"...Siglo veinte, cambalache
problemático y febril!...
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil!..."Enrique Santos Discépolo
De sexo, burdeles y prostitutas/María José Villaverde es catedrática de la Universidad Complutense de Madrid.
El
País | 4 de marzo de 2014
¿De
verdad estamos en el siglo XXI, un siglo invadido por la pornografía, donde un
tercio del contenido de las páginas de Internet es porno? A juzgar por el éxito
de ventas del libro Cásate y sé sumisa, auspiciado por el arzobispo de Granada,
parece más bien que hubiéramos retrocedido al siglo XIX. Lo confirmarían los
datos sobre la abstinencia sexual prematrimonial, que se dispara entre los
jóvenes católicos, y el movimiento que promueve la renuncia al sexo como forma
de vida, que empieza a dejarse oír. En un libro reciente, El arte de dormir
sola, la autora, editora de la revista francesa Elle, califica de liberadora su
experiencia de 12 años sin sexo. Y un sondeo de junio de 2004 de IPSOS desvela
que el 25% de las mujeres y el 15% de los hombres encuestados no había tenido
relaciones sexuales en los últimos meses y, lo que es más preocupante, al 26%
de los varones no le importaba en absoluto. Según una encuesta de 2010 del
Ministerio de Salud japonés, el 36% de los chicos y el 59% de las chicas entre
16 y 19 años no estaban interesados por el sexo. ¿Nos encaminamos hacia una
sociedad puritana como reacción al hartazgo que produce el exceso de oferta
sexual?
Las
feministas cantan las bondades del modelo prohibicionista sueco que,
supuestamente, ha logrado reducir el número de prostitutas entre un 30% y un
50%, y el de clientes entre un 75% y un 80%. Y han crucificado a los 343
intelectuales franceses alzados en armas contra la ley que penaliza a los
clientes de la prostitución. Su provocador manifiesto No toques a mi puta ha
sido el toque de rebato que ha unido a feministas y republicanos contra esos
“desalmados” que pretenden “disponer del cuerpo de las putas como si fuera su
propiedad”. Pero quienes se oponen a las multas critican, posiblemente con
razón, la injerencia del Estado en el ámbito privado y su intento de moralizar
la vida sexual de los ciudadanos. En China, donde la prostitución es ilegal, la
última y recientísima gran redada ha clausurado 12 establecimientos de alterne
y detenido a 67 prostitutas y clientes. El Gobierno chino no se anda con
chiquitas: algunas prostitutas han sido expuestas públicamente como objeto de
escarnio y otras, recluidas en campos de trabajo.
¿Estamos
volviendo a los tiempos de la contrarreforma? Abordemos el tema de la
prostitución con algo de perspectiva histórica. Incluso una sociedad tan
religiosa como la medieval, donde la salvación era el objetivo supremo, toleró
el comercio sexual para evitar males mayores como el adulterio y la violación.
En España, durante la Edad Media y la edad moderna, se esgrimieron argumentos
políticos, teológicos y económicos en favor y en contra de legalizar las
mancebías. En el siglo XIII, los que estaban a favor apelaban a algunos textos
de san Agustín y santo Tomás para reclamar tolerancia hacia los burdeles;
aludían a su utilidad pública y defendían el derecho de las prostitutas a
cobrar sus servicios.
Según
María Isabel Pérez de Colosía, desde mediados del siglo XIV los concejos o
asambleas de vecinos regulaban la prostitución y arrendaban los “meretricios” a
los llamados padres de la mancebía, quienes controlaban férreamente a las
prostitutas. Les exigían estar solteras, tener buena salud y someterse a
periódicas inspecciones sanitarias y de higiene corporal. Eran atendidas por un
médico y un sacerdote. A pesar de su sujeción, la mayoría de estas mujeres
prefería los prostíbulos a ejercer la prostitución por libre. Las que decidían
abandonar ese tipo de vida eran trasladadas a una casa de penitencia, donde
permanecían recluidas en clausura a la espera de entrar en un convento o lograr
la dote necesaria para contraer matrimonio. Los beneficios de los padres de la
mancebía debían ser cuantiosos pues, al decir de Colosía, algunos caballeros de
alto rango participaban en el negocio. En el Archivo de Trujillo he podido
consultar contratos de tales arrendamientos. En el siglo XVI, con la contrarreforma,
la tolerancia se esfumó y se ordenó cerrar los prostíbulos. Como consecuencia,
las casas de recogida, cuyo objetivo era “limpiar esta República de gente tan
perniciosa”, proliferaron.
En
la Inglaterra del siglo XVII, Mandeville, de cuya Fábula de las abejas se
conmemora este año el tricentenario, recomendaba establecer un sistema de
burdeles para erradicar la prostitución sin control y poner freno al
infanticidio y los hijos no deseados. Pero fueron los ilustrados radicales del
siglo XVIII los que impulsaron una revolución erótica que podría compararse a
la liberación sexual de los años sesenta del siglo pasado. En los salones de la
alta sociedad parisiense, donde el matrimonio era un asunto de conveniencia y
se desplegaban los rituales de galantería y seducción que reflejan Las
amistades peligrosas, el sexo se libera de ataduras. Una nueva cultura del
deseo y del erotismo acabó con la estigmatización del acto sexual, ridiculizó
la castidad por antinatural, reclamó el divorcio y acogió la homosexualidad y
las relaciones sexuales fuera del matrimonio. El máximo portavoz de esa
revolución erótica, Diderot, reclamaba que el deseo sexual fuese reconocido
como una de las necesidades vitales del ser humano. Pocos años más tarde, en
1792, un teólogo alemán, Carl Friedrich Bahrdt, reivindicaba que el derecho a
la satisfacción sexual fuese catalogado como un derecho humano, algo que ni
siquiera nuestras actuales declaraciones universales contemplan (John Christian
Laursen).
Pero
el siglo XIX cortó de raíz toda esa voluptuosidad. Fue, con algunas
excepciones, un siglo esencialmente oscurantista que impuso la moral patriarcal
y burguesa y el culto a la virginidad, y mantuvo a la mujer de clase media
convencida de que el sexo tenía que ver únicamente con la procreación. Solo en
aras de la necesaria misión de traer hijos al mundo aceptaba con resignación la
mujer de los círculos conservadores el uso de su cuerpo. Porque, conforme al
pensamiento platónico y medieval todavía en vigor, el cuerpo simbolizaba el mal,
mientras el corazón era la morada de las excelsas cualidades “femeninas”
(emoción, sensibilidad, altruismo y espíritu de sacrificio). Esta oposición
corría paralela a la veneración del Sagrado Corazón de Jesús, que se propagó
por entonces en los países católicos.
El
rigor de la ética victoriana condujo al incremento de la prostitución, el
infanticidio y la doble moral. Por poner un ejemplo, en Viena, el alarmante
cuadro de la prostitución está confirmado por las estadísticas de la policía y
de las autoridades sanitarias de la época. Según los datos de 1860, más del 50%
de la población vienesa de más de veinte años permanecía soltera. Una gran
parte de ese porcentaje eran mujeres que habían visto frustrados sus sueños de
casarse y de tener hijos; pero otra parte eran hombres que recurrían a
prostitutas, a relaciones con menores y al incesto. Las familias pudientes
hacían frente al problema importando a exóticas y sufridas criadas georgianas
que aliviaban los apetitos de sus retoños en edad fogosa.
Hasta
comienzos del siglo XX, con Freud (y Schnitzler) la ciencia no se interesó por
la sexualidad femenina ni por los problemas que su represión acarreaba, ni la
mujer reivindicó su cuerpo como fuente de placer. La liberación del cuerpo
femenino abrió la caja de los truenos, pues condujo no solo a la libertad
sexual sino, más peligrosamente aún, al cuestionamiento del orden patriarcal,
de la esfera de poder reservada al varón y de la maternidad, auténtico tabú de
la época.
Hoy,
a la vez que la Red ofrece la mayor oferta de sexo y pornografía nunca
imaginada, se prohíbe paradójicamente o se penaliza la prostitución en la
mayoría de los países, lo que da pie a un comercio del sexo opaco, insano y
controlado por las mafias. Sería deseable, en aras de la transparencia y la
salud pública, legalizar la prostitución lo mismo que se hizo en Estados Unidos
con el alcohol y debería de hacerse con las drogas. En enero pasado, un grupo
de prostitutas ibicencas dio el primer paso constituyendo una cooperativa que
cotiza a la Seguridad Social. Si a los ciudadanos se les considera
suficientemente racionales para poder elegir a sus gobernantes, no veo por qué
el Estado debe tratarlos en el terreno íntimo como niños incapaces de saber lo
que quieren y necesitados de tutela.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario