27 abr 2018

Mis días con Díaz-Canel: la herencia triste de la Revolución cubana/

Mis días con Díaz-Canel: la herencia triste de la Revolución cubana/Martín Caparrós, periodista y novelista argentino. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría. Vive en España y es colaborador regular de The New York Times en Español.
The New York Times, Viernes, 27/Abr/2018
El presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, en Santa Clara el 11 de marzo de 2018, cuando era vicepresidente Credit Alejandro Ernesto/Agence France-Presse — Getty Images
Aquella tarde, cuando nos subimos en su Lada oficial, Díaz-Canel puso un casete de Fito Páez, empezó a repiquetear sus dedos sobre sus rodillas y me dijo: “Ya estás en Buenos Aires”; la canción que canturreaba se llamaba Circo Beat. Aquella tarde no estábamos en Buenos Aires, sino en Santa Clara, Cuba, y Miguel Díaz-Canel andaba en jeans gastados y camiseta del Che pero no tenía el pelo tan largo como me habían dicho ni había hecho todo lo que se decía. Sobre él corrían, ya entonces, las historias.
—No, eso yo no lo dije.

Me dijo, por ejemplo, cuando le conté que un amigo en La Habana decía que él se había declarado “el secretario de todos, de los obreros, los estudiantes, los campesinos, los homosexuales”.
—No lo dije, no, pero yo siempre he dicho que tenemos que dar un espacio para todos, trabajar para todos, ¿me entiendes?
Me dijo aquella tarde, hace ya más de veinte años. Yo estaba escribiendo sobre Cuba para una revista argentina y su dueño, industrial farmacéutico con negocios en la isla, me había conseguido un privilegio único: que me mostraran el mausoleo del Che Guevara, cerrado, en obras todavía. Para eso tuve que ir hasta Santa Clara, a unos 300 kilómetros de La Habana, su lugar. Miguel Díaz-Canel era, entonces, el primer secretario del Partido Comunista provincial y por eso me recibió, me contó cosas, me sacó a pasear, me alojó en una casa para funcionarios extranjeros, me hizo sentir como un ruso que había llegado tarde. Cuando caminamos por el centro de la ciudad, personas lo paraban, lo interpelaban con retintín caribe:
—Oye, Díaz, a ver para cuándo terminan con el camino aquel que tú dijiste.
Le dijo, por ejemplo, un vecino, y él se paró para darle explicaciones. Otros lo saludaban, le preguntaban algo, lo trataban de cerca. “El secretario Díaz-Canel —escribí entonces— es alto, bien hecho, mucho deporte encima. Tiene 36 años y un diploma en ingeniería electrónica, pero siempre estuvo en política y fue parte del equipo del ahora canciller Robertico Robaina en la Unión de Juventudes Comunistas. Los cuadros dirigentes cubanos están empezando a renovarse: de los quince secretarios provinciales, ocho tienen menos de cuarenta años. En principio, los nuevos no tienen diferencias ideológicas serias con sus mayores, pero en muchos casos se manejan distinto. Después de una época en que funcionó bastante el modelo soviético de burócrata encerrado, los nuevos buscan el contacto, la discusión. Y además, me parece, esta nueva generación ha sido capaz de inventarse una épica de la gerencia: frente a sus mayores, que hicieron revoluciones heroicas, su trabajo de producción y distribución podría parecer menor.

—¿Y no tienes cierta envidia de aquellos años, de lo que ellos hicieron?

—¿Por qué? En estos momentos difíciles, organizar una zafra, lograr la recuperación económica, convencer a la gente de que dé todos sus esfuerzos por la Revolución también es una batalla que vale la pena pelear. Hacer la revolución fue importante, fundamental, pero construir el socialismo también puede ser la pelea de una vida”.

Fueron paseos muy ilustrativos, y el mausoleo me impresionó con sus masas de mármol y de bronce, su pretensión de eternidad, diez metros de Guevara con boina y metralleta. Pero la revelación —burlona, chiquitita— vino poco después. Díaz-Canel me llevó a una reunión. Un año antes un huracán había asolado la provincia y, desde entonces, los responsables de las empresas y servicios provinciales se reunían con él tres veces por semana: desde allí la manejaban al detalle.

—Esta semana no hemos tenido ningún caso de hepatitis. La diarrea bajó de 308 a 259.

Informa uno y otro dice que se encontró carne salada en mal estado y otro que el agua sigue saliendo turbia y otros hablan del caso de un recién nacido que murió, de la disminución de los apagones, de recuperar los atrasos en el plan de helados, de lo bien que va la producción de ron, de la llegada de veinte baterías para micros escolares.

—Nosotros en la funeraria estamos dentro de las cifras. Tenemos siete cajones, que nos pueden alcanzar para diez días más.

Díaz-Canel opina, cita cantidades, da órdenes menores:

—Bueno, hay que aumentar la producción de repostería. Atención, que con las vacaciones va a subir la demanda.

Después discuten cómo van a hacer para darles algo de comer a los chicos que tienen viajes largos en los micros escolares: es un lío pero están dispuestos a solucionarlo, no puede ser que esos muchachos pasen hambre.

Entonces creí que había entendido: allí, en esa reunión de funcionarios provinciales y datos burocráticos estaba la explicación de todo. Lo que arruinó las experiencias comunistas fue, sabemos, la ineficacia, la paranoia, la concentración de poder, la “dictadura del proletariado”. Pero fue, sobre todo, esa ambición magnífica, imposible: la de ser todo para todos, hacerse cargo de cada detalle, proclamar que el Estado debe garantizar el bienestar de cada ciudadano. El capitalismo siempre fue más astuto: consiguió hacernos creer que ese bienestar era la responsabilidad de cada uno, que si a alguien no le va bien en la vida es culpa suya: que el Estado debe ofrecerle ciertas bases y después cada cual que se arregle. No podría haber dos sistemas más opuestos: uno te deja librado a tu suerte so pretexto de la libertad y consigue perpetuarse; el otro te promete todo en nombre de la igualdad y falla porque todo no se puede.

—En el capitalismo, si alguien no tiene un ataúd la culpa es suya, por no poder comprarlo. Aquí, en cambio, la culpa es de Fidel. Eso es muy difícil de sostener, ¿no?

—Sí, claro. Pero tú no sabes la satisfacción que te da cuando ves que va saliendo bien, que la gente va viviendo mejor. Eso no se paga con nada, chico, con nada.

Pasó hace más de veinte años. Después el joven pelilargo se tornó un funcionario atildado, siempre obediente, siempre dispuesto, que se fue volviendo el heredero de la diarquía de los Castro. Ya entonces mostraba su ambición; ya aquella tarde me contó cómo, un año antes, se había ganado el favor del primogénito organizándole de la noche a la mañana un “gran acto de masas”. Después siguió subiendo: fue ministro de Educación Superior, vicepresidente del Consejo de Estado, esas cosas. Ahora es el primer mandatario en más de medio siglo que usa otro apellido.

Pero se diría que las diferencias con sus excomandantes no van mucho más lejos. Leo, en estos días, artículos de amigos cubanos que lo miran llegar sin sombra de esperanza; ellos, por supuesto, lo conocen y dicen que va a seguir por el mismo camino de estos años: que nadie podría llegar tan alto en el escalafón de su aparato sin dar fidelidad garantizada. Así que es, suponen, muy improbable que el sistema cambie.

Y entonces yo no puedo dejar de recordar esa otra noche —Moscú, mayo de 1991— en que Vodimir Natorf, el exsecretario de organización del partido Comunista polaco, bebía vodka con limón, me hablaba del fracaso de los comunistas y me decía que habían cometido muchos errores, pero ninguno tan decisivo como “actuar como si el hombre fuera intrínsecamente bueno, como si existiera un hombre ideal, perfecto, utópico”.

No lo es, por supuesto. Pero tampoco sirve actuar como si fuera tonto, como si hubiera que hacer todo en su lugar, pensar y actuar por él. No le gusta, se rebela un poco. Y, si no encuentra otras vías, puede incluso creer cosas tan raras como que la rebeldía, la libertad, el camino a la felicidad pasan por Miami. Esa es, ahora, la herencia triste de la “Revolución cubana”.

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