Misericordia, del Año del Señor 2015, tercero de mi
pontificado.
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