16 feb 2017

La nueva era/José María Carrascal,

La nueva era/José María Carrascal, periodista.
ABC, 16 de febrero de 2017
La nueva era en la historia de la humanidad no empezó el 20 de enero de 2017 con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca (Trump no es un accidente de la democracia, como se ha dicho. Es un producto de la mala democracia, de la que hablaremos luego). La nueva era había empezado dos días antes, el 18, en Davos, un resort de archilujo suizo donde se reúne anualmente el Foro Económico Mundial, la crème de la crème de las finanzas y el capitalismo, teniendo esta vez como protagonista al actor menos esperado: el presidente chino. Ante aquella audiencia de plutócratas, Xi Jinping hizo el más encendido elogio de la globalización y el libre comercio. Ni europeos ni norteamericanos, temblando de miedo, se atrevieron a defender con tanta pasión los pilares del capitalismo clásico. Algo había cambiado. O mucho.

Claro que no era la primera vez que China marcaba un nuevo rumbo al mundo. Lo había hecho Deng Hsiao-ping cuando, tras el fracaso estrepitoso de la «Revolución Cultural» de Mao y su esposa, inició la gran marcha hacia una economía orientada a la productividad y el desarrollo, que resumió a Felipe González en la famosa frase «gato negro o gato rojo, lo importante es que cace ratones», que Felipe aprendió, como tantas cosas, a la carrera. Puede que la entrada en la OTAN y el envío de Marx a las bibliotecas se deban a ello, pero lo que nos interesa es que, al elegir la apertura económica y el rigor político en vez de lo contrario de la «perestroika» de Gorbachov, Deng ponía en marcha a su país hacia la gran potencia económica mundial que es hoy, con muchas posibilidades de ser la primera en un futuro no lejano. Al mismo tiempo que echaba la primera paletada sobre la máxima leninista «comunismo es soviets más electricidad». Comunismo leninista, sabemos tras el desplome del muro berlinés, es soviets y miseria, es decir, un inmenso gulag. Pero ha tenido que llegar el desplome del «comunismo blando», del eurocomunismo, del socialismo, de la socialdemocracia, de las «terceras vías», para que la gran mentira de la izquierda como adalid del progreso quedase al descubierto. La gran crisis de 2007 tuvo sin duda como protagonista el capitalismo, con sus excesos de egoísmo, rapiña y estafa. Pero el caldo de cultivo en el que germinó fue un timo mayor que el de la estampita. Del Estado del bienestar ideado por Keynes, que a través del presupuesto regula los flujos monetarios para activar o frenar la economía según convenga en cada momento, se pasó al Estado-beneficencia, garantizador del confort de sus ciudadanos de la cuna a la sepultura. Sin tener en cuenta la ley de hierro que impide gastar más de lo que se produce, so pena de ir a la bancarrota. Es como tuvimos décadas en las que el nivel de vida occidental crecía sin parar, mientras sus estados estaban cada vez más entrampados. ¿Qué importaba, si el dinero público, como dijo aquella ministra socialista, no es de nadie? Únanle que todos estaban en el pastel –la derecha por haberlo inventado, la izquierda por acabar de descubrirlo y apresurarse a sacar tajada– y tendremos la tormenta perfecta. Que llegó cuando Lehman Brothers, el mayor banco de inversiones del mundo, se vino abajo. Seguido de los demás, que habían montado esquemas piramidales, como las acciones preferentes, por no hablar del asalto a las instituciones más venerables, como las cajas de ahorro, sometidas al expolio de sus administradores: partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales y todo el que podía meter mano. Hubo estados, como Grecia, que se fueron al garete; otros, como España, han quedado empeñados por siglos, y hasta los más fuertes, como Alemania, quedaron seriamente tocados.
Como consecuencia, la democracia ya no es garantía de buen gobierno. Puede ser tan destructiva y corrupta como la dictadura, con el agravante de no limitarse a la clique (camarilla) en el poder, sino extendida a partidos y organizaciones afines, con lo que la corrupción se generaliza. Nada de extraño que los movimientos antisistema surgieran como hongos y tuvieran un éxito notable, tanto en la izquierda como en la derecha. Lo malo es que, cuando entran a formar parte del sistema muestran los mismos defectos que el sistema mismo: nepotismo, codicia, cerrazón. Con lo que seguimos donde estábamos. Dicen los teóricos de la democracia que sus males se corrigen «con más democracia». Sí, pero también puede ser peor, al darnos gato por liebre y condenarnos a un ininterrumpido deterioro de la misma, como vemos en tantos países hispanos, africanos, asiáticos e incluso europeos, que se están yendo por la cañería.
A estas alturas de la historia, podemos decir, primero, que la democracia en sí no garantiza el buen gobierno. Su parafernalia, constitución, cámaras, partidos, elecciones, etc., de poco sirven si no cumple una serie de condiciones, empezando por la rigurosa separación de poderes y terminando por la igualdad de derechos y deberes de sus ciudadanos. Luego, que se medirá por su eficacia más que por sus postulados. De poco valen unos ideales si no se plasman en la realidad. Y esa realidad es la vara de medir de regímenes y gobiernos. Es hora más que sobrada de decir una verdad que todos los metidos en el ajo ocultan: del mismo modo que hay democracias degradantes, hay autoritarismos benignos, siempre que se limiten a un tiempo determinado (de emergencia) y respeten los derechos fundamentales de sus súbditos. Lo fundamental es que su nivel de vida crezca, que su salud mejore, que su enseñanza sea de calidad, que no tengan que emigrar, que la justicia sea igual para todos. Lo demás vendrá por añadidura, pues un súbdito, una vez cubiertas sus necesidades más elementales, exigirá sus derechos. Y los obtendrá si su país logra el desarrollo necesario para la plena ciudadanía. Algo que no le garantiza una democracia espuria.
Esa es la gran lección de la crisis: Trump, y Le Pen, Wilders, Tsipras o Iglesias, no son accidentes de las democracias de sus países. Son consecuencias de la mala calidad de las mismas, al haberse convertido en partitocracias, escaleras políticas para alcanzar privilegios y sinecuras neofeudales. Lo que está matando a la democracia liberal es la obsesión de la izquierda con la igualdad, cuando todos somos distintos, o sea, un imposible como no queramos igualar por lo bajo, olvidando que el gran motor del progreso son la libertad individual y la creatividad humana. Lo más lejos que podemos ir en este terreno es a la igualdad de oportunidades. La democracia del siglo XXI es la que caza ratones, no la que produce déficits y parados. La que premia el esfuerzo, la inventiva, el mérito, no la holganza, el compadreo, la artimaña. Una democracia en la que cada cual sea hijo de sus obras, no de sus ideas. Una democracia que la izquierda dogmática, adanista y retrógrada, odia.
¿Lo hemos aprendido? Lo dudo.

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