Retorno
al autoritarismo en Egipto/Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos la Universidad de Alicante.
Publicado en El
País | 24 de junio de 2014
En
poco menos de un año, Abdelfatah al Sisi ha pasado de ser prácticamente un
desconocido a convertirse en el hombre fuerte de Egipto. Desde el desalojo de
los Hermanos Musulmanes del Gobierno, Al Sisi ha seguido a rajatabla y sin
vacilaciones su particular hoja de ruta presentándose como un nuevo mesías que
traerá la estabilidad y espantará el fantasma de la confrontación civil. Sin
embargo, su presidencia nace con un importante déficit de legitimidad: La
exclusión de la vida política no sólo de los islamistas, sino también de todos
aquellos que han osado denunciar su deriva autoritaria.
En
este sentido, las elecciones presidenciales no pueden ser vistas más que como
un retorno al pasado. Si bien es cierto que los electores tuvieron más de una
opción por la que decantarse, también lo es que la participación del nasserista
Hamdin Sabahi permitió al régimen darles un barniz democrático. Los resultados
lo dicen todo, puesto que Al Sisi obtuvo un poco verosímil respaldo del 97%
(con diez millones más de votos de los obtenidos por el expresidente Mohamed
Morsi en 2012). La escasa participación (a pesar de que los datos oficiales la
cifran en un 47%, diferentes organizaciones independientes consideran que no
habría superado el 12%) muestra a las claras que los llamamientos realizados
por relevantes actores socio-políticos, entre ellos los Hermanos Musulmanes y
los Jóvenes del 6 de Abril, no han caído en saco roto.
La
elección de Al Sisi cierra de manera abrupta las expectativas generadas por la
Revolución del 25 de Enero de 2011 en torno a una posible transición
democrática y devuelve, tras el breve paréntesis islamista, el absoluto
protagonismo a los militares. Es pertinente recordar que la nueva Constitución
egipcia, la tercera en tan sólo tres años, blinda a las Fuerzas Armadas al
permitirles elegir al ministro de Defensa, conservar el carácter secreto de su
presupuesto y, por último pero no menos importante, garantizar que los
tribunales militares puedan seguir juzgando a civiles, prerrogativa que ha
permitido que miles de ciudadanos hayan sido condenados sin las más básicas
garantías procesales en el curso de los últimos años.
Al
Sisi no sólo cuenta con el respaldo del Ejército, sino que además disfruta de
significativos apoyos en el seno de la sociedad egipcia, sobre todo entre los
críticos con el periodo de gobierno islamista caracterizado por la
improvisación y el desgobierno. Durante su campaña electoral, el mariscal se
presentó como el único capaz de restaurar la seguridad y garantizar el orden.
No obstante, estas promesas chocan frontalmente con la realidad existente sobre
el terreno. Desde el golpe militar, el país vive inmerso en una peligrosa
espiral de violencia. En los últimos doce meses han muerto más de 3.000 personas,
una tercera parte en el curso del brutal desalojo de la acampada de Rabaa
al-Adawiya el pasado verano. Unos 300 militares han perdido la vida en
atentados perpetrados por grupos yihadistas, especialmente activos en la
península del Sinaí.
La
judicatura no ha dudado un solo instante en ponerse al servicio del nuevo
régimen. En los últimos tres meses, 1.212 dirigentes y simpatizantes de la
Hermandad (incluido su guía supremo Mohamed Badia) han sido condenados a muerte
en juicios sumarísimos, una cifra que supera con creces las penas capitales
dictadas en las tres décadas de dictadura de Mubarak. Otros cientos de
responsables de la Hermandad, con el expresidente Mohamed Morsi a la cabeza,
podrían correr la misma suerte. El número de detenidos en este último año
supera las 20.000 personas, entre ellos conocidos activistas y revolucionarios
que han sido acusados de espionaje, conspiración y terrorismo. Un ejemplo de
esta deriva represiva ha sido la ilegalización del movimiento Jóvenes del 6 de
Abril, uno de los convocantes de las multitudinarias manifestaciones de la
plaza Tahrir en 2011 al que ahora se considera una amenaza para la seguridad
nacional. Las libertades públicas también han sufrido un fuerte retroceso, tal
y como evidencia la aprobación de una ley antiprotestas que restringe
severamente el derecho a la manifestación. El pasado año, Egipto ocupó el
tercer puesto en la lista de países más peligrosos para ejercer el periodismo
con seis informadores muertos y dos decenas encarcelados.
Sin
duda quienes más han sufrido esta ola represiva han sido los Hermanos
Musulmanes. La organización, indiscutible vencedora de las elecciones
legislativas de 2011 y presidenciales del 2012, ha sido ilegalizada y declarada
terrorista siendo confiscados todos sus bienes y propiedades. No es, ni
probablemente será, la primera vez en la historia de Egipto que se pretende
extirpar de raíz dicho movimiento cuyo origen se remonta a 1928. Antes ya lo
intentó Gamal Abdel Nasser sin excesivo éxito, a pesar de que encarceló y ejecutó
a sus más destacados dirigentes. Desde entonces, todos los presidentes egipcios
se han resignado a coexistir con la Hermandad alternando el palo con la
zanahoria: fases de intensa represión con otras de relativa tolerancia. Por eso
se antoja complicado que Sisi vaya a tener éxito allá donde Sadat y Mubarak
fracasaron.
Con
bastante probabilidad será la evolución económica del país la que decidirá la
suerte de Al Sisi. Es precisamente en este aspecto donde surgen más dudas en
torno a su capacidad para enderezar el rumbo y afrontar la aguda crisis
económica que azota el país, sobre todo si tenemos en cuenta que el principal
activo de su currículo es haber dirigido con mano de hierro la Inteligencia
Militar. Debe tenerse en cuenta que Egipto se encuentra al borde del colapso
como ponen de manifiesto los datos macroeconómicos. En el último año, la deuda
pública ha crecido un 14% y la inflación supera el 10%. Cuatro de cada diez
egipcios viven bajo el umbral de la pobreza, por lo que el gobierno se ha visto
obligado a destinar una cuarta parte del presupuesto para subvencionar
productos básicos como el pan, la electricidad y la gasolina, todo ello con el
objetivo de evitar un nuevo estallido social. Las exhaustas arcas egipcias
deben afrontar, además, las nóminas de la sobredimensionada e inefectiva
administración, integrada por siete millones de funcionarios. A ello ha de
sumarse la caída en picado del turismo, una de las principales fuentes de
riqueza del país.
Ante
esta situación, el nuevo rais confía que los militares, que controlan un tercio
de la economía, jueguen un papel esencial en el proceso de renacimiento que se
anuncia a bombo y platillo. Entre tantas incertidumbres, la única certeza es
que Egipto es cada vez más dependiente de las petromonarquías árabes, que le
han prestado una ayuda de 12.000 millones de dólares en el último año.
Obviamente esta ayuda no es desinteresada y, entre otras cosas, está ligada a
un trato favorable a las inversiones provenientes del Golfo, pero también a que
no se pongan trabas a la imparable penetración del credo salafista promovido
por Arabia Saudí, hecho que está provocando un gradual deslizamiento de la
población hacia posiciones rigoristas y puritanas cuyas consecuencias están por
ver.
Para
diversificar sus alianzas, Al Sisi ha prodigado en los últimos meses sus viajes
al extranjero tratando, a su vez, de recuperar el protagonismo que antaño tuvo
Egipto en el tablero regional. Ante las naturales cautelas de EE UU y la UE, Al
Sisi se ha aproximado a Rusia con la que ha cerrado un importante acuerdo
armamentístico por valor de 2.000 millones de dólares, lo que indica la
tradicional alianza entre El Cairo y Washington, vigente durante las últimas
cuatro decadas, pende ahora de un hilo.
Está
por ver cuánto dura el periodo de gracia del que disfruta Al Sisi, ya que
parece difícil que la proverbial paciencia del pueblo egipcio se mantenga de
manera indefinida. En el caso de que el rais sea incapaz de mejorar
sustancialmente la situación económica y siga apostando por medidas represivas
para acallar a sus detractores no puede descartarse el estallido de una tercera
ola revolucionaria que vuelva a reclamar en las calles “pan, libertad y
justicia social”.
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