Homilía del Papa Francisco en la Misa Crismal de Jueves Santo
Ciudad del VATICANO, a 24 de marzo de 2016.
El papa Francisco presidió la Misa Crismal en la Basílica de San Pedro en la que consagró el óleo
que será utilizado durante todo el año para los distintos sacramentos en las
parroquias de Roma.
La
Misericordia de nuestro Dios es infinita e inefable y expresamos el dinamismo
de este misterio como una Misericordia «siempre más grande», una Misericordia
en camino, una Misericordia que cada día busca el modo de dar un paso adelante,
un pasito más allá, avanzando sobre las tierras de nadie, en las que reinaba la
indiferencia y la violencia.
Y
esta fue la dinámica del buen Samaritano que «practicó la misericordia»
(Lc10,37): primer paso, se conmovió, se acercó al herido, vendó sus heridas, lo
llevó a la posada, se quedó esa noche y prometió volver a pagar lo que se
gastara de más. Esta es la dinámica de la Misericordia, que enlaza un pequeño
gesto con otro, y sin maltratar ninguna fragilidad, se extiende un poquito más
en la ayuda y el amor. Cada uno de nosotros, mirando su propia vida con la
mirada buena de Dios, puede hacer un ejercicio con la memoria y descubrir cómo
ha practicado el Señor su misericordia para con nosotros, cómo ha sido mucho
más misericordioso de lo que creíamos y, así, animarnos a desear y a pedirle
que dé un pasito más, que se muestre mucho más misericordioso en el futuro.
«Muéstranos Señor tu misericordia» (Sal 85,8).
Esta
manera paradójica de rezar a un Dios siempre más misericordioso ayuda a romper
esos moldes estrechos en los que tantas veces encasillamos la sobreabundancia
de su Corazón. Nos hace bien salir de nuestros encierros, porque lo propio del
Corazón de Dios es desbordarse de misericordia, desparramarse, derrochando su
ternura, de manera tal que siempre sobre, ya que el Señor prefiere que se
pierda algo antes de que falte una gota, que muchas semillas se la coman los
pájaros antes de que se deje de sembrar una sola, ya que todas son capaces de
portar fruto abundante, el 30, el 60 y hasta el ciento por uno.
Y
como sacerdotes, nosotros somos testigos y ministros de la Misericordia siempre
más grande de nuestro Padre; tenemos la dulce y confortadora tarea de
encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), de mil
maneras, para que llegue a todos. Nosotros podemos contribuir a inculturarla, a
fin de que cada persona la reciba en su propia experiencia de vida y así la
pueda entender y practicar —creativamente— en el modo de ser propio de su
pueblo y de su familia y también de su persona.
Hoy,
en este Jueves Santo del Año Jubilar de la Misericordia, quisiera hablar de dos
ámbitos en los que el Señor se excede en su Misericordia. Dado que es él quien
nos da ejemplo, no tenemos que tener miedo a excedernos nosotros también: un
ámbito es el del encuentro; el otro, el de su perdón que nos avergüenza y
dignifica.
El
primer ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre
más grande, es en el encuentro. Él se da todo y de manera tal que, en todo
encuentro, directamente pasa a celebrar una fiesta. En la parábola del Padre
Misericordioso quedamos pasmados ante ese hombre que corre, conmovido, a
echarse al cuello de su hijo; cómo lo abraza y lo besa y se preocupa de ponerle
el anillo que lo hace sentir como igual, y las sandalias del que es hijo y no
empleado; y luego, cómo pone a todos en movimiento y manda organizar una fiesta.
Al
contemplar siempre maravillados este derroche de alegría del Padre, a quien el
regreso de su hijo le permite expresar su amor libremente, sin resistencias ni
distancias, nosotros no debemos tener miedo a exagerar en nuestro
agradecimiento. La actitud podemos tomarla de aquel pobre leproso, que al
sentirse curado, deja a sus nueve compañeros que van a cumplir lo que les mandó
Jesús y vuelve a arrodillarse a los pies del Señor, glorificando y dando
gracias a Dios a grandes voces.
La
misericordia restaura todo y devuelve a las personas a su dignidad original.
Por eso, el agradecimiento efusivo es la respuesta adecuada: hay que entrar
rápido en la fiesta, ponerse el vestido, sacarse los enojos del hijo mayor,
alegrarse y festejar... Porque sólo así, participando plenamente en ese ámbito
de celebración, uno puede después pensar bien, uno puede pedir perdón y ver más
claramente cómo podrá reparar el mal que hizo.
A
todos nosotros, puede hacernos bien preguntarnos: Después de confesarme,
¿festejo? O paso rápido a otra cosa, como cuando después de ir al médico, uno
ve que los análisis no dieron tan mal y los mete en el sobre y pasa a otra
cosa. Y cuando doy una limosna, ¿le doy tiempo al otro a que me exprese su
agradecimiento y festejo su sonrisa y esas bendiciones que nos dan los pobres,
o sigo apurado con mis cosas después de «dejar caer la moneda»?
El
otro ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre más
grande, es el perdón mismo. No sólo perdona deudas incalculables, como al siervo
que le suplica y que luego se mostrará mezquino con su compañero, sino que nos
hace pasar directamente de Ia vergüenza más vergonzante a la dignidad más alta
sin pasos intermedios. El Señor deja que la pecadora perdonada le lave
familiarmente los pies con sus lágrimas. Apenas Simón Pedro le confiesa su
pecado y le pide que se aleje, Él lo eleva a la dignidad de pescador de
hombres. Nosotros, en cambio, tendemos a separar ambas actitudes: cuando nos
avergonzamos del pecado, nos escondemos y andamos con la cabeza gacha, como
Adán y Eva, y cuando somos elevados a alguna dignidad tratamos de tapar los
pecados y nos gusta hacernos ver, casi pavonearnos.
Nuestra
respuesta al perdón excesivo del Señor debería consistir en mantenernos siempre
en esa tensión sana entre una digna vergüenza y una avergonzada dignidad:
actitud de quien por sí mismo busca humillarse y abajarse, pero es capaz de
aceptar que el Señor lo ensalce en bien de la misión, sin creérselo. El modelo
que el Evangelio consagra, y que puede servirnos cuando nos confesamos, es el
de Pedro, que se deja interrogar prolijamente sobre su amor y, al mismo tiempo,
renueva su aceptación del ministerio de pastorear las ovejas que el Señor le
confía.
Para
entrar más hondo en esta avergonzada dignidad, que nos salva de creernos, más o
menos, de lo que somos por gracia, nos puede ayudar ver cómo en el pasaje de
Isaías que el Señor lee hoy en su Sinagoga de Nazaret, el Profeta continúa
diciendo: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, ministros de nuestro
Dios» (Is 61,6). Es el pueblo pobre, hambreado, prisionero de guerra, sin
futuro, el pueblo sobrante y descartado, a quien el Señor convierte en pueblo
sacerdotal.
Como
sacerdotes, nos identificamos con ese pueblo descartado, al que el Señor salva
y recordamos que hay multitudes incontables de personas pobres, ignorantes,
prisioneras, que se encuentran en esa situación porque otros los oprimen. Pero
también recordamos que cada uno de nosotros conoce en qué medida, tantas veces
estamos ciegos de la luz linda de la fe, no por no tener a mano el evangelio
sino por exceso de teologías complicadas. Sentimos que nuestra alma anda
sedienta de espiritualidad, pero no por falta de Agua Viva —que bebemos sólo en
sorbos—, sino por exceso de espiritualidades «gaseosas», de espiritualidades
light.
También
nos sentimos prisioneros, pero no rodeados como tantos pueblos, por
infranqueables muros de piedra o de alambrados de acero, sino por una
mundanidad virtual que se abre o cierra con un simple click. Estamos oprimidos
pero no por amenazas ni empujones, como tanta pobre gente, sino por la
fascinación de mil propuestas de consumo que no nos podemos quitar de encima
para caminar, libres, por los senderos que nos llevan al amor de nuestros
hermanos, a los rebaños del Señor, a Ias ovejitas que esperan la voz de sus
pastores.
Y
Jesús viene a rescatarnos, a hacernos salir, para convertirnos de pobres y
ciegos, de cautivos y oprimidos. en ministros de misericordia y consolación. Y
nos dice, con las palabras del profeta Ezequiel al pueblo que se prostituyó y
traicionó tanto a su Señor: «Yo me acordaré de la alianza que hice contigo
cuando eras joven... Y tú te acordarás de tu conducta y te avergonzarás de
ella, cuando recibas a tus hermanas, las mayores y las menores, y yo te las
daré como hijas, si bien no en virtud de tu alianza. Yo mismo restableceré mi
alianza contigo, y sabrás que yo soy el Señor. Así, cuando te haya perdonado
todo lo que has hecho, te acordarás y te avergonzarás, y la vergüenza ya no te
dejará volver a abrir la boca —oráculo del Señor—» (Ez 16,60-63).
En
este Año Santo Jubilar, celebramos con todo el agradecimiento de que sea capaz
nuestro corazón, a nuestro Padre, y le rogamos que "se acuerde siempre de
su Misericordia"; recibimos con avergonzada dignidad Ia Misericordia en Ia
carne herida de nuestro Señor Jesucristo y le pedimos que nos lave de todo
pecado y nos libre de todo mal; y con la gracia del Espíritu Santo nos
comprometemos a comunicar la Misericordia de Dios a todos los hombres,
practicando Ias obras que el Espíritu suscita en cada uno para el bien común de
todo el pueblo fiel de Dios.
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