NYT, 19 de junio de 2018
Ricardo Anaya, el candidato a la presidencia de México por la coalición Por México al Frente, en un mitin en Morelia, Michoacán, el 26 de mayo de 2018 Credit ReutersCIUDAD DE MÉXICO — Ricardo Anaya, el candidato a la presidencia de la coalición Por México al Frente, está cada vez más solo. A once días de la elección, lo separan casi veinte puntos del primer lugar en las encuestas de intención de voto, Andrés Manuel López Obrador.
Esta distancia, casi insalvable, muestra la extensión del problema del candidato de 39 años: en solo cinco años desmanteló una alianza de facto de las últimas décadas entre los dos partidos que se han alternado el poder en México —el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN)— y dividió a su partido, el PAN, la fuerza más antigua de la oposición mexicana.
Seguir la trayectoria de Anaya permite asociarlo a una nueva estirpe de políticos jóvenes en el México contemporáneo que poseen una ideología más moldeable que sus predecesores. Estos nuevos políticos son más preparados académicamente, pero tienen menos contacto con la calle y el ciudadano, y suelen ser más pragmáticos a la hora de trabar alianzas con movimientos o partidos que en el pasado eran sus antagonistas. Acaso por ello, Anaya afianzó una singular alianza entre el PAN, conservador y derechista, con Movimiento Ciudadano, fundado por un expriista, y las ruinas del izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD).
En campaña, el candidato panista ha procurado presentarse como la versión mexicana de Justin Trudeau o de Emmanuel Macron: joven, progresista, atento al centro político y respetuoso de las instituciones. Sin embargo, asediado por acusaciones de corrupción y sin poder encontrar un equilibrio entre el discurso populista de López Obrador y el perfil tecnócrata de José Antonio Meade, hasta ahora Anaya parece acercarse más bien a los jóvenes políticos del México del siglo XXI que, como los exgobernadores Javier Duarte y Roberto Borge, ascendieron con velocidad en las filas de sus partidos, pero cuyas carreras se eclipsaron rápidamente por sospechas de corrupción e investigaciones judiciales.
Ricardo Anaya tiene un discurso progresista —atento a la equidad de género, a la política económica incluyente, al “cambio inteligente”—, es hábil al comunicarse con los jóvenes y al emplear la tecnología para transmitir mensajes. En sus apariciones públicas suele presentarse pulcro, a menudo con camisas blancas y azules, y reserva las corbatas para eventos formales (y siempre son muy parecidas: negra, gris y azul). Ese espíritu metódico se asomó en el tercer debate, el 12 de junio, cuando acomodaba con pasión casi compulsiva las cosas a su alrededor.
Los escándalos de corrupción han sido una presencia sistemática en su campaña. Unos días antes del tercer y último debate presidencial y a dos semanas de las elecciones, Ricardo Anaya enfrentaba otra acusación, un signo constante en su breve pero intensa biografía política.
Romper acuerdos y alianzas es un mecanismo de alto riesgo. Y Anaya lo ha hecho con destreza.
“Responsabilizo al gobierno de Enrique Peña Nieto por este nuevo ataque en mi contra, utilizando las mismas mentiras de hace algunos meses”, dijo Anaya en respuesta a las revelaciones de un supuesto financiamiento ilegal en su campaña. Se trata de un video filtrado en el que el hermano de Manuel Barreiro, un socio de Anaya —involucrado en una aparente operación de lavado de dinero—, relata cómo urdieron un esquema para transferir fondos bajo el agua para financiar ilegalmente su campaña.
Anaya ha denunciado al gobierno del presidente Peña de espiarlo. Sus temores no son del todo infundados si se atienden las dos etapas que ha vivido el panista en los últimos cinco años: la primera parte como aliado del presidente Enrique Peña Nieto y la segunda como enemigo conjurado del priismo.
En la política mexicana —inundada de corrupción, trampas y conductas poco fiables—, suele otorgarse un alto valor a la “palabra entre damas y caballeros”. Es por ello que romper acuerdos y alianzas es un mecanismo de alto riesgo. Y Ricardo Anaya lo ha hecho con destreza.
El ascenso
Ricardo Anaya es hijo de una arquitecta y un ingeniero químico radicados en Querétaro, un estado al centro del país. Tenía 15 años cuando lo atrajo la política; se afilió al PAN en 2000, cuando el partido redefinía sus luchas históricas después de ganar por primera vez la presidencia. Anaya reunía una serie de cualidades que lo hicieron ascender con rapidez en la estima del panista Francisco Garrido. Cuando Garrido ganó la gubernatura de Querétaro, en 2003, Anaya tenía 24 años, y el gobernador lo nombró su secretario particular. Como el hombre de confianza de Garrido, construyó una red que, según una acusación de la Procuraduría General de la República, le permitió hacer negocios como la enajenación de un terreno baldío en febrero de 2008.
La estrecha relación entre Anaya y Garrido se rompió cuando el pupilo se apoderó del PAN de Querétaro y del liderazgo del Congreso estatal. Más tarde, al apoyar al calderonista Roberto Gil Zuarth para la dirigencia nacional del PAN, Anaya saltó de Querétaro a un escenario más visible. Aunque Gil perdió frente a Gustavo Madero en diciembre de 2010, Anaya aterrizó en la Subsecretaría de Turismo del gobierno de Calderón en 2011 y un año después fue diputado plurinominal del PAN.
En la Cámara de Diputados le llegó un golpe de suerte: en 2013, los negociadores del Pacto por México —el plan de reformas estructurales presentadas por Peña Nieto— necesitaban a un presidente de la cámara dócil para recibir órdenes y astuto para garantizar su aprobación. Anaya fue el elegido.
En enero de 2014, cuando era presidente de la Cámara de Diputados, Ricardo Anaya, a la izquierda, asistió a la firma del paquete de reformas impulsado por el presidente Enrique Peña Nieto en el Castillo de Chapultepec. Credit Eduardo Verdugo/Associated Press
Fue un presidente riguroso y eficaz en la conducción de las sesiones legislativas. Deslumbró con su esgrima verbal y su control en la mesa directiva, y, así, fue llamado “el Joven Maravilla”; a finales de 2014 llegó a la secretaría general del PAN. Cuando Madero solicitó una licencia para obtener el registro de una diputación, dejó a su secretario como dirigente interino.
El estilo de Anaya era opuesto al de Madero, un político más bien discreto y elusivo. Mientras Madero solo había aparecido en un par de spots en cuatro años, Anaya, muy pronto en su breve interinato, apreció en uno de traje y corbata negra. El presidente interino decía que México estaba herido por la violencia y manchado por la corrupción. “Que nadie nos diga que no se puede. ¡Claro que podemos!”, exclamaba.“¿A poco no?”.
Al regresar a la dirigencia nacional en enero de 2015, Madero envió a Anaya a la coordinación de los diputados panistas, pero unos meses después Anaya volvió a quebrar una alianza, ahora con Madero, y fue electo nuevo presidente nacional del PAN.
Desde el inicio de su gestión se sentó a negociar en la Secretaría de Hacienda (primero con Luis Videgaray; posteriormente, con el propio Meade) el presupuesto de 2016 y 2017. Se acordó la asignación de 20 millones de pesos para obras a cada uno de los quinientos diputados, entre ellos los del PAN. Se cree que Anaya, como presidente de su partido, benefició a los diputados panistas que lo respaldaban y para algunos este mecanismo le garantizó la candidatura a la presidencia de su partido.
El futuro del Joven Maravilla
Anaya es poco propenso a la improvisación. No suele dirigirse al público si no tiene un apuntador o pantallas para leer un discurso. Conforme se acerca el 1 de julio, el candidato joven y dinámico que habría podido ser la alternativa a López Obrador sigue perdiendo preferencia en las intenciones de voto.
Por si no fuera poco, se encuentra combatiendo dos frentes de guerra: el peñismo lo acusa de desconocer acuerdos y un sector del panismo de fragmentar al partido.
“Con Anaya no nos sentaremos ni a beber un vaso de agua”, me dijo Eduardo del Río, a cargo de la comunicación social del candidato priista, José Antonio Meade. “El PRIAN [como López Obrador bautizó a la alianza histórica entre el PRI y el PAN] construyó un buen modelo económico en los últimos treinta años y ahora está muerto. Lo mató Anaya”.
A unas semanas de la elección, estancado en el segundo lugar, Anaya luce acorralado por las acusaciones del gobierno de Peña Nieto y por su incapacidad de presentarse como el candidato del cambio (López Obrador) o el de la continuidad (Meade).
Parecería que Ricardo Anaya ha optado por la ardua y no siempre redituable vía de entablar acuerdos para luego romperlos. ¿Cómo confiar el futuro del país en un político cuya carrera ha sido impulsada por intereses políticos y a través de pactos y traiciones?
En el escenario probable de una derrota, su futuro está en duda. Perseguido por acusaciones judiciales esgrimidas por el priismo y confrontado con López Obrador, no está claro que pueda mantener el liderazgo de su partido, que podría volver a ser el gran partido de la oposición.
Para parecerse más a Trudeau y Macron que a Duarte y Borge, el joven político mexicano deberá tener una agenda que promueva la transparencia, mientras el nuevo gobierno deberá apoyar sin reservas la creación de una fiscalía anticorrupción autónoma. De otro modo, el apoyo a la democracia en México seguirá disminuyendo: de 2005 a 2017 cayó del 59 por ciento al 38 por ciento.
La vertiginosa carrera de Ricardo Anaya es un reflejo de los tropiezos de toda una generación de la política mexicana: de ideología flexible y con una estela de escándalos de corrupción, el “cambio inteligente” parece ser más de lo mismo.
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