The New York Times, Jueves, 05/Jul/2018
El gol del defensor portugués Pepe frente a Uruguay en el partido de octavos de final entre ambas escuadras. Ese 30 de junio de 2018 en Sochi, la escuadra celeste venció. Credit Henry Romero/Reuters
El gol del defensor portugués Pepe frente a Uruguay en el partido de octavos de final entre ambas escuadras. Ese 30 de junio de 2018 en Sochi, la escuadra celeste venció. Credit Henry Romero/ReutersEl Mundial se depura, se descalza; ni hoy ni mañana vamos a ver, por fin, ningún partido. Desear —“desiderare”— es constatar la ausencia, lamentarla. El fútbol, hoy, se hace desear, y ha cambiado de lengua; fútbol ya casi no se dice en castellano. En cuatro días quedaron fuera del Mundial —por riguroso orden— Argentina, España, México, Colombia, los países más poblados de la lengua; nos defiende Uruguay, el más chiquito.
Para muchos, el Mundial empieza a ser una nube de polvo que se va deshaciendo a la distancia, una de tantas cosas que podrían haber sido. Y yo, de pronto, me he vuelto boliviano. O ecuatoriano o nica o gabonés o búlgaro, quiero decir: súbdito de alguno de esos países que saben que la Copa del Mundo se mira y no se toca. Debe ser, en un punto, un privilegio ser de esos para los cuales viajar a un Mundial ya es un triunfo, perder en un Mundial es un empate; en lugar de ser de uno de esos que creen que no ganar es perder por goleada, que hacen de una derrota crisis de la Patria.
Son dos formas distintas de mirar un Mundial: visto sin grandes esperanzas debe ser más lúdico, ver por entretenerse y ver qué pasa; con el deber del triunfo, en cambio, es crispación extrema. Pero, más allá o más acá de las naciones, es muy difícil ver un partido sin tomarlo, sin ponerse de un lado; así nos enseñaron. Por eso ayer gritamos como gritamos, en tantos sitios, ese gol de Mina; por eso ahora busqué algo que escribí hace tiempo sobre el gol, la explicación del fútbol. Fue hace dos Mundiales, cuando lo jugaban en Sudáfrica y con el gran Juan Villoro nos carteábamos para comentarlo:
“La gran diferencia es que el football tiene el goal: el fin, la meta. En otros deportes colectivos, los equipos hacen muchos tantos: un partido de básquet puede terminar 90 a 85, uno de rugby 35 a 15, uno de volley tres veces 15 a 13: el momento supremo —el de la conquista— se vuelve, por repetido, un poco pavo. En cambio el gol sucede tan de tanto en tanto que cada vez es única: un gol no es el resultado de la lógica del juego —como en el básquet o el volley o el tenis— sino un azar, una obra extraordinaria, un acto casi mágico. El fútbol, todo el fútbol, es el contagio de la magia del gol: ese momento que no sucede casi nunca y que, al suceder, hace que todo el resto cobre su sentido.
“El gol es una irregularidad, una excepción extrema, porque el fútbol es fracaso casi siempre. El fútbol ofrece una moraleja que, por suerte, no solemos leer: el 98 por ciento de un partido consiste en intentonas: tentativas fracasadas de aproximación a la única meta decisiva. Una montaña de fracasos y, sin embargo, los jugadores no dejan de intentarlo: eso es el fútbol, pero no lo cuenten, si lo llega a descubrir un cura o un pastor o un novelista malo hacen un desastre. El fútbol es fiasco, desengaño, cabezonería: todo para llegar al gol y el gol no llega.
“Pero a veces llega —incluso la selección mexicana, recuerdo, ha hecho algún gol alguna vez— y entonces el gol es, también, la consagración de un modo de suponer el mundo: que todo es posible de repente, que no importa el proceso sino ese momento, que uno —su equipo— puede haberse pasado toda la tarde colgado del travesaño y peloteado y que siempre cabe la esperanza del zapatazo salvador.
“En la vida las cosas no se definen, como en el fútbol, en un instante extraordinario. Van pasando de a poco, se extienden en el tiempo, no son como aquel gol en el último minuto o el penal atajado que termina de sacarte campeón —de una vez, para siempre—. No son, tampoco, ese momento en que te embocan, que te ponen, que te rompen el orto, que te empoman, ese segundo de incredulidad en que lo terrible está por suceder pero todavía puede ser que no y el segundo siguiente, cuando la pelota ya está adentro de tu arco, la perplejidad, la desazón que no admite respuestas —no se puede gritar, saltar, desgañitarse—, que te lleva a un segundo de una parálisis perfecta, justo antes de la puteada o la extrema desazón. Ese momento en que lo peor acaba de pasar sin que puedas evitarlo de ninguna manera, en que la amenaza acaba de convertirse en realidad, en que ya está —en que nada puede ser modificado pero, al mismo tiempo, todo es demasiado reciente como para haberlo aceptado todavía—. Ese momento de mierda en que te acaban de meter un gol —remember, caro güey, Maxi Rodríguez—.
“O, de nuevo, ese momento extraordinario en que vos lo metés —que tu equipo lo mete—. El momento perfecto, el gozo idiota, pura explosión sin pensamiento: el que te dice que ojalá la vida fuera como el fútbol”.
Que ojalá la vida fuera como el fútbol y no el fútbol como la vida, decíamos ayer. Pero hoy no hay fútbol, solo vida. La frase, me queda claro, es puro disparate.
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El mundo Mundial 22: La vida, el fútbol/Martín Caparrós
The New York Times, Miércoles, 04/Jul/2018
Jugadores de la selección de Inglaterra celebran el triunfo contra Colombia después de que Eric Dier metiera el penal definitivo. Credit Matthias Hangst/Getty Images
Jugadores de la selección de Inglaterra celebran el triunfo contra Colombia después de que Eric Dier metiera el penal definitivo. Credit Matthias Hangst/Getty Images
Qué bueno si la vida fuera como el fútbol. Digo: un espacio donde siempre hay una posibilidad, donde todo parece perdido y de repente no, donde la magia salva lo insalvable. Donde funciona esa ficción de que nada se termina hasta que se termina, que siempre queda una esperanza. Qué bueno si realmente fuera así.
A veces lo creemos. Se jugaba la penúltima bola y Colombia parecía condenada. Era casi justicia: no había inquietado a los ingleses, se había pasado la mayor parte del partido sin llegar a su arco, le había faltado juego y ofensiva.
Era casi: los ingleses tampoco habían hecho demasiado. Controlaron el juego en esa zona que no duele, los tres cuartos de cancha, y tiraron pelotazos al área para ver si pescaban alguno, centros que sus atacantes —tan poco british– cabeceaban mal. Hasta que, en un córner, minuto 8 del segundo tiempo, el árbitro estadounidense Mark Geiger les entregó un penal tan dudoso, uno de esos manoteos entre atacante y atacado —Harry Kane y Carlos Sánchez— que no suelen cobrarse, y menos a favor del delantero.
Era muy casi casi: yo no vi ningún otro partido del Mundial donde el árbitro haya sido tan parcial. El contador Geiger ya había intentado anular un gol de Corea del Sur contra Alemania en el final germano, pero el videoarbitraje (VAR) lo contradijo y tuvo que cobrarlo. Y aquí siguió jugando para las viejas glorias. Además del penal, le regaló a Inglaterra cantidad de cositas: faltas que cobró al revés, patadas que evaluó según su origen, algún offside que no marcó, un córner muy al final que le negó a Colombia y, sobre todo, una jugada en que Muriel había quedado solo frente a Pickford, el arquero inglés, y Geiger anuló porque otro inglés se había distraído mirando para afuera. Inverosímil, decisivo: faltaba muy poco para el final y era un gol cantado.
Casi: hay equipos que nunca llegan a ser lo que podrían. Esta Colombia es un ejemplo: hoy, sin su 10, James Rodríguez, tuvo que trabajar en lugar de crear, atrincherarse en lugar de lanzarse, extrañar en vez de celebrar. Falcao quedó muy solo allá arriba, aislado, esperando arremetidas de Cuadrado y Quintero hasta que, ya desesperado por el tiempo y la derrota, Pékerman metió a Bacca y a Muriel. Y fue entonces cuando, en la carga final, el increíble Yerry Mina, el Desdeñado, se volvió a reír del Barcelona y cabeceó de pique al suelo su tercer gol en el torneo, el gol final, el gol que podía haberlo vuelto un héroe. Lo fue, pero solo por un rato.
En ese rato pareció que el fútbol le ganaba, otra vez, a la vida: que en las últimas triunfaban los buenos, que todo sería por fin como queríamos. Es una sensación fantástica, aunque dure tan poco.
Aquí duró quince minutos más: durante el primer tiempo del alargue, entre tirones y calambres, Colombia siguió controlando, jugando bien arriba, pero no pudo concretarlo. Y en los siguientes quince minutos fue Inglaterra el que tampoco, y por fin llegaron los penales. Que, como sabemos, podían haber caído en cualquier lado pero cayeron del lado brexit de la Mancha.
Y fue casi justo: Inglaterra había perdido por penales su lugar en tres Mundiales y tres Eurocopas en las últimas décadas; por fin pudo ganarlo. Y fue tan injusto: ese equipo sufrido, intenso, intencionado, bailón de José Pékerman se volvió a quedar afuera de un Mundial sin haber perdido más partidos que el primero, donde jugó con diez.
Fue triste, bruta decepción, pero lo peor es esa sospecha molesta de que a quien sea que maneja todo esto el resultado le importaba poco; lo que quería era mostrarnos que la vida no es como el fútbol; que el fútbol es, más bien, como la vida.
Y ustedes saben cómo es eso.
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