ABC, 11 de noviembre de 2016…
Enfrentado
a las élites y con enorme tirón entre la clase trabajadora, despreciado y
displicente hacia los intelectuales, millonario varias veces en bancarrota,
misógino rodeado de mujeres bellas, Donald Trump es, más que nada, un
nacionalista norteamericano, con todo lo bueno y malo que eso tiene: querer lo
mejor para tu país, sin importarte los demás. Es la última y más flagrante de
sus paradojas: resucitar el nacionalismo en un planeta convertido en aldea
global. Pero es también lo que le ha llevado en volandas a la Casa Blanca, ante
la sorpresa de todos, incluidos sus seguidores. La historia no es sólo «la
larga marcha de la humanidad hacia la libertad», que decía Hegel. Discurre
también, según Giambattista Vico, en círculos concéntricos cada vez más amplios
que se repiten, a lo que Marx añadió, en uno de sus pocos rasgos de humor,
«primero como tragedia, luego como comedia».
Volvemos
a vivir el drama de los artesanos desplazados por la revolución industrial que
perdían sus puestos de trabajo y se convertían en lumpen proletariat, con sólo
las manos que ofrecer a un capitalismo sin entrañas. Ahora es la revolución
digital. Que Michigan y Pensilvania, sedes de la industria automovilística y
siderúrgica norteamericana, bastiones demócratas por antonomasia, hayan votado
republicano es el resultado de la huida de esas plantas a otros países.
Internet y los teléfonos inteligentes han acelerado los acontecimientos hasta
el punto de que todo ocurre al mismo tiempo en todas partes y, de hecho, ya no
hay nada seguro, empleos, relaciones comerciales y conflictos ideológicos. «¡Es
la economía, estúpido!», gritó Clinton a un ayudante que le venía con la
política. «¡No es el libre comercio, es el comercio estúpido!», ha dicho Trump
al rechazar el tratado para facilitarlo, que ha traído la pérdida de cinco
millones de empleos en su país. Y cinco millones de votos para él. La «América
profunda», que no es la de Nueva York ni California, sino la del interior, la
industrial y agrícola, la familiar y evangelista, la que retratan con tierna
dureza sus películas y novelas, la que ve a su país como the shining house on
the hill, la casa brillante en la colina, se aleja para ellos. Puede que no
haya existido nunca, que pertenezca al american dream, pero son muchos los que
se resisten a perderla y culpan a los políticos, a las élites, a los banqueros,
al establisment de haberlos desposeído de ella. Hillary Clinton era la
candidata del status quo y lo que se pedía era un cambio. Ahora se dan cuenta
los demócratas del error de haberla elegido candidata. Bernie Sanders lo hubiera
hecho mejor. Incluso puede que hubiese ganado las elecciones, al identificarse
con esa mayoría silenciosa que ha sufrido las consecuencias de la crisis sin
haberla provocado.
Una
crisis que fue mucho más que económica y significó más un cambio de era que de
siglo. Han cambiado las perspectivas y los valores, las relaciones personales e
internacionales, las prioridades y los protagonistas. El individualismo se
dispara con todo el mundo exigiendo no sólo «un lugar en el sol», sino también
ese sucedáneo de la inmortalidad que es ser famoso cinco minutos. El retorno de
los nacionalismos cuando la nación sólo puede sobrevivir dentro de grandes
bloques territoriales o culturales, es otra de las grandes paradojas de la
nueva era que desea volver al pasado al tiempo que goza del futuro. El Brexit
es otro ejemplo de tan contradictoria actitud en la nación cuyos políticos se
caracterizaron por su pragmatismo –«para vencer a Hitler me aliaría con el
mismísimo diablo», Churchill– y sus filósofos, por su positivismo. Ahora,
quiere volver a sus glorias imperiales cuando los imperios han pasado de moda y
pueden arruinarte.
Es
lo que ha pasado en Estados Unidos y explica en parte el fenómeno Trump. Su
eslogan electoral con más éxito fue «Haré América grande de nuevo». En efecto,
la segunda mitad del siglo XX fue americana en todos los aspectos, desde los
jeans y el rock a las primarias y la política espectáculo. Pero eso le ha
costado un déficit astronómico, cientos de miles de soldados muertos y el
empeoramiento progresivo del nivel de vida de sus ciudadanos, para terminar de
policía en los océanos y continentes más lejanos, sin que nadie se lo
agradezca. La crisis de 2008 puso al descubierto todas estas paradojas,
mientras los causantes de ella, los banqueros inventores de las sub-prime, no
se tiraban por las ventanas de sus despachos en Wall Street como en el 29, sino
que escapaban con sus bonus millonarios y la Casa Blanca tenía su primer
inquilino negro. Todo había cambiado radicalmente, la política incluida, y
Trump fue el primero en darse cuenta de que quien no aparece en la televisión
no existe, por lo que procuró convertirse en figura de ella, con un programa
estrafalario, The
Apprendice,
con el que se hizo célebre con la frase siniestra de «¡Quedas despedido!». No
le importaba que le caricaturizasen y se rieran de él, al haber adoptado la
filosofía de «que hablen de uno, aunque sea mal». Alguien ha calculado que con
sus astracanadas ha recibido de las cadenas 1.900 millones de dólares gratis en
horas de pantalla, que le sirvieron de trampolín para su salto a la política.
Lo que siguió es historia reciente: una carrera fulgurante, heterodoxa, a
caballo de la indignación popular, el desconcierto de los mercados y el
desprestigio de los políticos. Todo ello lo aprovechó Trump para convertirse en
candidato de los republicanos sin pertenecer a su élite y terminar derrotando a
la candidata del establishment, convertido en el malo de la película.
La
gran incógnita hoy, como la del día siguiente a todo terremoto, es si Donald
Trump seguirá en su papel populista, antisistema, cuando, quiéralo o no,
pertenece ya al mismo. No se puede ir contra Washington cuando se ocupa su
mansión principal. Es más, cuando nunca dejó de serlo, como gran empresario y
hombre de negocios. Aparte de que eso no es lo que le piden quienes le han
elegido ni lo que él les prometió: lo que quieren y lo que les prometió fue
«devolverles la gran América» que una élite, tanto demócrata como republicana,
había secuestrado. Algo más difícil que conquistar la presidencia, porque esa
América ya no existe. Se ha disuelto en la globalización que ha hecho el
planeta una aldea global y en las distintas revoluciones, la cultural, la
femenina, la mediática, que han tenido lugar. ¿Es Donald Trump un
revolucionario o un contrarrevolucionario? Pues las dos cosas al mismo tiempo,
según las circunstancias. Un oportunista, nacionalista, por más señas. Sus
primeros pasos y palabras apuntan que se ha dado cuenta de que su papel ya es
otro. Pero vamos a ver si es capaz de domeñar su temperamento –misógino,
faltón, autoritario– y si sus seguidores le dejan cambiar. Aunque cambiar,
tenemos que cambiar todos, al habernos quedado sin el que nos sacaba de apuros.
Por ejemplo, los europeos estaríamos totalmente equivocados si creyésemos que
los norteamericanos acudirían a salvarnos por tercera vez si nos viéramos
amenazados por otra de nuestras trifulcas internas o externas.
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