El
Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Pietro Parolin, en La Basilica de la Virgen de
Guadalupe, en México DF.
Este martes 15 de julio celebrado una misa en el santuario de la Virgen de Guadalupe, allí ha
recordado que “tenemos muchas cosas que pedir a María: por nosotros mismos, por
la curación de un familiar, por los hijos, por los problemas económicos,
sociales... Pero no se olviden nunca de pedirle aquello en lo que Nuestra
Señora más destaca: la fidelidad a Cristo”.
Homilía
del cardenal Parolín
Señor
Cardenales, Señores Arzobispos y Obispos, Queridos sacerdotes, seminaristas,
religiosos y religiosas, Hermanos y hermanas:
Es
para mí motivo de profunda alegría poder celebrar esta eucaristía en el
Santuario de la Virgen de Guadalupe. No podía faltar, en mi visita a este
querido País, un momento en que la Madre me permitiese estar, como una sola
familia, con todos ustedes en torno a su Hijo. Y sintiéndome parte de este
pueblo que se acoge filialmente bajo su celestial amparo, vengo también yo a
rendirle homenaje, como hacen tantos peregrinos, pero sobre todo vengo a
pedirle insistentemente lo que Ella siempre nos ofrece, a su Hijo Jesucristo.
Hemos
escuchado el evangelio de la Virgen peregrina que, con premura se dirigió a la
montaña de Judea para acompañar a su pariente Isabel, que en su ancianidad
estaba esperando un niño. También san Juan Diego corrió con premura con su tilma
cargada de rosas de Castilla ante el Obispo fray Juan de Zumárraga, rosas que
había hecho florecer la Virgencita morena sobre la colina de Tepeyac en la
inclemencia del invierno. La preciosa imagen que apareció milagrosamente
impresa en su tilma era la prueba y la señal definitiva de la voluntad del
Señor.
Y
entre estas dos santas mujeres, María e Isabel, se establece un diálogo orante,
del que brotan dos de las oraciones marianas más conocidas: una con la que
nosotros nos dirigimos a nuestra Señora (“Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre”) y otra con la que Ella se dirige a Dios
(“Proclama mi alma la grandeza del Señor”). Son dos tipos de bendición. La
primera viene de Dios: el Señor ha bendecido a María, la ha llenado de su gracia
para que sea la Madre del Hijo de Dios; la otra sube de la tierra al cielo:
María, que ha experimentado la bondad divina, alaba a Dios, dándole gracias y
ensalzándolo.
Las
palabras de Isabel, junto a la salutación del Arcángel Gabriel, forman el “Ave
María”, seguramente la oración más repetida dentro de los muros de esta insigne
Basílica. “Bendita tú entre todas las mujeres”, es la salutación de la madre de
San Juan Bautista, del que Jesús dirá más tarde que es el más grande entre los
nacidos de mujer y, sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es
mayor que él (cf. Mt 11,11). María es “bendita” porque se hizo “esclava” del
Señor, pequeña al servicio del Reino de los cielos, donde los primeros son los
últimos y los últimos primeros.
Y
ahora Ella continúa colaborando como Madre con el designio amoroso de Dios, con
su plan de redención. De ello es prueba este hermoso santuario, lugar donde se
derrama abundantemente la ternura divina, lugar donde María sigue llevando a
muchos a su Hijo. Así se lo prometió a San Juan Diego al pedirle una casita
para “allí mostrárselo a Ustedes, engrandecerlo, entregárselo a Él, a Él que es
todo mi amor, a Él que es mi mirada compasiva, a Él que es mi auxilio, a Él que
es mi salvación”.
Venir
a rezar a María, diciéndole “Dichosa”, como Isabel, incluye también reconocerla
como modelo de creyente (“Dichosa tú porque has creído”), y aprender a decir
como Ella: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). La auténtica oración
cristiana incluye siempre las palabras del Señor: “No se haga mi voluntad sino
la tuya” (Lc 22, 42), con las que expresamos la confianza en que todo lo que
suceda en nuestra vida forma parte de su designio amoroso de Padre. Como
creyente, María es la primera discípula, que recorrió con Jesús el camino de la
vida, desde que, como joven gozosa, tuvo a su Niño recién nacido entre los
brazos hasta que, como madre dolorosa, lloró abrazada al cuerpo sin vida de su
Hijo crucificado.
Aprendamos
de la Virgen a seguir a Jesús, tanto en los momentos serenos como en medio de
las pruebas. Como Ella, que nunca abandonó a su divino Hijo, aceptemos en
nuestro corazón la voluntad de Dios, sean cuales sean las circunstancias por
las que pasemos. Si estamos unidos a Él en el sufrimiento, Él nos hará llegar a
la gloria de la resurrección.
Tenemos
muchas cosas que pedir a María: por nosotros mismos, por la curación de un
familiar, por los hijos, por los problemas económicos, sociales... Pero no se
olviden nunca de pedirle aquello en lo que Nuestra Señora más destaca: la fidelidad
a Cristo. Pidámosle el tesoro más grande que Ella tiene: su Hijo Jesucristo. Él
es el único Salvador, el médico de los cuerpos y las almas, la fuente de la
salud, el que nos reconcilia con Dios, el que nos envía al Espíritu Santo con
todos sus dones. Supliquemos a María que nos regale a Cristo y, con Cristo en
nuestro corazón, afrontemos la vida diaria, con sus alegrías y penas. Pidámosle
a Nuestra Señora que su Hijo sea la luz de nuestra vida, la paz de nuestra
alma, la razón que nos lleve a servir a los más postergados, la fuerza que nos
aliente a no devolver mal por mal, a no mentir jamás. Y, presentándole nuestros
anhelos, preocupaciones, sufrimientos y esperanzas..., Ella como Madre sabrá
comprenderlos y llevarlos hasta su Hijo, y a nosotros nos dirá: “Hagan lo que
él les diga” (Jn 2,5), para que sea su voluntad la que se cumpla en nuestras
vidas.
Por
otra parte, no sólo venimos a rezar a María, sino a rezar con María. Y el
evangelio nos presentaba la oración con la que Ella, y nosotros con ella, nos
dirigimos a Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi
espíritu en Dios mi Salvador”. Una oración que consigue abrir las puertas de la
gracia y conmover el corazón misericordioso de Dios y realizar obras grandes a
través de Ella. No es Ella la importante, sino que es Dios el que obra. Como
Juan el Precursor remite a Jesús, así María remite a su Señor. Como aquél
decía: “Conviene que él crezca y yo disminuya”, así “el honor que el servidor
rinde a la Reina viene a recaer sobre el Rey” (San Ildefonso, Libro de la
perpetua virginidad de Santa María, XII).
La
Iglesia ha aprendido de María que la verdadera evangelización consiste en
“proclamar las grandezas del Señor”, anunciar y descubrir los frutos de la
redención con un corazón renovado con el ardor del Evangelio. En Ella podemos
ver la manera como la Iglesia se hace presente, con la luz del Evangelio, en la
vida de los pueblos, en las transformaciones sociales, económicas, políticas.
Santa María de Guadalupe es el modelo de una Iglesia peregrina, que no se busca
a sí misma, que camina con su pueblo y no quiere quedarse fuera de sus retos y
proyectos, de sus angustias y esperanzas. Por eso, forma parte de nuestra
historia y la sentimos en lo más profundo de nuestro corazón.
Hoy,
animados por el ejemplo de María en su servicio a los más desamparados, les
pido a todos ustedes una intención particular en su oración a nuestra Madre por
los inmigrantes.
Ayer
participé en la apertura del Coloquio sobre movilidad humana y desarrollo para
avanzar en la defensa de los derechos y de la dignidad de las personas que, en
su búsqueda de trabajo y de mejores condiciones de vida, se ven forzadas a
abandonar sus hogares y no pocas veces son víctimas de un modelo económico
excluyente, que no pone en el centro a la persona humana. Pues mientras, por un
lado, se abren cada vez más las fronteras para el comercio, para el dinero,
para las nuevas tecnologías, por otro lado, las personas padecen múltiples
restricciones, atropellos y abusos, quedando en situaciones de vulnerabilidad.
Los inmigrantes, a menudo, son los rostros sufrientes de Cristo en nuestros
días, que conmueven el corazón de su Madre.
El
compromiso a favor de la unidad y de la reconciliación que Ustedes, queridos
hermanos Obispos, han asumido para regenerar la convivencia nacional, el
diálogo con los diversos agentes sociales, llamados a encontrarse y a
colaborar, es la ocasión propicia para aportar los valores y las raíces
cristianas a la edificación de una sociedad más justa y solidaria, una sociedad
basada en la cultura del encuentro, en el absoluto respeto a la vida humana, en
el favorecimiento infatigable de lo que une a todos y promueve el recíproco
entendimiento.
Hermanos
en el Señor, mi presencia entre ustedes quiere revitalizar también los lazos de
afecto y comunión que vinculan a este amado País con la Santa Sede, lazos que
han distinguido siempre el catolicismo en México. Y ante María Santísima, Reina
del Cielo y de la Tierra, pedimos en primer lugar por Su Santidad el Papa
Francisco, de quien me hago portador de su saludo y bendición.
El
Santo Padre nos pide siempre que lo tengamos presente en nuestras oraciones.
Hoy ponemos a los pies de la Virgen su Persona y sus intenciones como Sucesor
de San Pedro. Presentamos igualmente a nuestra Señora a la Iglesia que
peregrina en México, poniendo en su Inmaculado Corazón sobre todo a los
ministros del Evangelio, a los consagrados, a los jóvenes que se preparan para
el sacerdocio o la vida religiosa, para que sientan el gozo de entregarse por
completo a Dios y a los hermanos. Y le pedimos insistentemente también por la
paz entre las Naciones, para que la concordia reine en el mundo entero.
Madre
de Guadalupe, sigue siendo Abogada e Intercesora nuestra, sigue dándonos a
Jesús, y con Él nos llegará la vida en plenitud. Amén.
Fuente: Zenit.
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