- La senda torcida del nuevo periodismo
La
generación de reporteros que revolucionó la profesión en los sesenta vive un
resurgir editorial
La
alternativa latinoamericana, por Jaime Abello
IKER
SEISDEDOS
Publicado en El País, Madrid 31 MAR 2013
Lo
que pretendía ser una feroz invectiva suena hoy a notable definición del nuevo
periodismo: “[Es] un estilo bastardo que juega a dos bandas, explota la
autoridad fáctica del periodismo y crea atmósferas propias de la narrativa”. Lo
escribió en 1965 Dwight Macdonald en Paraperiodismo, o Tom Wolfe y su máquina
de escribir mágica, artículo publicado en las páginas de The New York Review of
Books para salir en defensa de otra venerable institución de la prensa de
Manhattan, The New Yorker, cuando esta fue objeto de la iconoclastia a prueba
de bomba (o casi, como se verá) de Wolfe.
El
reportero de la afectada elegancia sureña y el traje blanco había publicado un
hilarante texto titulado Pequeñas momias, motivado por un diálogo escuchado en
la redacción de una joven revista de la ciudad que incluyó esta sugerencia del
coloso del periodismo de los sesenta Jimmy Breslin: “Quizá deberíamos volar por
los aires el edificio de The New Yorker”, dijo. Los chicos no llegaron a tanto,
cierto, pero tampoco se cumplió la profecía de Macdonald: “Wolfe no será leído
con agrado, o leído a secas, dentro de unos años, quizá el año que viene”.
El
autor de Ponche de ácido lisérgico y otros clásicos de la no ficción
contracultural (incluida la influyente recopilación de 1973 El nuevo
periodismo) lleva décadas vivo y coleando en el catálogo de Anagrama (que
también da cobijo a otro titán de aquella revolución, Hunter S. Thompson).
Muchos de sus compañeros de filas gozan de un más reciente aunque vigoroso
resurgir en España. Ahí está el tardío rescate del maestro Gay Talese (que
inició Alfaguara y ha continuado Debate). Y si Mondadori acaba de publicar una
recopilación de los asombrosos reportajes californianos de Joan Didion, la
resurrección recordó a la vivida el año pasado por Terry Southern (¡ese tipo
capaz de sacar petróleo sociopolítico a un reportaje sobre majorettes!).
Wolfe,
Talese, Didion o Breslin desfilan por el ensayo recién traducido
La
operación de rescate se ve redondeada por la publicación en Libros del K. O.,
joven editorial volcada en la crónica, de La banda que escribía torcido. Una
historia del nuevo periodismo, de Marc Weingarten, lo más parecido a una
biografía definitiva (y autorizada) de aquel movimiento. La anécdota de la
voladura de The New Yorker, tan veterana, tan venerable, abre el ensayo y marca
el tono: el autor no ha venido a cuestionar las leyendas de la generación de
reporteros que pegó un puñetazo en la mesa de redacción atendiendo a un plan:
“La primera norma fue desechar viejas normas. Los líderes del movimiento se
percataron de que el periodismo podía ir más allá. […] Comenzaron a pensar como
novelistas”.
“Todos
ellos son héroes de mi juventud como reportero”, se justificó esta semana desde
Los Ángeles Weingarten, escritor y documentalista. El libro se centra en la
edad dorada del movimiento (1962-1977), aunque busque las raíces del periodismo
narrativo. Anglosajón, por supuesto; no hay rastro, por ejemplo, de la gran
tradición de la crónica latinoamericana que arranca en José Martí o Rubén
Darío, pero sí un repaso impresionista por los logros de Swift (el término
“nuevo periodismo” ya se empleó en los años treinta… del XIX), Dickens, Jack
London, George Orwell, Lillian Ross, John Hersey (autor del clásico Hiroshima),
A. J. Liebling o Truman Capote y su “novela testimonio” A sangre fría, que
Weingarten coloca en la órbita, aunque no en el núcleo duro de su banda.
A
ella pertenecen Tom Wolfe, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, John
Shack, Michael Herr, Charles Portis o Jimmy Breslin (que escribió una comedia
mafiosa llamada La banda que disparaba torcido). De las hazañas de uno a otro,
“y a partir de un centenar de entrevistas”, va saltando con gran atención por
el detalle el relato, que también lo es de una época en que “las revistas
importaban” y estos periodistas eran “estrellas del rock literarias”.
En
algunos casos, al lector le asaltan preguntas como si tiene sentido leer sobre
el modo en que Thompson escribió Los ángeles del infierno (Anagrama), cuando
puede acudir al texto original que provocó que el reportero gonzo acabara
apalizado por sus bárbaros objetos de estudio. En otros, las dudas surgen sobre
la veracidad de anécdotas que podrían dar por bueno el adagio del periodismo
tramposo (“No dejes que la realidad te estropee un buen titular”). ¿O suena
creíble que Clay Felker, entonces en Esquire, reclutara en 1959 al muy famoso
Norman Mailer durante un concierto de Thelonious Monk, y después de que Mailer
y su mujer tuvieran la bronca de su vida?
Y
luego queda la sospecha de que quizá la banda solo fuera un grupo de
extraordinarios periodistas con una no menos inusual suerte. “Es difícil
imaginar una fuente de historias tan formidable como los años sesenta en EE
UU”, concede Weingarten. Claro que ante el mismo material, el asesinato de los
Kennedy, la revolución jipi, Vietnam, cada cual se enfrentó desde su
escritorio. Talese, con esa fe en que las historias pequeñas son el mejor modo
de contar las grandes; Wolfe, con su máquina de retorcer palabras (¡repitió
“hernia” 57 veces en el arranque de una crónica!); y Didion, con su exacerbada
sensibilidad geográfica.
Esta
última es, con la feminista Gloria Steinem, casi la única mujer en la historia
de Weingarten. “El negocio era entonces una cosa de hombres”, dice este. Los
valores del nuevo periodismo se asocian a menudo con la virilidad de sus
practicantes. Como Breslin, reportero de los bajos fondos y las barras de bar
en cuya recopilación de columnas para el Trib, The world of Jimmy Breslin
(1967) se lee: “Breslin es demasiado gordo, bebe y fuma mucho y si consigue
cumplir los 40, un montón de camellos y buscavidas van a llevarse una
sorpresa”. O Mailer, famoso por acudir a los puños cuando le faltaban las
palabras.
Ambos
se presentarían a la alcaldía de Nueva York en 1969 con desastrosos resultados.
La idea surgió en una reunión de redacción de la revista New York. Visto el
éxito de aquella aventura, quizá no sea ese el mejor ejemplo de la teoría de
Weingarten, según la cual, “esa fue una época en la que la visión de un puñado
de escritores coincidió con la destreza de unos editores que supieron dar
cohesión a aquellas locuras necesarias”.
Y
como su historia es también la historia de esos editores (Jann Wenner, de
Rolling Stone; Harold Hayes, de Esquire; o Felker, de New York), su final acaba
por pertenecerles. El libro lo deja cuando el magnate Rupert Murdoch se hace
con New York tras un tira y afloja que acaba con Felker llorando el final de
una era ante las cámaras. Corría 1977, la mayoría de los chicos ya eran
prominentes figuras públicas, Rolling Stone había dejado California para
abrazar el culto a la fama y las transgresiones de la banda habían sido
deglutidas por el sistema hasta colarse en los teletipos de agencias.
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