Esta tragedia humana que representa la migración forzada hoy en día es un fenómeno global. Esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres, por historias, por familias. Son hermanos y hermanas que salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado….
Homilía del papa Francisco en Ciudad Juárez, su última Misa en México
Tarde del miércoles 17 de febrero de 2016..
La
gloria de Dios es la vida del hombre, así lo decía San Ireneo en el siglo II,
expresión que sigue resonando en el corazón de la Iglesia. La gloria del Padre
es la vida de sus hijos. No hay gloria más grande para un padre que ver la
realización de los suyos; no hay satisfacción mayor que verlos salir adelante,
verlos crecer y desarrollarse. Así lo atestigua la primera lectura que
escuchamos. Nínive, una gran ciudad que se estaba autodestruyendo, fruto de la opresión
y la degradación, de la violencia y de la injusticia. La gran capital tenía los
días contados, ya que no era sostenible la violencia generada en sí misma. Ahí
aparece el Señor moviendo el corazón de Jonás, ahí aparece el Padre invitando y
enviando su mensajero. Jonás es convocado para recibir una misión. Ve, le dice,
porque «dentro de cuarenta días, Nínive será destruida» (Jon 3,4). Ve, ayúdalos
a comprender que con esa manera de tratarse, regularse, organizarse, lo único
que están generando es muerte y destrucción, sufrimiento y opresión. Hazles ver
que no hay vida para nadie, ni para el rey ni para el súbdito, ni para los
campos ni para el ganado. Ve y anuncia que se han acostumbrado de tal manera a
la degradación que han perdido la sensibilidad ante el dolor. Ve y diles que la
injusticia se ha instalado en su mirada. Por eso va Jonás. Dios lo envía a
evidenciar lo que estaba sucediendo, lo envía a despertar a un pueblo ebrio de
sí mismo.
Y
en este texto nos encontramos frente al misterio de la misericordia divina. La
misericordia rechaza siempre la maldad, tomando muy en serio al ser humano.
Apela siempre a la bondad de cada persona aunque esté dormida, anestesiada.
Lejos de aniquilar, como muchas veces pretendemos o queremos hacerlo nosotros,
la misericordia se acerca a toda situación para transformarla desde adentro.
Ese es precisamente el misterio de la misericordia divina. Se acerca, invita a
la conversión, invita al arrepentimiento; invita a ver el daño que a todos los
niveles se está causando. La misericordia siempre entra en el mal para
transformarlo.
Misterio
de nuestro Padre Dios, envía a su Hijo que se metió en el mal, se hizo pecado
para transformar el mal. Esa es su misericordia. El rey escuchó, los habitantes
de la ciudad reaccionaron y se decretó el arrepentimiento. La misericordia de
Dios entró en el corazón revelando y manifestando lo que será nuestra certeza y
nuestra esperanza: siempre hay posibilidad de cambio, estamos a tiempo de
reaccionar y transformar, modificar y cambiar, convertir lo que nos está
destruyendo como pueblo, lo que nos está degradando como humanidad. La
misericordia nos alienta a mirar el presente y confiar en lo sano y bueno que
late en cada corazón. La misericordia de Dios es nuestro escudo y nuestra
fortaleza.
Jonás
ayudó a ver, ayudó a tomar conciencia. Acto seguido, su llamada encuentra
hombres y mujeres capaces de arrepentirse, capaces de llorar. Llorar por la
injusticia, llorar por la degradación, llorar por la opresión. Son las lágrimas
las que pueden darle paso a la transformación, son las lágrimas las que pueden
ablandar el corazón, son las lágrimas las que pueden purificar la mirada y
ayudar a ver el círculo de pecado en que muchas veces se está sumergido. Son
las lágrimas las que logran sensibilizar la mirada y la actitud endurecida y
especialmente adormecida ante el sufrimiento ajeno. Son las lágrimas las que
pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión.
Así
le pasó a Pedro, después de haber renegado de Jesús, lloró y las lágrimas le abrieron
el corazón. Que esta palabra suene con fuerza hoy entre nosotros, esta palabra
es la voz que grita en el desierto y nos invita a la conversión. En este Año de
la Misericordia, y en este lugar, quiero con ustedes implorar la misericordia
divina, quiero pedir con ustedes el don de las lágrimas, el don de la
conversión.
Aquí
en Ciudad Juárez, como en otras zonas fronterizas, se concentran miles de
migrantes de Centroamérica y otros países, sin olvidar tantos mexicanos que
también buscan pasar «al otro lado». Un paso, un camino cargado de terribles
injusticias: esclavizados, secuestrados, extorsionados, muchos hermanos
nuestros son fruto del negocio de tráfico humano, de la trata de personas.
No
podemos negar la crisis humanitaria que en los últimos años ha significado la
migración de miles de personas, ya sea por tren, por carretera e incluso a pie,
atravesando cientos de kilómetros por montañas, desiertos, caminos inhóspitos.
Esta tragedia humana que representa la migración forzada hoy en día es un
fenómeno global. Esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos
medirla por nombres, por historias, por familias. Son hermanos y hermanas que
salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen
organizado. Frente a tantos vacíos legales, se tiende una red que atrapa y
destruye siempre a los más pobres. No sólo sufren la pobreza sino que además
tienen que sufrir todas estas formas de violencia. Injusticia que se radicaliza
en los jóvenes, ellos, «carne de cañón», son perseguidos y amenazados cuando
tratan de salir de la espiral de violencia y del infierno de las drogas. ¡Y qué
decir de tantas mujeres a quienes les han arrebatado injustamente la vida!
Pidámosle
a nuestro Dios el don de la conversión, el don de las lágrimas, pidámosle tener
el corazón abierto, como los ninivitas, a su llamado en el rostro sufriente de
tantos hombres y mujeres. ¡No más muerte ni explotación! Siempre hay tiempo de
cambiar, siempre hay una salida, siempre hay una oportunidad, siempre hay
tiempo de implorar la misericordia del Padre.
Como
sucedió en tiempo de Jonás, hoy también apostamos por la conversión; hay signos
que se vuelven luz en el camino y anuncio de salvación. Sé del trabajo de
tantas organizaciones de la sociedad civil a favor de los derechos de los
migrantes. Sé también del trabajo comprometido de tantas hermanas religiosas,
de religiosos y sacerdotes, de laicos que se la juegan en el acompañamiento y
en la defensa de la vida. Asisten en primera línea arriesgando muchas veces la
propia vida suya. Con sus vidas son profetas de la misericordia, son el corazón
comprensivo y los pies acompañantes de la Iglesia que abre sus brazos y
sostiene.
Es
tiempo de conversión, es tiempo de salvación, es tiempo de misericordia. Por
eso, digamos junto al sufrimiento de tantos rostros: «Por tu inmensa compasión
y misericordia, Señor apiádate de nosotros… purifícanos de nuestros pecados y
crea en nosotros un corazón puro, un espíritu nuevo» (cf. Sal 50/51,3.4.12). Y
también deseo en este momento saludar desde aquí a nuestros queridos hermanos y
hermanas que nos acompañan simultáneamente al otro lado de la frontera, en
especial a aquellos que se han congregado en el estadio de la Universidad del
Paso conocido como el Sun Bowl. Bajo la guía de su Obispo, Mons. Mark Seitz.
Gracias a la ayuda de la tecnología podemos orar, cantar y celebrar juntos ese
amor misericordioso que el Señor nos da y que ninguna frontera podrá impedirnos
compartir, Gracias hermanos y hermanas, gracias hermanos y hermanas de El Paso
por hacernos sentir una misma familia y una misma comunidad cristiana.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario