Texto
del mensaje del Papa por la 50° Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
Con
el tema: “Comunicación y Misericordia: un encuentro fecundo”
22 de enero de 2016..
El
mensaje del papa Francisco con motivo la 50° Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales y presentado este viernes 22 de enero lleva por título: “Comunicación y Misericordia: un encuentro
fecundo”.
Francisco recuerda
que “no es la tecnología la que determina si la comunicación es auténtica o no,
sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien los medios a su
disposición”. Reflexiona también sobre la llamada que todos
tenemos a comunicar y cómo hacerlo con un corazón y gestos animados por la
caridad, por el amor divino. Y que la
comunicación debe crear puentes, favorecer el encuentro y la inclusión.
El mensaje
también fue presentado en la Sala de prensa de la Santa Sede, y allí comentado
por el número uno de las comunicaciones del Vaticano, Mons. Darío Viganó.
A
continuación el texto del mensaje
“Queridos
hermanos y hermanas,
El
Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar sobre la relación entre
la comunicación y la misericordia. En efecto, la Iglesia, unida a Cristo,
encarnación viva de Dios
Misericordioso,
está llamada a vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y
actuar. Lo que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería
expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El amor,
por su naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al aislamiento. Y
si nuestro corazón y nuestros gestos están animados por la caridad, por el amor
divino, nuestra comunicación será portadora de la fuerza de Dios.
Como
hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos, sin exclusión. En
particular, es característico del lenguaje y de las acciones de la Iglesia
transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y sostenerlas en
el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado por el Padre,
ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir a
nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido
y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en
la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos.
La
comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el encuentro y la
inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es hermoso ver personas que
se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las
incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz y armonía. Las
palabras pueden construir puentes entre las personas, las familias, los grupos
sociales y los pueblos. Y esto es posible tanto en el mundo físico como en el
digital. Por tanto, que las palabras y las acciones sean apropiadas para
ayudarnos a salir de los círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que
siguen enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con
mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se propone hacer
crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el mal, trata de
no romper nunca la relación y la comunicación.
Quisiera,
por tanto, invitar a las personas de buena voluntad a descubrir el poder de la
misericordia de sanar las relaciones dañadas y de volver a llevar paz y armonía
a las familias y a las comunidades. Todos sabemos en qué modo las viejas
heridas y los resentimientos que arrastramos pueden atrapar a las personas e
impedirles comunicarse y reconciliarse. Esto vale también para las relaciones
entre los pueblos. En todos estos casos la misericordia es capaz de activar un
nuevo modo de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó Shakespeare:
«La misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre la
tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la concede y
al que la recibe» (El mercader de Venecia, Acto IV, Escena I).
Es
deseable que también el lenguaje de la política y de la diplomacia se deje
inspirar por la misericordia, que nunca da nada por perdido. Hago un
llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades institucionales,
políticas y de formar la opinión pública, a que estén siempre atentos al modo
de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a
quienes han cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de aprovechar estas
situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la desconfianza, del miedo, del
odio. Se necesita, sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia
procesos de reconciliación. Y es precisamente esa audacia positiva y creativa
la que ofrece verdaderas soluciones a antiguos conflictos así como la
oportunidad de realizar una paz duradera. «Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia. […] Bienaventurados los que trabajan por
la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,7.9).
Cómo
desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro servicio de pastores
de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio del triunfo sobre el
enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores y
material de desecho. La misericordia puede ayudar a mitigar las adversidades de
la vida y a ofrecer calor a quienes han conocido sólo la frialdad del juicio.
Que el estilo de nuestra comunicación sea tal, que supere la lógica que separa
netamente los pecadores de los justos. Nosotros podemos y debemos juzgar
situaciones de pecado – violencia, corrupción, explotación, etc. –, pero no
podemos juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer en profundidad sus
corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se equivoca, denunciando la
maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con el fin de liberar a las
víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan nos recuerda que «la
verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad es, en definitiva, Cristo mismo,
cuya dulce misericordia es el modelo para nuestro modo de anunciar la verdad y
condenar la injusticia. Nuestra primordial tarea es afirmar la verdad con amor
(cf. Ef 4,15). Sólo palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre
y misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y
gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes querríamos
conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su sentido de negación y
de defensa.
Algunos
piensan que una visión de la sociedad enraizada en la misericordia es
injustificadamente idealista o excesivamente indulgente. Pero probemos a
reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de relación en el seno de la
familia. Los padres nos han amado y apreciado más por lo que somos que por
nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los padres quieren naturalmente lo
mejor para sus propios hijos, pero su amor nunca está condicionado por el
alcance de los objetivos. La casa paterna es el lugar donde siempre eres
acogido (cf. Lc 15,11-32). Quisiera alentar a todos a pensar en la sociedad
humana, no como un espacio en el que los extraños compiten y buscan prevalecer,
sino más bien como una casa o una familia, donde la puerta está siempre abierta
y en la que sus miembros se acogen mutuamente.
Para
esto es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y para compartir
se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que oír. Oír hace
referencia al ámbito de la información; escuchar, sin embargo, evoca la
comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos permite asumir la actitud
justa, dejando atrás la tranquila condición de espectadores, usuarios,
consumidores. Escuchar significa también ser capaces de compartir preguntas y
dudas, de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de cualquier
presunción de omnipotencia y de poner humildemente las propias capacidades y
los propios dones al servicio del bien común.
Escuchar
nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos. Escuchar significa
prestar atención, tener deseo de comprender, de valorar, respetar, custodiar la
palabra del otro. En la escucha se origina una especie de martirio, un
sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto realizado por Moisés ante
la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro
con el otro que me habla (cf. Ex 3,5). Saber escuchar es una gracia inmensa, es
un don que se ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo.
También
los correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los foros
pueden ser formas de comunicación plenamente humanas. No es la tecnología la
que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el corazón del hombre
y su capacidad para usar bien los medios a su disposición. Las redes sociales
son capaces de favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad,
pero también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las
personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de encuentro,
donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa discusión o un
linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la misericordia «nos haga
más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda
forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de
discriminación» (Misericordiae vultus, 23). También en red se construye una
verdadera ciudadanía. El acceso a las redes digitales lleva consigo una
responsabilidad por el otro, que no vemos pero que es real, tiene una dignidad
que debe ser respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una
sociedad sana y abierta a la puesta en común.
La
comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un alargamiento
de los horizontes para muchas personas. Esto es un don de Dios, y es también
una gran responsabilidad. Me gusta definir este poder de la comunicación como
«proximidad». El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo
en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura,
acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar
con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía
entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad”.
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