19 oct 2014

“¿Sabe por qué no hablamos? Hablar es ir al panteón”. Reportaje de la Turati

Revista Proceso No. 1981, 18 de octubre de 2014
“Ellos siguen mandando aquí”/MARCELA TURATI
IGUALA, GRO.- La regidora Marina Hernández de la Garza, del PRI, se pelea a los gritos, mienta madres, señala con rabia al hombre del pantalón café que ahora platica con otros dos pero que la espía desde afuera de su oficina: vigila si habla con periodistas, si va al baño, si se encuentra con alguna persona. Y lo informa a alguien.
Aunque la Gendarmería tomó la ciudad acéfala de poderes políticos –el presidente municipal perredista José Luis Abarca, su esposa y tres funcionarios investigados por sus vínculos con el narcotráfico están prófugos desde el 1 de octubre–, Iguala se mantiene controlada por poderes paralelos.
 La poca gente que tiene información y se anima a hablar avisa que está dictando su sentencia de muerte.
 “Me da mucho temor hablar, pero creo que ya no tengo vuelta atrás, ya no tengo forma de callar”, dice tragando saliva la regidora Sofía Mendoza Martínez, del PRD, viuda de Arturo Hernández Cardona, el luchador social de cuya muerte se acusa al alcalde fugado, al momento de relatar la historia de la represión que nadie escuchó hasta que el gobierno federal puso el ojo en ese municipio.
 “Debe haber una coordinación entre la policía y esos grupos. El ayuntamiento todavía lo controlan ellos pues ahí están sus familiares; los regidores aprobaban todo, no se discutía nada”, señala en una cafetería donde accede a expresarse, aunque a cada tanto repite: “Me da miedo hablar, pero ya no tengo vuelta atrás; callar para mí implicaría más riesgo”.

Todos parecieran tener miedo. El familiar de un policía detenido, que pide una entrevista pero no quiere identificarse, explica la razón: “¿Sabe por qué no hablamos? Hablar es ir al panteón”.
Su pariente es uno de los 22 elementos municipales acusados por el asesinato de seis personas (tres de ellas normalistas), por herir a una veintena (una de las cuales está en coma) y por desaparecer a 43 estudiantes –a quienes, según la fiscalía estatal, entregaron a sicarios del cártel dominante.
A pesar del despliegue territorial de las fuerzas federales, en estos días Iguala, ciudad con 140 mil habitantes y a una hora de la capital del estado, pareciera tener una cumbre mundial de halcones, para más seña: “orejas” que en otros lados son llamados simplemente “informantes”.
 Ellos siguen a los blancos conflictivos por todos lados. Si los periodistas suben al cerro a ver las fosas, los escoltan en motocicletas. Si bajan del cerro y llegan a una tienda a hidratarse, otros están ahí para tomarles fotografías –el descaro es mayor o menor según el personaje–. Si se meten a un restaurante a pedir cena, pronto llegarán otros tres a sentarse en la mesa contigua y uno más se quedará afuera, fingiendo que espera a alguien. Si hacen rondines por la escena de la tragedia, éstos pasan en algún automóvil que de tantas vueltas se vuelve familiar.
Lo mismo ocurre a regidores y miembros de organizaciones.
Pocas personas hablan en este lugar que fue famoso por sus minas de oro y hoy lo es por las fosas con cadáveres que han sido descubiertas a partir de la búsqueda de los desaparecidos.
De los que saben cosas pero no hablan, algunos están en la nómina del Cártel Guerreros Unidos; otros callan por miedo preventivo: saben lo que a muchos les ha costado abrir la boca.
 Bajo los dos años de presidencia municipal de José Luis Abarca, los pocos que hablaron sufrieron golpizas o torturas o desapariciones o asesinatos. (Proceso 1980.)
 Lo mismo pasa entre periodistas: o estaban amenazados o fueron comprados.
 “Un día la señora se acercó a un compañero y lo amenazó diciendo: ‘Te voy a cortar las orejas’. Él contestó con una broma, y le dijo que no fuera mala, que no le iban a quedar los lentes, y ella le contestó seria que se los tendría que poner con liguillas. Pero sabemos que la amenaza era seria”, comenta un reportero.
 Uno de los representantes en Iguala del Sindicato Nacional de Prensa admite que muchos de sus colegas estaban en la nómina del alcalde, o los medios tenían convenios con éste. “Él decía con quién iba a hablar y con quién no”, agrega, pero pide para sí el anonimato.
 Un reportero asignado a cubrir el ayuntamiento estima que si en esta ciudad existen 35 periodistas, al menos 10 recibieron amenazas. Él entre ellos, pero no quiere detallar su caso.
 “Nos están viendo, no podemos hablar”, se excusa.
 Una reportera que también solicita no mencionar su nombre, aunque dice que todos al leer la nota se darán cuenta de que ella es la informante, refiere: “Yo fui una de las amenazadas. A Abarca le molestó que cubría las protestas que hacía el licenciado (Arturo Hernández) Cardona. A veces recibía mensajes en los que me decían que me iban a levantar”.
 Otro reportero revela: “Se desquitaron con mi familia. Desde la primera nota que saqué despidieron a varios de mis familiares de su trabajo en el ayuntamiento”.
 Un documento oficial del ayuntamiento de Iguala de la Independencia, Guerrero, da cuenta de los gastos y modificaciones presupuestales durante los primeros seis meses de 2014. Existe un rubro de cine, radio y televisión por 298 mil pesos.
 “La mayoría de los medios estaban comprados, no sacaban nada de lo que aquí ocurría”, asegura un miembro del cabildo que cree que se gastaba más en mantener silenciada a la prensa.
 La regidora priista Hernández, quien junto con la perredista Mendoza fue una de las voces críticas durante la gestión de Abarca, denuncia que todavía el lunes 6 de octubre, cuando tomaron la seguridad del municipio las nuevas autoridades, una “mano negra” saboteó su participación en la reunión. Recibió el mensaje con la invitación a las siete y media de la tarde, aunque la reunión había empezado una hora antes.
 “No se han ido”
 En la esquina se ven arreglos florales y veladoras. En las casas contiguas hay incrustaciones de balazos. La mujer empalidece cuando abre la puerta y encuentra a una periodista que le pregunta si escuchó algo la noche del 26 de septiembre.
 Ella mira hacia ambos lados de la calle, atenta de que nadie la vea. Susurra una dirección donde podemos encontrarnos y cierra la puerta. La cita es en una bodega. Allí comienza a repetir: “Si hablo me matan, si hablo me matan. Ellos no se han ido. Ustedes no saben lo que pasa aquí. Estoy rodeada de halcones, trabajan para ellos”.
 Empieza a llorar y, sin alzar la mirada, cuenta que en la noche los vecinos de la colonia Juan N. Álvarez  –donde la policía arrinconó a los estudiantes– escucharon que los estudiantes de Ayotzinapa pedían ayuda, gritaban que iban desarmados, pero los uniformados les dispararon.
 Ella y su familia, impotentes, tirados en el suelo, las luces apagadas, no pudieron ayudarlos. No se animaron a abrir la puerta para auxiliar a los heridos.
 Un maestro de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG), quien acudió a ayudar a los estudiantes baleados y sobrevivió a la segunda balacera, tampoco se anima a decir mucho. Una noche, a oscuras dentro de una escuela, junto con otro maestro, relata lo que vivió la noche del 26 y la madrugada del 27.
 “Lo que tememos es lo que pueda pasar después, lo que pase después de que se vayan todos y nos quedemos solos nosotros”, manifiesta luego de explicar cómo la Policía Municipal siempre estuvo aliada con el ­narcotráfico.
 Una de las dueñas de las fondas instaladas enfrente de los separos de la Policía Municipal, clausurados con sellos amarillos como los que se usan en las escenas del crimen, empieza a defender a los policías pero de inmediato se calla.
 No ponga mi nombre, no se puede decir nada. Usted no sabe cómo está esto”, ruega miedosa.
 Por las noches, aunque la ciudad está tomada por al menos 300 elementos federales con carros artillados, el centro luce vacío, el palacio municipal sin vigilancia, como si nadie permaneciera de guardia. Sólo se ven algunos policías federales, cuidando sus propios vehículos y en las entradas de los hoteles donde se hospedan.
 Al amanecer aparecen mantas con amenazas contra todos –incluidos inocentes– en represalia por la captura de los policías. 

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