25 dic 2017

Alejandro Avilés/ Francisco Prieto..

Alejandro Avilés/ Francisco Prieto..
Tomado del libro "Un Grito contra nadie. Aproximaciones a la obra de Alejandro Avilés"/ Fred Alvarez Palafox y Leopoldo González; Primera edición 2016, Instituto Sinaloense de Cultura (ISIC))


La noche de 1968 en que conocí a Dolores Castro y a Javier Peñalosa, a Roberto Cabral del Hoyo, a Octavio Novaro y a Raúl Navarrete, volví a ver, después de uno o dos años, a Alejandro Avilés. Junto con Rosario Castellanos, cuando aún residía en México, animaban una tertulia cuyo objeto era el propio de las tertulias: conversar en libertad, pero con la peculiaridad de que terminaban, noche a noche, con la lectura de poemas.

Me invitaron un poeta joven y su esposa, contemporáneos de Navarrete, José Odilón Cárdenas y Carmen Cortés. Cárdenas había sido alumno de Peñalosa y de Avilés en el seminario de los Misioneros del Espíritu Santo y en las clases del primero se percató de lo que desde antes intuyera: que él no tenía eso que solemos llamar vocación. Oriundo de Tequila, la soledad en el entonces Distrito Federal y el amor por la poesía, lo hicieron buscar refugio en el hogar de los Peñalosa. También Navarrete era de Jalisco, de Arandas, en su caso un protegido de Juan Rulfo y de Juan José Arreola, que también buscó el calor del matrimonio Peñalosa. Avilés, Castro y Peñalosa, Cabral del Hoyo, Rosario Castellanos, Novaro eran, junto con Efrén Hernández, a quien todos admiraban y por el que todos sentían devoción, aparte de Honorato Magaloni, que como Hernández ya había fallecido, los 8 poetas legendarios de las revistas Acento y América, desaparecidas hacía ya muchos años. De modo que Cárdenas y su mujer, mi esposa Alicia Molina y Raúl Navarrete, todos nacidos en la primera mitad de los años cuarenta, éramos en aquel 1968 los jóvenes —entre todos los otros— que bien hubieran podido ser nuestros padres.

Durante muchos años, hasta la muerte siempre anunciada y nunca presentida del vitalísimo Peñalosa, asistíamos las noches de los sábados a aquellas tertulias que se iniciaban a las ocho de la noche y terminaban pasada la medianoche. Aquellas reuniones valieron más que una cátedra de literatura y fueron tan intensas que al despedirnos nos íbamos Alicia y yo junto con José y Carmen al Vips más cercano a rememorar y rumiar la conversación, y los poemas que aquella noche nos habían sido recordados o revelados. Se fue cociendo una amistad que llegó a ser una fraternidad, una comunión semanal animada desde la diversidad. Un dato para llamar la atención: de entre todos ellos, Peñalosa y Avilés, como Raúl Navarrete, eran autodidactos. Me daría cuenta con el paso del tiempo, sobre todo hoy que abundan los universitarios y doctores incultos, que la construcción de la cultura va ligada a la pasión por la vida, por la verdad y al deslumbramiento por la belleza, cosas que los caracterizaban a todos ellos.
El caso es que en esas reuniones volví a encontrarme con Alejandro Avilés, de quien no sabía que era audodidacta —nunca lo hubiera sospechado—, aparte de que todos lo conocían como el «profe» y era, a la sazón, el director de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Católico de pura cepa conciliar, acusado sin razón de comunista por los borregos de la Santa Alianza, a saber los yunques, muros, tecos y otras denominaciones, daba un testimonio de amor a la diversidad, o sea, de humanidad pura y simple rodeado de los agnósticos Cárdenas y Cortés, Navarrete, Novaro, Cabral del Hoyo, aparte de demócrata cristiano, miembro del Partido Acción Nacional, animador de la revista católica Señal+, y de un Peñalosa, ¡qué bella amistad la suya!, que votaba por las huestes de Lombardo Toledano.
En aquel tiempo, y bien buenos tiempos que eran —Joyce dixit de los suyos—, estaba presente siempre en las reuniones el diario Excelsior, no solo porque Avilés y Peñalosa eran colaboradores puntuales de las páginas de artículos de fondo, como yo mismo del Diorama, el suplemento cultural que dirigía Hero Rodríguez Toro, sino porque para todos era un motivo para creer que este país tenía salvación: por fin la prensa mexicana recuperaba su dignidad de an- taño y los periodistas dejaban de ser vasallos de los políticos.
Gracias a Alejandro Avilés me hice una cultura poética, yo que había sido básicamente un lector de novelas y que leía y releía solo a un puñado de poetas, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Charles Baudelaire, Jacques Prévert, Octavio Paz... En aquellas reuniones hubo noches dedicadas al siglo de oro español, a sor Juana, a José Gorostiza una y otra vez, a Carlos Pellicer, Pablo Neruda, César Vallejo y, desde luego, a todos ellos.
El amor de Avilés por tantos poetas, el conocimiento y la memo- rización desde el corazón de los poemas de Lolita y de Peñalosa, de Rosario y de la venezolana Ida Gramko, por la que tenía una parti- cular inclinación que provocaba los celos de Evita, su esposa, y los chascarrillos de Peñalosa que llamaba a Avilés el «rey del humorismo blanco», tanta generosidad, me fue revelando a un hombre de quien tenía una imagen muy distinta. En efecto:
Conocí a Alejandro Avilés cuando era yo un alumno de la carrera de Ciencias y Técnicas de Información, en la Universidad Iberoamericana, y trabajaba, durante las mañanas en la revista Señal+ No recuerdo quién me lo presentó, pero él iba con mucha frecuencia a visitar a sus amigos, todos discípulos de Carlos Septién García, el director Chávez González, el gerente Horacio Guajardo, Domingo Álvarez Escobar, Ernesto Ortiz Paniagua; a veces coincidía con Miguel Ángel Granados Chapa, simpatizante de la democracia cristiana que frecuentaba a Guajardo y que con los años acompañaría a éste en la fundación del Partido Socialista Unificado de México, y con Ramón Zorrilla, entonces articulista de fondo de Excelsior, católico de inclinación priísta, a diferencia de todos los demás; también, si mi memoria no falla con José Ángel Conchello, que firmaba en la revista con el seudónimo de Nicolás de Oresmes. Se armaban unas tertulias, de trasfondo político, llenas de ingenio y de interés. En aquel año de 1965, Ramón Zorrilla publicó en la revista una entre- vista con Avilés en la que quedaban expuestas las expectativas e ilu- siones de los católicos de aquellos años: la apertura a los socialismos, la confianza en que el aggiornamento de la iglesia católica abríría la puerta para el diálogo con las diferentes iglesias cristianas, la refor- ma litúrgica en vías de un mayor acercamiento con la comunidad, la convicción que un proceso hacia la democratización de México no podía esperar más. Mis lecturas en aquellos años ya lejanos de Jacques Maritain, especialmente «Humanismo integral», que fue el libro referencial por excelencia de los democristianos de la América Latina como Frei en Chile y Caldera en Venezuela, y de Emmanuel Mounier y su «Manifiesto al servicio del personalismo» ayudaron a que estableciera un vínculo entre el profesor Avilés y yo. Hubo, sin embargo, un ligero distanciamiento a raíz de que yo publiqué en la revista una entrevista con José Luis Cuevas, dentro de una serie que el director de la revista intituló «Para comprender el arte moderno», en la que el artista se declara católico. Avilés, celoso de la ortodoxia, consideró que la declaración de Cuevas no obedecía a la verdad y que al transcribir sin más la declaración yo había cometido una ligereza. Aquello, lo confieso, me molestó: ¿quién era Avilés para juzgar quién podía llamarse católico y quién no cuando eso era algo que ni siquiera podría admitirse en el mismísimo Papa?
Sin embargo, nuestras conversaciones continuaron a tal punto que pocos años más tarde el mismísimo Avilés me entrevistara para la revista y eso a pesar de que en una de las reuniones en casa de los Peñalosa me habían insistido en que leyera algo mío. Yo me había resistido porque no soy poeta y solo intentaba concluir una novela, la que sería mi primera novela, «Caracoles». Finalmente, accedí y leí un fragmento. Veinticuatro horas más tarde, Avilés me telefoneó para reprocharme: «nunca pensé que escribiera usted como José Agustín». No recuerdo qué le respondí, pero debo de haber sido muy diplomático porque lo que sí recuerdo era que quería conservar su amistad y por lo mismo su consejo. En rigor, yo nada he tenido que ver con la novelística de Agustín, pero supongo que el lenguaje fuerte, la herencia de Joyce —como me dijo una vez Huberto Batis, hay una sonoridad poética en el modo en que dices las cosas que uno también experimenta pero oculta, con ese verismo, esa crudeza...— habían hecho que el siempre atento a la actualidad pero no lector de novelas, como no tuvieran éstas un trasfondo social y político, o sea, el profesor Avilés me situara en eso que en aquellos años se llamó literatura de la onda. Lo notable es que, a pesar de la llamada de atención y de la decepción que le provocara yo como autor de ficción, poco después me hizo una entrevista para Señal+ Fue una entrevista sobre el nervio de mi generación, la que Krauze llamó del 68 donde, por cierto, hablamos mucho de música pues él eran tan melómano como yo. Por él descubrí, por otra parte, a Marshall McLuhan y él fue uno de los pocos que se percató que todos esos teóricos de la información empiristas pasarían y que, sin embargo, la obra de McLuhan, un hombre culto versado en letras y explorador del pensamiento de Ortega y Gasset, perduraría. El caso es que a pe- sar de la militancia católica ortodoxa de Avilés pude siempre dialogar con él que era un confrontador, un hombre nada complaciente pero siempre cordial. 
Mis conversaciones con él, sinaloense, como las que sostenía con Ramón Zorrilla, tamaulipeco de Ciudad Victoria, ambos a un mismo tiempo cordiales pero francos, sin recámaras ni entresijos barrocos, fueron la semilla que despertaron mi curiosidad por los hombres y mujeres del norte del país y, hasta la fecha, yo, tan poco sociable y un tanto seco y disimuladamente arisco, no me puedo negar a cualquier invitación que me llegue para dar una conferencia o participar en un coloquio en las regiones norteñas. Me atrae el desierto tanto como aborrezco el ambiente de los trópicos.
En aquellas reuniones en que cuajó mi amor por la poesía y que me volvieron un lector de poesía, aparte de la admiración y el deslumbramiento por la obra de Dolores Castro, uno de nuestros ma- yores poetas, poco a poco me fue calando la poesía de Alejandro Avilés. Avilés, para sorpresa de quienes han conocido al docente, al periodista, al político y al pensador, no es un poeta social, religioso, metafísico sino uno lírico, rebosante de musicalidad, de amor por la luz, explorador de la belleza per se que se anuncia en todo objeto de la creación, un cantor hondo y agradecido de la alegría, la alegría, esa vía que para Cioran hace sospechar, aun al incrédulo y escéptico, que, acaso, ese aciago demiurgo es un Dios creador y providente. Avilés es el poeta que nos revela como ninguno otro una alegría sin límites, sin asideras, esa que sucede a la plegaria que brota desde la raíz del ser. Me doy cuenta que he sido un lector constante y pe- riódico de Alejandro, especialmente de su poema «Los claros días» (Jus.1975). Lo he sido hace más de cuarenta años.Avilés es un poeta muy moderno pues una de las vertientes de cierta escritura de este naciente siglo xxi es la experiencia poética de la belleza por sí misma como una manera de exorcizar, pienso, la radical fealdad de una hu- manidad pervertida. El hombre se mete en sí mismo, donde habita la verdad —Agustín dixit— para darse cuenta de que todo es dentro. Evoco los primeros versos de ese libro maravilloso:

En el delgado tálamo del día
pulsan las aves su nocturno vuelo.
En pluma o flauta dice
la soledad del hombre su secreto.
Y solo puede balbucir el labio
lo que en su lengua modulara el viento.


A lo largo de mi vida he citado, machaconamente, a André Gide con aquello de que con buenos sentimientos no puede hacerse buena literatura. La poesía de Alejandro Avilés, tan acorde con su espíritu fraterno, me hace, una y otra vez, dudar de esa sentencia. 

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