El
rey Juan Carlos I/Eduardo Serra Rexach, presidente de la Fundación Transforma y exministro de Defensa.
Publicado en ABC
|18 de junio de 2014
Corría
el verano de 1975 cuando por los alrededores de Londres paseábamos unos amigos
españoles y británicos (algunos de los cuales llegarían con el tiempo a ser
miembros de la Cámara de los Comunes). Franco estaba gravemente enfermo y el
desenlace era inminente. Algunos británicos hacían chanzas del futuro rey al
que auguraban un reinado muy corto: «Juan Carlos el Breve», apostillaban.
Solo
veinte años después, un conocido británico, encargado –junto a otros– de hacer
una revisión de la Monarquía inglesa con motivo del «annus horribilis» de 1992,
me comentaba, en el seno de las tertulias hispano-británicas (creadas
precisamente por los dos Monarcas a iniciativa del nuestro), que después de un
estudio exhaustivo de las monarquías existentes en el mundo, habían concluido
que la única que merecía la pena estudiar por muy diversas razones y para ver
si convenía asimilar alguno de sus rasgos, era la española.
En
menos de un cuarto de siglo, la Monarquía española había pasado de ser motivo
de bromas a ser el modelo a estudiar. Todo ello gracias al Rey Juan Carlos I,
quien, por cierto, llevaba ya entonces un cuarto de siglo reinando.
Ese
mismo Rey había convertido en legión (los «juancarlistas») a los escasos
monárquicos existentes cuando accedió al trono. Había auspiciado, propiciado y
presidido la llegada de la democracia, la había defendido en los momentos
difíciles y la había mantenido con la facultad de «arbitrar y moderar el
funcionamiento de las instituciones» que la Constitución le atribuye.
Además,
su reinado ha sido el periodo de mayor prosperidad, en paz, libertad y
democracia de nuestra historia moderna y, más importante si cabe, desde el
principio y hasta el final de su reinado ha querido ser y ha sido el Rey de
todos los españoles. Somos, o mejor, hemos sido, un pueblo proclive al
dogmatismo, a la intolerancia y –por ende– al enfrentamiento; nuestras
constituciones y nuestros regímenes eran de unos (conservadores, liberales o
progresistas) pero nunca, hasta Él, de todos. Frente a las tendencias
disgregadoras (algunas muy actuales) siempre ha tratado de unir, de unirnos.
Con
su reinado hemos reconquistado nuestro prestigio internacional en el que el Rey
ha sido factor decisivo y primordial (ya es un tópico decir que ha sido nuestro
mejor embajador) y estamos recuperando la confianza en nosotros mismos, tarea
que desde hace más de un siglo, desde el desastre de 1898, parecía una quimera.
Todo
ello hace entrar al Rey Juan Carlos por derecho propio en la vitrina de los
mejores Reyes de España (por desgracia, no muchos). Además nuestro Rey ha hecho
todo eso en una combinación inconfundible, única y probablemente irrepetible de
dos cualidades que, hasta Él, parecían incompatibles: la majestad y la campechanía;
ese saber estar como uno más sin dejar de ser, siempre y en todo momento, el
Rey, el Rey de España.
Probablemente
el pueblo español no hubiera tolerado la pompa y el boato que son moneda común
en otras monarquías europeas, siempre acompañadas por un cierto distanciamiento
y carácter impersonal y probablemente por eso sea hoy un Rey tan querido y
también por ello ha cumplido sus funciones de un modo tan personal y singular
pero también tan ejemplar y modélico.
Las
demás monarquías limitan su papel a la función simbólico-representativa; la
nuestra no se limita a ello: la función de arbitrar y moderar el funcionamiento
de las instituciones ha hecho posible que el Rey evitara colisiones y suavizara
fricciones entre partidos y entre personas. En definitiva, la Monarquía, una
institución vetusta y venerable, encarnada en el Rey Juan Carlos I, ha traído a
España la modernidad y el progreso en paz y libertad. Una gran parte de la
labor desarrollada por el Rey es desconocida por el gran público, pero no por
ello ha dejado de ser decisiva. Como quiera que los partidos políticos, siendo
elementos esenciales e insustituibles de la democracia, son, como su nombre
indica, «partidos», no enteros, es más que conveniente que otra institución, en
nuestro caso la Jefatura del Estado, compense esa «parcialidad» con una visión
unitaria y global.
En
las últimas encuestas del CIS relativas a la confianza en las instituciones,
los ciudadanos, de modo reiterado, relegan a los últimos lugares a los partidos
políticos. Siendo estos las instituciones electivas por antonomasia, parece por
tanto muy necesaria esa institución hereditaria que es la Corona que, pudiendo
tener otros defectos, compensa adecuadamente los del partidismo. Del mismo modo
el cortoplacismo de los partidos, exigido por las consultas electorales, se
compensa por la visión de largo plazo, generacional, de las monarquías.
Mañana
se proclama Rey de España al hijo del Rey Juan Carlos I, a Felipe VI, en el que
España tiene puestas su esperanza y su confianza. Es, a mi juicio, una ocasión
inmejorable para que la llamada «mayoría silenciosa» salga a la calle y exprese
con su presencia con quién está y hacia dónde quiere ir. La sociedad española
tiene una oportunidad inmejorable de manifestarse no como queja o protesta,
sino con una actitud positiva y de apoyo.
Se
produce así, sin traumatismo alguno, la sucesión en la Jefatura del Estado. Se
abre una nueva etapa en la democracia española y se cierra otra; concluida con
un bagaje extraordinariamente positivo por mucho que las ramas de la crisis no
nos dejen ver el bosque de los éxitos.
Pero
los tiempos cambian y se abre otra llena de problemas e incertidumbres y
también de oportunidades y esperanzas. Una nueva generación debe tomar el
relevo y aplicar sus propias recetas; no hay restricciones ni pies forzados,
solo una base, en su día acordada por todos, por consenso, sobre la que seguir
construyendo y además esa base también puede ser reformada.
La
generación pasada ha hecho su labor, como todas, con sus luces y sus sombras.
Es la hora del relevo y el protagonismo le corresponde a una nueva generación.
Lo importante es que queda un legado común sobre el que seguir edificando y ese
legado es la mejor garantía para evitar vueltas atrás o saltos en el vacío. Ese
legado es el que nos da la estabilidad que es la base indispensable de todo
progreso.
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