Trump, la apisonadora del medio ambiente/Samuel Martín-Sosa es responsable de Internacional de Ecologistas en Acción.
El Español, 22 de marzo de 2017..
El 9 de noviembre de 2016, en su primera aparición ante las cámaras tras su victoria, Donald Trump, El Constructor, afirmó que estaba allí para reconstruir las ciudades, las autovías, los puentes, los túneles, los aeropuertos, las escuelas, los hospitales… Lo enumeró en ese orden, no sabemos si de prioridad, aunque en cualquier caso, probablemente fruto de un despiste, se olvidó en la lista de mencionar los muros.
Trump, El Salvador, había llegado, en definitiva, para reconstruir las infraestructuras, esgrimiendo como justificación la imagen de unos EE.UU. que emulaban un holocausto nuclear. Dejó claro que, como hombre de negocios, llevaba toda su vida descubriendo y haciendo aflorar el potencial de personas y proyectos, y que ese era su plan. Su tarjeta de visita de gestor empresarial hacía presagiar un futuro de menos Estado y más extracción de recursos.
Efectivamente, más allá de la retórica Trump estaba haciendo una declaración de intenciones en toda regla. Muchos tertulianos esos días cuestionaban hasta qué punto se trataba de fanfarronadas acordes con el tono de la campaña electoral. Varios de ellos aseguraban que en realidad no era para tanto, ya que una vez se sentara al mando de la nave presidencial el contacto con la política real le haría templar el discurso. Sin embargo, no han tenido que transcurrir cien días de mandato desde que el presidente tomara posesión a finales de enero para comprobar su determinación. En el plano ambiental sus primeras decisiones no handefraudado las expectativas y se han sucedido a una velocidad de vértigo.
Trump es conocido por despreciar el cambio climático y relegarlo a la categoría de cuento chino, y nunca mejor dicho: en 2012 tuiteó que era un concepto creado por China para dañar la competitividad de las empresas estadounidenses. Esta idea está totalmente en línea con la trayectoria de décadas de negacionismo organizado que, perfectamente engrasado con petrodólares, ha actuado de ariete de cualquier atisbo de política climática, en ocasiones con estimable éxito. La diferencia es que si hasta hace poco las grandes empresas de combustibles fósiles como Shell, BP, Chevron o Exxon Mobil sostenían con fondos tramas negacionistas que en su nombre intentaban influir a la clase política, ahora los negacionistas han tomado literalmente la Casa Blanca y forman parte de la nueva clase dirigente estadounidense.
Entre los escogidos por Trump para formar parte de su gobierno varios son conocidos por sus declaraciones cuestionando el cambio climático o la responsabilidad antropogénica en el mismo. Caben destacar Rex Tillerson, nuevo secretario de Estado y hasta ahora director ejecutivo de Exxon Mobil, Rick Perry, exgobernador de Texas y elegido para dirigir el departamento de Energía, o Ben Carson, que estará al frente del Departamento de Vivienda. Conocidos negacionistas son también el jefe de gabinete de Trump, Reince Priebus, o Steve Bannon, el director de su campaña electoral y excelso representante de la derecha alternativa estadounidense.
Los elegidos por Trump han moderado ligeramente su discurso desde que están bajo el foco. Más o menos han pasado del negacionismo explícito e incluso militante a un burdo malabarismo del tipo creo en el cambio climático y que la acción del ser humano tiene algo que ver, pero hay debate científico sobre cuánto, pero lo que no podemos hacer es tomar medidas extremas que dañen la economía. Evidentemente se trata de retórica expiatoria apresurada que solo trata de ganar tiempo. No han dejado de ser negacionistas de la noche a la mañana.
Y eso solo algunos, porque otros siguen erre que erre. El más preocupante de todos es Scott Pruitt, nuevo director de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) –organismo al que había demandado hasta 13 veces por diversas medidas de protección del agua y el aire o la contaminación por mercurio– que recientemente, ya en posesión de su nuevo cargo, ha declarado que no cree que el CO2 sea un contribuyente principal al cambio climático, un asunto donde no está claro, según él, el impacto humano y sobre el que asegura “hay mucho desacuerdo” entre los científicos.
Habida cuenta de que el consenso científico en relación a las causas del calentamiento no puede ser mayor y ahora que está tan de moda hablar de posverdad, parece claro que EE.UU. se enfrenta a una era de posverdad climática donde la ciencia es sustituida por las creencias interesadas. Las afirmaciones de Pruitt en relación al clima contradicen la posición oficial del organismo que preside. En la web de la EPA hoy todavía reza la siguiente afirmación: “El CO2 es el principal gas de efecto invernadero que está contribuyendo al calentamiento reciente”.
Durante la campaña Trump afirmó que se saldría del Acuerdo de París. Una vez elegido, esta idea fue corroborada por uno de sus emisarios en una visita a Europa. De momento Trump ya ha dado orden a la EPA de reescribir el Plan de Energía Limpia de Obama. Este plan, anunciado en 2015 en la antesala del mencionado acuerdo, planteaba entre otras cosas reducir las emisiones de CO2 de las centrales térmicas en un 32% para el año 2030 en relación al nivel de emisiones de 2005. Es importante recordar que Estados Unidos es, junto a China, el responsable del 45% de las emisiones mundiales.
Al margen del negacionismo más o menos explícito, un porcentaje muy elevado de los nominados para el gabinete guardan fuertes vínculos con las empresas de gas y petróleo. Empezando por el vicepresidente Mike Pence, gran amigo de los hermanos Koch -dueños de un emporio petrolero-, y siguiendo por un buen puñado de sus ministros.
Las primeras medidas no han desentonado en absoluto con la composición del gabinete. La nueva web de la Casa Blanca –de la que ha desaparecido la información relativa al cambio climático– incluye seis pilares de acción política. Entre ellos, el denominado “Plan Energético América Primero” evita cualquier mención a las renovables y coloca en el centro del plan energético la determinación de abrir a tope el grifo de las reservas de gas y petróleo y resucitar la industria del carbón. Transcurrido apenas un mes desde su llegada al despacho oval, Trump firmaba una orden ejecutiva levantando la moratoria a los proyectos de carbón impuesta por Obama hace un año. La importancia de esta medida estriba en que gran parte de las reservas de carbón se encuentran en terrenos federales. Además, seguía a otra tomada unos días antes levantando la prohibición de verter residuos procedentes de las minas a cielo abierto en los cursos de agua cercanos. En el mismo sentido Trump ha iniciado un proceso para reducir la jurisdicción federal sobre los cursos de agua; el objetivo es eliminar impedimentos al desarrollo de nuevos proyectos inmobiliarios, industriales, agrícolas, y mineros. El nuevo presidente ha dejado claro que le debe mucho a los mineros y que no va a olvidar su apoyo en la campaña electoral.
Otra de las medidas estrella de Trump ha sido reactivar la construcción de dos oleoductos clave, paralizados por su predecesor. El Keystone XL, una tubería planteada en 2006 para llevar 800.000 barriles diarios de arenas bituminosas desde Canadá al golfo de México, se convirtió en el símbolo del activismo ecologista con la administración Obama, que tras sufrir durante años una intensa campaña de la sociedad civil canceló el proyecto en 2015. Por su parte el oleoducto DAPL (Dakota Access Pipeline), proyectado para transportar 500.000 barriles de petróleo de fracking desde Dakota del Norte hasta Illinois, en el que el propio Trump tenía acciones hasta hace unos meses, levantó una importante ola de solidaridad de la sociedad estadounidense en torno a las tribus Sioux, por cuyas tierras y acuíferos pasaba el trazado. Icónicas imágenes de indios a caballo junto a sus tipis enfrentados a un ejército de tanquetas amenazando desalojarlos crearon tal presión sobre el gobierno de Obama que éste canceló el permiso a finales de 2016. Trump tardó apenas días en firmar sendas órdenes ejecutivas revirtiendo estas decisiones.
Otra medida emblemática de la política climática de Obama fue cancelar las prospecciones petrolíferas en el Ártico hasta 2018. El nuevo ministro del Interior, Ryan Zinke, que por añadidura tiene conexiones con una empresa relacionada con los oleoductos, ya se ha comprometido a revisar esta prohibición. Zinke está a favor de permitir operaciones de minería y de perforación de pozos de petróleo y gas en terrenos públicos al considerarlas esenciales para la economía y el empleo. Trump ha abierto en general la veda a la perforación en busca de petróleo en todos los terrenos federales, que abarcan más de 200 millones de hectáreas entre el Ártico y la frontera con México. La apuesta no deja a salvo ni Parques Nacionales ni reservas tribales. La producción de petróleo en tierras del gobierno representaba en 2010 una tercera parte del total de petróleo producido en Estados Unidos. Al final de la era Obama había caído a una quinta parte, pero es predecible que esta situación se revierta a partir de ahora. Es esperable asimismo que Trump tome algún tipo de medidas para asegurar que la Comisión Federal Reguladora de la Energía apruebe de forma más expeditiva nuevos proyectos de terminales de exportación de Gas Natural Licuado.
Durante la campaña electoral, Trump amenazó reiteradamente con desmantelar la EPA y reducirla a meros retazos. Elegir a Scott Pruitt para dirigirla es su forma de comenzar a hacerlo. La EPA es solo una pieza en su afán por adelgazar el aparato administrativo del Estado, y en este sentido no es una excepción: Trump, rodeado de los principales líderes de las mayores corporaciones del país, anunció la orden que había dado a todas las agencias federales exigiéndoles identificar todas las normativas que sean susceptibles de ser eliminadas. Pero el ensañamiento con la EPA parece especialmente incisivo. Trump ha ordenado congelar cualquier nueva investigación de la agencia y ha impuesto la obligación de llevar a cabo un escrutinio político de cualquier nuevo dato o estudio de la EPA antes de autorizar su publicación.
Mientras Trump ha anunciado un aumento del gasto militar en un 10% este año, los planes de Trump para la EPA pasan por reducir su presupuesto anual de 8.200 millones de dólares a 6.100 millones. Este recorte se traducirá en una reducción del 44% de los fondos que la Agencia destina a ayudar a los Estados a tareas fundamentales de protección. Hay 38 programas que serán eliminados completamente como el de descontaminación de lugares industriales, el control del radón o la investigación climática. El plan incluye una rebaja de la plantilla de 15.000 a 12.000 en el primer año. Se adivina una relación tensa entre el nuevo director y los trabajadores, que ya observan aterrados lo que se les viene encima. El jefe del departamento de justicia ambiental, acaba de anunciar su dimisión.
Es más que previsible que la EPA tenga a partir de ahora las manos atadas para tareas tan esenciales como el control de las emisiones y los vertidos. La EPA parece camino así de dejar de ser una Agencia de Protección Ambiental para convertirse en una Agencia en Defensa de las Corporaciones. Eso si se mantiene en pie, porque los republicanos ya han introducido una propuesta de ley en el Congreso para eliminar la agencia totalmente en 2018.
No cabe duda de que Trump no ha tardado ni cinco minutos en desmontar el ya de por si magro legado ambiental y climático de Obama. Las tímidas iniciativas emprendidas por el anterior presidente para regular el fracking, limitar el carbón o fomentar las renovables eran vistas por algunos como el comienzo de una nueva era; un punto de inflexión en el panorama energético que además implicaba finalmente un reconocimiento de su responsabilidad en el cambio climático, un asunto en el que hasta entonces EE.UU. se había puesto de perfil. Lejos de volver a ponerse de perfil, Trump va de frente sacando pecho de su negacionismo. En lo tocante a protección ambiental, más que la nave presidencial parece pilotar una apisonadora.
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