Intercepciones teléfonicas
Secuelas de dictadura/Mario Vargas LLosa
Publicado en EL PAÍS, 08/02/09;
El feo peruanismo chuponear -feo por su viscosa fonética y por su significado- significa interceptar las comunicaciones entre las personas con un propósito delicuencial. Está ahora de moda en el Perú a raíz del descubrimiento de unos audios grabados ilegalmente de conversaciones telefónicas en que dos antiguos militantes del Partido Aprista, Rómulo León Alegría y Alberto Químper, uno de los cuales fue ministro en el primer gobierno del presidente Alan García, hacían tráfico de influencias a favor de empresas y personas interesadas en obtener licitaciones y contratos del Estado y se felicitaban de las comisiones que por ello recibían: “¡Hemos hecho un faenón, hermano!“. Ambos han sido expulsados del Apra, están presos y su conducta se ventila ante el Poder Judicial.
Aunque el presidente García no ha sido personalmente afectado por el escándalo -los audios prueban que hacía tiempo se negaba a recibir al ex ministro implicado, y en un discurso ha llamado “ratas” a los protagonistas- el episodio provocó la caída de todo el gabinete y, ahora, ha tenido un rebrote publicitario con la captura de los chuponeadores: una compañía llamada Bussiness Track, de la que forman parte varios oficiales de la Marina de Guerra, algunos en activo y otros en situación de retiro. Los registros policiales de los ordenadores y archivos de la empresa en cuestión, y la aparición de más de ochenta nuevos audios que llegaron misteriosamente a manos de un periodista, han provocado toda clase de conjeturas. Se habla de una vasta clientela de individuos y empresas particulares que encargaban las ilegales interceptaciones de Buissness Track y otras compañías de la misma índole -por lo visto hay varias en plena actividad- para servirse de ellas contra sus competidores o en problemas más íntimos, como los pleitos de divorcio. Decenas y acaso centenares de personas del mundo profesional, industrial y comercial operando en la más flagrante ilegalidad y sin el menor escrúpulo.
Hay razones para alarmarse, desde luego, pero sólo los cínicos y los tontos deberían sorprenderse. Porque el Perú es un país que, como la mayoría en América Latina, tiene una larga tradición de dictaduras y la herencia más profunda y duradera que éstas dejan siempre a las sociedades que las padecen es el eclipse de la moral pública, el envilecimiento cívico. Esta tara persiste una vez que la dictadura se desploma y es uno de los lastres por el que las democracias que suceden a los regímenes tiránicos fracasan y a veces terminan en nuevos golpes de Estado.
La interceptación de las comunicaciones se practica en todas partes, desde luego, pero en las democracias dignas de ese nombre ella se lleva a cabo, en cada caso específico, con autorización judicial, y esto ha permitido, por ejemplo, capturar a traficantes de drogas y grandes criminales. Los servicios de inteligencia se valen de ella, también, para combatir el terrorismo, dentro de limitaciones legales estrictas. Y hemos visto en los últimos años las protestas que han merecido en Estados Unidos y en Europa los casos en que los cuerpos de seguridad se extralimitaron, violentando la ley que garantiza la privacidad de los ciudadanos, en sus labores de espionaje.
La pareja criminal Fujimori-Montesinos que fue dueña y señora del Perú por diez años -1990 a 2000- hizo del horripilante chuponeo una práctica generalizada que le servía para conocer la vida íntima de sus críticos y adversarios y poder extorsionarlos, así como para ejercer chantajes y obtener beneficios en las grandes operaciones delictivas en que los forajidos del régimen se robaron cientos de millones de dólares, que comprendían desde negociados mafiosos con la compra y venta de armas hasta pactos y negocios de los carteles internacionales del narcotráfico. Como todas las instituciones del país fueron puestas al servicio de la dictadura, las Fuerzas Armadas, claro está, pasaron también a servir, antes que al Perú, a Fujimori y Montesinos, y por eso hay hoy todavía en la cárcel, cumpliendo condenas o a punto de recibirlas, un buen número de antiguos oficiales que, en esos años sombríos, ensuciaban su uniforme a la vez que se llenaban los bolsillos.
Buen número de ellos ejercitaban el chuponeo desde las modernas instalaciones importadas para el efecto por el Servicio de Inteligencia que presidía Montesinos, eminencia gris de la dictadura. Cuando ésta finalmente se desmoronó en un fin de fiesta tan calamitoso como payaso (Fujimori huyendo al Japón y renunciando a la Presidencia mediante un fax y Montesinos entregado por los servicios secretos venezolanos de Chávez que lo habían escondido), los expertos chuponeadores se quedaron sin trabajo y, ni cortos ni perezosos, formaron empresas privadas y ofrecieron sus servicios al público. Lo más notable y escandaloso no es que lo hicieran sino que, de inmediato, encontraran tantos clientes en el mundo empresarial. Lo que significa que a una cantidad indiscernible, pero ciertamente grande, de peruanos les parecía -les parece- perfectamente legítimo valerse de una actividad delictuosa e inmoral -la violación de la privacidad- para obtener contratos, influencia, poder o extorsionar a sus competidores y adversarios.
El Perú anda mucho mejor de lo que estaba en aquella década infame, por supuesto. Desde el año 2000, con los tres presidentes que ha tenido desde entonces, Valentín Paniagua, Alejandro Toledo y Alan García, la democracia ha funcionado pasablemente bien en lo esencial -elecciones libres, libertad de prensa, independencia de poderes- aunque sus imperfecciones sean todavía grandes en razón del subdesarrollo, y la buena política económica seguida por los tres ha traído al país un crecimiento y una buena imagen internacional para los inversores sin precedentes en nuestra historia. Acaso lo más sorprendente de estos años haya sido la evolución del presidente Alan García hacia una filosofía liberal y moderna que (en buena hora para el país) defiende y aplica contra viento y marea, incluso contra buen número de sus propios compañeros de partido que siguen anclados en el pasado, sin importarle la impopularidad. El resultado es que, a diferencia de lo que ocurre en otros países latinoamericanos, el Perú, con su apertura al mundo, su apoyo a la empresa privada y su implantación en todos los grandes mercados internacionales, resiste bastante mejor que el resto el cataclismo financiero internacional.
Ahora bien, como lo muestra el escándalo del chuponeo, hay una podredumbre moral agazapada debajo de esa fachada estimulante, que conspira contra todo lo que anda bien y que, si no se corta por lo sano, podría, dadas ciertas circunstancias difíciles, retrocedernos otra vez hacia la barbarie autoritaria. Ésta no empieza cuando los tanques salen a las calles y los uniformados, siguiendo a un mequetrefe militar o civil, asaltan el Parlamento, Palacio de Gobierno y el caudillo toma el poder y comienza a gobernar a punta de úcases. Comienza con el criollo desprecio de las reglas y convenciones que son el sistema sanguíneo de la civilización, el poco respeto no sólo de las leyes sino del espíritu que las anima, y la aceptación de todo lo que las vulnera e instaura la arbitrariedad, la mentira y lo ilícito como norma aceptable de conducta.
El Perú, una democracia en cierto sentido pujante, es, al mismo tiempo, un paraíso de la ilegalidad. Es cierto que buen número de responsables de los crímenes y pillajes de la dictadura han ido a la cárcel, pero muchos más de los que la prohijaron, sirvieron y medraron con ella, andan ahí, reciclados, ahora demócratas de nuevo, con el whiskycito en la mano y la sonrisa del triunfador, adornando las páginas de sociales. Los discos, los libros y los vídeos piratas se venden por doquier y todo el mundo sabe y acepta que la coima sea la única llave maestra para aligerar cualquier trámite administrativo o librarse de las multas y que las multas y los trámites se conciban sólo para poder obtener coimas. ¿Cómo sorprenderse que, en semejante contexto, el traficante de influencias, emboscado bajo la anodina denominación de lobbysta o cabildero, sea un activo protagonista de la vida económica y de que haya empresarios que contratan a los chuponeadores con toda normalidad para descubrir el talón de Aquiles de sus competidores y ganarles los concursos y los pleitos? Son esas silenciosas y diligentes termitas las que, a lo largo de nuestra historia, han hecho que todos nuestros intentos democráticos se desintegren de pronto como momias expuesta al sol. No seamos tan insensatos otra vez más.
Aunque el presidente García no ha sido personalmente afectado por el escándalo -los audios prueban que hacía tiempo se negaba a recibir al ex ministro implicado, y en un discurso ha llamado “ratas” a los protagonistas- el episodio provocó la caída de todo el gabinete y, ahora, ha tenido un rebrote publicitario con la captura de los chuponeadores: una compañía llamada Bussiness Track, de la que forman parte varios oficiales de la Marina de Guerra, algunos en activo y otros en situación de retiro. Los registros policiales de los ordenadores y archivos de la empresa en cuestión, y la aparición de más de ochenta nuevos audios que llegaron misteriosamente a manos de un periodista, han provocado toda clase de conjeturas. Se habla de una vasta clientela de individuos y empresas particulares que encargaban las ilegales interceptaciones de Buissness Track y otras compañías de la misma índole -por lo visto hay varias en plena actividad- para servirse de ellas contra sus competidores o en problemas más íntimos, como los pleitos de divorcio. Decenas y acaso centenares de personas del mundo profesional, industrial y comercial operando en la más flagrante ilegalidad y sin el menor escrúpulo.
Hay razones para alarmarse, desde luego, pero sólo los cínicos y los tontos deberían sorprenderse. Porque el Perú es un país que, como la mayoría en América Latina, tiene una larga tradición de dictaduras y la herencia más profunda y duradera que éstas dejan siempre a las sociedades que las padecen es el eclipse de la moral pública, el envilecimiento cívico. Esta tara persiste una vez que la dictadura se desploma y es uno de los lastres por el que las democracias que suceden a los regímenes tiránicos fracasan y a veces terminan en nuevos golpes de Estado.
La interceptación de las comunicaciones se practica en todas partes, desde luego, pero en las democracias dignas de ese nombre ella se lleva a cabo, en cada caso específico, con autorización judicial, y esto ha permitido, por ejemplo, capturar a traficantes de drogas y grandes criminales. Los servicios de inteligencia se valen de ella, también, para combatir el terrorismo, dentro de limitaciones legales estrictas. Y hemos visto en los últimos años las protestas que han merecido en Estados Unidos y en Europa los casos en que los cuerpos de seguridad se extralimitaron, violentando la ley que garantiza la privacidad de los ciudadanos, en sus labores de espionaje.
La pareja criminal Fujimori-Montesinos que fue dueña y señora del Perú por diez años -1990 a 2000- hizo del horripilante chuponeo una práctica generalizada que le servía para conocer la vida íntima de sus críticos y adversarios y poder extorsionarlos, así como para ejercer chantajes y obtener beneficios en las grandes operaciones delictivas en que los forajidos del régimen se robaron cientos de millones de dólares, que comprendían desde negociados mafiosos con la compra y venta de armas hasta pactos y negocios de los carteles internacionales del narcotráfico. Como todas las instituciones del país fueron puestas al servicio de la dictadura, las Fuerzas Armadas, claro está, pasaron también a servir, antes que al Perú, a Fujimori y Montesinos, y por eso hay hoy todavía en la cárcel, cumpliendo condenas o a punto de recibirlas, un buen número de antiguos oficiales que, en esos años sombríos, ensuciaban su uniforme a la vez que se llenaban los bolsillos.
Buen número de ellos ejercitaban el chuponeo desde las modernas instalaciones importadas para el efecto por el Servicio de Inteligencia que presidía Montesinos, eminencia gris de la dictadura. Cuando ésta finalmente se desmoronó en un fin de fiesta tan calamitoso como payaso (Fujimori huyendo al Japón y renunciando a la Presidencia mediante un fax y Montesinos entregado por los servicios secretos venezolanos de Chávez que lo habían escondido), los expertos chuponeadores se quedaron sin trabajo y, ni cortos ni perezosos, formaron empresas privadas y ofrecieron sus servicios al público. Lo más notable y escandaloso no es que lo hicieran sino que, de inmediato, encontraran tantos clientes en el mundo empresarial. Lo que significa que a una cantidad indiscernible, pero ciertamente grande, de peruanos les parecía -les parece- perfectamente legítimo valerse de una actividad delictuosa e inmoral -la violación de la privacidad- para obtener contratos, influencia, poder o extorsionar a sus competidores y adversarios.
El Perú anda mucho mejor de lo que estaba en aquella década infame, por supuesto. Desde el año 2000, con los tres presidentes que ha tenido desde entonces, Valentín Paniagua, Alejandro Toledo y Alan García, la democracia ha funcionado pasablemente bien en lo esencial -elecciones libres, libertad de prensa, independencia de poderes- aunque sus imperfecciones sean todavía grandes en razón del subdesarrollo, y la buena política económica seguida por los tres ha traído al país un crecimiento y una buena imagen internacional para los inversores sin precedentes en nuestra historia. Acaso lo más sorprendente de estos años haya sido la evolución del presidente Alan García hacia una filosofía liberal y moderna que (en buena hora para el país) defiende y aplica contra viento y marea, incluso contra buen número de sus propios compañeros de partido que siguen anclados en el pasado, sin importarle la impopularidad. El resultado es que, a diferencia de lo que ocurre en otros países latinoamericanos, el Perú, con su apertura al mundo, su apoyo a la empresa privada y su implantación en todos los grandes mercados internacionales, resiste bastante mejor que el resto el cataclismo financiero internacional.
Ahora bien, como lo muestra el escándalo del chuponeo, hay una podredumbre moral agazapada debajo de esa fachada estimulante, que conspira contra todo lo que anda bien y que, si no se corta por lo sano, podría, dadas ciertas circunstancias difíciles, retrocedernos otra vez hacia la barbarie autoritaria. Ésta no empieza cuando los tanques salen a las calles y los uniformados, siguiendo a un mequetrefe militar o civil, asaltan el Parlamento, Palacio de Gobierno y el caudillo toma el poder y comienza a gobernar a punta de úcases. Comienza con el criollo desprecio de las reglas y convenciones que son el sistema sanguíneo de la civilización, el poco respeto no sólo de las leyes sino del espíritu que las anima, y la aceptación de todo lo que las vulnera e instaura la arbitrariedad, la mentira y lo ilícito como norma aceptable de conducta.
El Perú, una democracia en cierto sentido pujante, es, al mismo tiempo, un paraíso de la ilegalidad. Es cierto que buen número de responsables de los crímenes y pillajes de la dictadura han ido a la cárcel, pero muchos más de los que la prohijaron, sirvieron y medraron con ella, andan ahí, reciclados, ahora demócratas de nuevo, con el whiskycito en la mano y la sonrisa del triunfador, adornando las páginas de sociales. Los discos, los libros y los vídeos piratas se venden por doquier y todo el mundo sabe y acepta que la coima sea la única llave maestra para aligerar cualquier trámite administrativo o librarse de las multas y que las multas y los trámites se conciban sólo para poder obtener coimas. ¿Cómo sorprenderse que, en semejante contexto, el traficante de influencias, emboscado bajo la anodina denominación de lobbysta o cabildero, sea un activo protagonista de la vida económica y de que haya empresarios que contratan a los chuponeadores con toda normalidad para descubrir el talón de Aquiles de sus competidores y ganarles los concursos y los pleitos? Son esas silenciosas y diligentes termitas las que, a lo largo de nuestra historia, han hecho que todos nuestros intentos democráticos se desintegren de pronto como momias expuesta al sol. No seamos tan insensatos otra vez más.
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