Veinte años después del Muro/Joschka Fischer
Publicado en El País, 09/11/2009;
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.
Quienes vivieron esa noche hace 20 años, en Berlín o en cualquier otro lugar de Alemania, nunca olvidarán la caída del Muro.
Con demasiada frecuencia, los acontecimientos históricos cruciales tienen un tinte trágico y sólo raramente son capaces de mostrar ironía. El 9 noviembre de 1989 fue uno de esos raros momentos en que reinó la ironía, porque el burocrático sistema socialista de Alemania Oriental murió tal como había vivido: con aires burocráticos.
El portavoz del Politburó, Günter Schabowski, simplemente había comprendido mal la decisión de ese órgano ejecutivo y, al difundir información incorrecta acerca del levantamiento de las restricciones a los desplazamientos de las personas, dio el impulso definitivo a la caída del Muro. Esa noche, Groucho Marx no lo hubiera hecho mejor. Fue la hora más feliz de Alemania.
Veinte años después, muchas consecuencias revolucionarias de esa noche ya son parte de la historia. La Unión Soviética y su imperio desaparecieron silenciosamente, y con ellos el orden mundial de la Guerra Fría. Alemania se reunificó; Europa del Este y los Estados de la periferia soviética lograron su independencia; el régimen del apartheid de Suráfrica se colapsó; llegaron a su fin numerosas guerras civiles en Asia, África y América Latina; los israelíes y palestinos estuvieron más cerca de la paz que nunca; y una Yugoslavia en desintegración degeneró en guerras y limpiezas étnicas. En Afganistán, la guerra prosiguió bajo otras circunstancias, con serias ramificaciones para la región y el resto del mundo.
Como heredero victorioso del orden colapsado de la Guerra Fría, Estados Unidos se erigió en la potencia global indiscutida. Sin embargo, no hicieron falta más de dos décadas, tras la guerra en Irak y la crisis económica y financiera, para que dilapidara ese estatus especial.
La arrogancia del poder y la ceguera ante la realidad fueron las dos causas principales del declive de la única superpotencia restante. Si bien gran parte de la responsabilidad recae en George W. Bush, numerosas tendencias negativas lo habían precedido. Él simplemente las llevó a su extremo.
Después del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos tuvo una segunda gran oportunidad de utilizar su poder sin paralelos para reorganizar el mundo. Tras este terrible crimen, los países -incluidos los del mundo árabe- estaban listos para dar pasos de largo alcance. En ese momento se podría haber logrado la paz entre palestinos e israelíes, creando un nuevo comienzo para Oriente Próximo.
Hasta habría sido posible un cambio radical de la política energética estadounidense, planteando como motivo la seguri-dad nacional. De esa manera, podría haberse enfrentado el reto del cambio climático de manera más eficaz. Sin embargo, esa oportunidad también se desperdició.
Europa -y, dentro de ella, Alemania- estuvo entre los grandes ganadores del 9 de noviembre de 1989. El Continente se reunificó en libertad: Alemania el 3 de octubre de 1990; Europa con la gran ampliación de la Unión Europea del 1 de mayo de 2004. Tuvo éxito la introducción de una moneda europea común; fue un fracaso la integración política mediante un tratado constitucional. Desde entonces, la UE ha sufrido un estancamiento, tanto interno como externo. Europa ha hecho un uso insuficiente de sus oportunidades desde 1989, y podría perder influencia de manera dramática en la estructura de poder emergente del siglo XXI.
En Alemania, que debe en gran medida su reunificación a sus firmes raíces en la UE y la OTAN, es palpable el cansancio respecto de Europa. La generación que hoy gobierna en Berlín piensa cada vez más en términos nacionales más que europeos. Esto nunca fue más obvio que en los días y semanas decisivos de la crisis financiera global.
Rusia, la gran perdedora de 1989, sigue dos décadas más tarde sumida en una mezcla de depresión económica y social e ilusión y regresión políticas. La expectativa de vida sigue en descenso, la inversión en infraestructuras, investigación y educación se encuentra atrofiada, la economía es apenas capaz de competir en el ámbito internacional, y se está profundizando la brecha social entre ricos y pobres.
En lo económico, Rusia se ha convertido en un exportador de materias primas, dependiente de los imponderables del mercado energético mundial, al tiempo que sueña poder usar la energía como herramienta para reestructurar el orden post-soviético en su vecindario.
En gran medida, las élites rusas siguen pensando en términos de las categorías de poder de los siglos XIX y XX, lo que constituye el elemento ilusorio e históricamente regresivo de la actual política rusa. Es comprensible y legítimo el deseo de Rusia de reclamar su papel como actor global de peso, pero si apunta al pasado para encontrar su futuro y si cree que puede prescindir de las inversiones futuras en favor de un descarado enriquecimiento personal, no hará más que seguir perdiendo terreno.
El 9 de noviembre de 1989 marcó no sólo el fin de la era de la Guerra Fría, sino también el comienzo de una nueva ola de globalización. Los reales ganadores de este nuevo orden mundial son los grandes países emergentes, sobre todo China e India, que cada vez más marcan el paso de desarrollo político y económico global.
El G-8 ha sido descartado por la historia como un club de naciones industriales occidentales y ha pasado a ocupar su lugar el G-20, que oculta la fórmula subyacente de distribución del poder dentro del nuevo orden mundial: el G-2 (China y Estados Unidos). Todos estos cambios reflejan una importante transferencia del poder desde Occidente a Oriente, desde Europa a América y Asia, que es probable que dentro de las próximas dos décadas ponga fin a 400 años de eurocentrismo.
Las últimas dos décadas también han sido testigos de un mundo que ha llegado a sus límites ecológicos. Desde el 9 de noviembre de 1989, la mayor parte de la humanidad ha buscado alcanzar a cualquier coste estándares de vida occidentales, sobreexigiendo el clima y los ecosistemas de nuestro planeta.
Los años desde la caída del Muro de Berlín han estado llenos de cambios radicales, pero la verdadera época de agitación está por venir. El calentamiento global no es más que la punta del iceberg hacia el que nos movemos a sabiendas y con los ojos abiertos. Lo importante hoy es que los Estados actúen de manera global y al unísono. Veinte años después de Berlín, Copenhague nos llama.
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