Ecos
del inicio del Universo/ David Jou, profesor de Física de la Universidad Autónoma de Barcelona.
ABC
| 12 de agosto de 2014
El
pasado 17 de marzo saltó a los titulares de las noticias el descubrimiento de
ondas gravitatorias producidas en las primeras fracciones de segundo de nuestro
universo. Se trata de un descubrimiento muy relevante, esperado desde hacía
años –diferente, pues, de descubrimientos inesperados, como lo fue el de la
aceleración de la expansión cósmica, de 1988 (premio Nobel de 2011)–. Tal como
ocurre cada vez que se suscitan temas relacionados con los orígenes, se
plantean cuestiones técnicas –¿cómo y dónde se ha efectuado el
descubrimiento?–, científicas –¿qué novedades aporta y qué importancia
tienen?–, filosóficas –¿qué nos dice sobre la existencia del universo y nuestra
relación con el mismo?– y teológicas –¿qué nos sugiere respecto de Dios como
gran telón de fondo de la existencia y del sentido del Universo y de la vida?–.
Naturalmente, no todas esas preguntas interesan con igual intensidad a todas
las personas, ni la ciencia resulta igualmente iluminadora para todas ellas,
pero su conjunto invita a considerar el carácter plurifacético y fascinante de
esa temática.
Aspectos
físicos. Trataremos de comentar sucintamente esas cuatro cuestiones. En primer
lugar, debemos precisar algunos aspectos técnicos: no se han hallado
directamente ondas gravitatorias, sino sus efectos sobre la polarización de la
radiación cósmica de fondo de microondas. Esa radiación de fondo fue
descubierta en 1965 (premio Nobel de 1978), apoyó el modelo del Big Bang frente
a su competidor –el modelo de universo estacionario con creación continua–, y
ha sido estudiada con creciente minuciosidad por los satélites COBE (1992, premio
Nobel de 2006), WMAP (2003) y PLANCK (2013) y, más recientemente, por el
telescopio de la colaboración BICEP2 desde la Antártida, que es el que ha
efectuado el descubrimiento que comentamos.
Dicha
radiación de fondo contiene información muy rica sobre el grado de asimetría
entre materia y antimateria en el universo primitivo y sobre el estado físico
del universo cuando tenía unos trescientos ochenta mil años, época en que
radiación y materia dejaron de interaccionar entre sí. Explorando las minúsculas
fluctuaciones de temperatura de esa radiación se obtiene información sobre las
semillas que dieron lugar, por agregación gravitatoria, a las primeras
galaxias, sobre las oscilaciones primitivas de materia y, gracias a este
descubrimiento, sobre la polarización de la radiación, es decir, sobre la
dirección en que la radiación oscila según las diversas zonas desde donde nos
llega. Los rastros detectados de las ondas gravitatorias –y en esta observación
consiste el descubrimiento– son unos patrones espaciales sinuosos muy
característicos de dicha polarización, el llamado modo B.
Pasemos
a cuestiones científicas algo más generales. ¿Qué son las ondas gravitatorias?
¿Qué relación tienen con el inicio del universo? ¿Qué nueva información aportan
respecto de la de las ondas electromagnéticas? Las ondas gravitatorias son
oscilaciones del propio espacio, considerado como entidad dinámica en la
relatividad general de Einstein, que se propagan a la velocidad de la luz.
Estas ondas –aún no observadas directamente pero sí indirectamente (premio
Nobel de Física de 1993)– son muy tenues en la actualidad, pero deberían ser
producidas con abundancia e intensidad por objetos muy masivos y acelerados,
por ejemplo, en colisiones de agujeros negros. En particular, se supone que cuando
el universo contaba unas mil billonésimas de billonésimas de billonésimas de
segundo experimentó durante un intervalo brevísimo –denominado período
inflacionario– una expansión vertiginosamente acelerada que multiplicó su
extensión en varios billones de veces, tras lo cual entró en una dinámica mucho
más pausada y cada vez más lenta, correspondiente al modelo del Big Bang
clásico. Se sigue que en esa etapa inflacionaria de expansión aceleradísima se
debió producir una gran cantidad de ondas gravitatorias, además de la
amplificación de fluctuaciones cuánticas que dieron lugar, posteriormente, a
las inhomogeneidades de densidad que actuaron como semillas de las primeras
galaxias. La importancia del descubrimiento actual reside en que por primera
vez –aunque de forma indirecta– estamos observando rastros verosímiles de
aquellas ondas, correspondientes a instantes tan tempranos y sorprendentes.
Aspectos
filosóficos. Una perspectiva algo más filosófica conduce a otro tipo de
preguntas: ¿Aporta este descubrimiento mayor seguridad en el modelo del Big
Bang como marco explicativo del inicio y la evolución del Universo? Lo
admirable de ese modelo no es su certidumbre –las teorías científicas nunca son
totalmente seguras–, sino la elegancia, sobriedad y eficacia con que enlaza
observaciones cosmológicas tan diversas como la expansión cósmica,
enfriamiento, composición de las galaxias primitivas, radiación cósmica de
fondo, formación de galaxias, y formación de núcleos atómicos en las estrellas.
A todo eso, las nuevas observaciones vienen a añadir un nuevo ingrediente de
gran valor: las ondas gravitatorias primordiales.
Quedan
abiertos aún grandes interrogantes, como por ejemplo de qué está constituido el
noventa y cinco por ciento del universo observable –materia oscura y energía
oscura, cuyos efectos conocemos pero cuya composición ignoramos–; por qué las
constantes físicas universales tienen valores que permiten la existencia de
vida, pudiendo en principio tener tantos otros valores; cómo se rompió la
simetría inicial entre materia y antimateria, de modo que hoy haya materia en
lugar de haber sólo luz; si existen otros universos además del nuestro…
Desde
el punto de vista teológico –existencia, sentido, espiritualidad, Dios–, la
ciencia aporta sugerencias, no seguridades. Una de esas sugerencias ha sido,
desde tiempos de Pitágoras, que la racionalidad físico-matemática del universo,
y sus aperturas evolutivas químico-biológicas, puedan tener una base divina,
trascendente al Universo en sí, algo que es tan difícil de demostrar como de
refutar. ¿Hace falta Dios? No lo sabemos, pero, en todo caso, sí vamos
descubriendo que para nuestra existencia –y para la existencia de la materia y
de las galaxias– es necesaria una racionalidad cósmica misteriosamente sutil, y
que nuestra diminuta existencia requiere un universo desproporcionadamente
inmenso, del orden de una decena de miles de millones de años-luz de radio. En
la perspectiva cristiana, sin embargo, lo más profundo y culminante de esa
racionalidad sería el amor, y la racionalidad humana más fértil sería la
racionalidad pacificadora, mucho más compleja y frágil, pero no menos exigente,
impetuosa y creativa, que la racionalidad científica.
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