Tagle con
Francisco(©LaPresse)
(©LAPRESSE) EL CARDENAL TAGLE CON
FRANCISCO.
Homilía del Papa en la
catedral de Manila
Francisco ha
presidido este viernes --a las 11,15, hora local-- la celebración eucarística
en la Catedral de la Inmaculada Concepción de Manila. Han participado en la
Misa los obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas de Filipinas.
Después de la proclamación
del Santo Evangelio, el Pontífice ha pronunciado la homilía que publicamos a
continuación:
«¿Me amas? ... Apacienta mis
ovejas» (Jn 21,15-17). Las palabras de Jesús a Pedro en el Evangelio de hoy son
las primeras que os dirijo, queridos hermanos obispos y sacerdotes, religiosos
y religiosas, seminaristas y jóvenes. Estas palabras nos recuerdan algo
esencial. Todo ministerio pastoral nace del amor. Toda vida consagrada es un
signo del amor reconciliador de Cristo. Al igual que santa Teresa de Lisieux,
cada uno de nosotros, en la diversidad de nuestras vocaciones, está llamado de
alguna manera a ser el amor en el corazón de la Iglesia.
Os saludo a todos con gran
afecto. Y os pido que hagáis llegar mi afecto a todos vuestros hermanos y
hermanas ancianos y enfermos, y a todos aquellos que no han podido unirse a
nosotros hoy. Ahora que la Iglesia en Filipinas mira hacia el quinto centenario
de su evangelización, sentimos gratitud por el legado dejado por tantos
obispos, sacerdotes y religiosos de generaciones pasadas. Ellos trabajaron, no
sólo para predicar el Evangelio y edificar la Iglesia en este país, sino
también para forjar una sociedad animada por el mensaje del Evangelio de la
caridad, el perdón y la solidaridad al servicio del bien común. Hoy vosotros
continuáis esa obra de amor. Como ellos, estáis llamados a construir puentes, a
apacentar las ovejas de Cristo, y preparar caminos nuevos para el Evangelio en
Asia, en los albores de una nueva era.
«El amor de Cristo nos
apremia» (2 Co 5,14). En la primera lectura de hoy san Pablo nos dice que el
amor que estamos llamados a proclamar es un amor reconciliador, que brota del
corazón del Salvador crucificado. Estamos llamados a ser «embajadores de
Cristo» (2 Co 5,20). El nuestro es un ministerio de la reconciliación.
Proclamamos la Buena Nueva del amor infinito, de la misericordia y de la
compasión de Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio. Pues el Evangelio es
la promesa de la gracia de Dios, la única que puede traer la plenitud y la
salvación a nuestro mundo quebrantado. Es capaz de inspirar la construcción de
un orden social verdaderamente justo y redimido.
Ser un embajador de Cristo
significa, en primer lugar, invitar a todos a un renovado encuentro personal
con el Señor Jesús (Evangelii Gaudium, 3). Esta invitación debe estar en el
centro de vuestra conmemoración de la evangelización de Filipinas. Pero el
Evangelio es también una llamada a la conversión, a examinar nuestra
conciencia, como individuos y como pueblo. Como los obispos de Filipinas han
enseñado justamente, la Iglesia está llamada a reconocer y combatir las causas
de la desigualdad y la injusticia profundamente arraigada, que deforman el
rostro de la sociedad filipina, contradiciendo claramente las enseñanzas de
Cristo. El Evangelio llama a cada cristiano a vivir una vida de honestidad,
integridad e interés por el bien común. Pero también llama a las comunidades
cristianas a crear «círculos de integridad», redes de solidaridad que se
expandan hasta abrazar y transformar la sociedad mediante su testimonio
profético.
Como embajadores de Cristo,
nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, debemos ser los
primeros en acoger en nuestros corazones su gracia reconciliadora. San Pablo
explica con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y
ver todas las cosas de nuevo a la luz de Cristo; ser los primeros en examinar
nuestras conciencias, reconocer nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino
de una conversión constante. ¿Cómo podemos proclamar a los demás la novedad y
el poder liberador de la Cruz, si nosotros mismos no dejamos que la Palabra de
Dios sacuda nuestra complacencia, nuestro miedo al cambio, nuestros pequeños
compromisos con los modos de este mundo, nuestra «mundanidad espiritual» (cf.
Evangelii Gaudium, 93)?
Para nosotros, sacerdotes y
personas consagradas, la conversión a la novedad del Evangelio implica un
encuentro diario con el Señor en la oración. Los santos nos enseñan que ésta es
la fuente de todo el celo apostólico. Para los religiosos, vivir la novedad del
Evangelio significa también encontrar siempre de nuevo en la vida comunitaria y
en los apostolados de la comunidad el incentivo de una unión cada vez más
estrecha con el Señor en la caridad perfecta. Para todos nosotros, significa
vivir de modo que se refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya
existencia entera se centró en hacer la voluntad del Padre y en servir a los
demás. El gran peligro, por supuesto, es el materialismo que puede deslizarse
en nuestras vidas y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si llegamos a
ser pobres, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de
identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas. Veremos las
cosas desde una perspectiva nueva y así responderemos con con honestidad e
integridad al desafío de anunciar la radicalidad del Evangelio en una sociedad
acostumbrada a la exclusión social, a la polarización y a la inequidad
escandalosa.
Quisiera dirigir unas
palabras especialmente a los jóvenes sacerdotes, religiosos y seminaristas,
aquí presentes. Os pido que compartáis con todos la alegría y el entusiasmo de
vuestro amor a Cristo y a la Iglesia, pero sobre todo con vuestros coetáneos.
Que estéis cerca de los jóvenes que pueden estar confundidos y desanimados,
pero siguen viendo a la Iglesia como compañera en el camino y una fuente de
esperanza. Estar cerca de aquellos que, viviendo en medio de una sociedad
abrumada por la pobreza y la corrupción, están abatidos, tentados de darse por
vencidos, de abandonar los estudios y vivir en las calles. Proclamar la belleza
y la verdad del mensaje cristiano a una sociedad que está tentada por una
visión confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia. Como sabéis, estas
realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con
desfigurar el plan de Dios sobre la creación y traicionan los verdaderos valores
que han inspirado y plasmado todo lo mejor de vuestra cultura.
La cultura filipina, de
hecho, ha sido modelada por la creatividad de la fe. Los filipinos son
conocidos en todas partes por su amor a Dios, su ferviente piedad y su cálida
devoción a Nuestra Señora y su rosario. Este gran patrimonio contiene un
poderoso potencial misionero. Es la forma en la que vuestro pueblo ha
inculturado el Evangelio y sigue viviendo su mensaje (cf. Evangelii Gaudium,
122). En vuestros trabajos para preparar el quinto centenario, construid sobre
esta sólida base.
Cristo murió por todos para
que, muertos en él, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para él (cf. 2 Co
5,15). Queridos hermanos obispos, sacerdotes y religiosos: pido a María, Madre
de la Iglesia, que os conceda un celo desbordante que os lleve a gastaros con
generosidad en el servicio de nuestros hermanos y hermanas. Que de esta manera,
el amor reconciliador de Cristo penetre cada vez más profundamente en el tejido
de la sociedad filipina y, a través de él, hasta los confines de la tierra.
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