Revista
Proceso # 2051, 20 de febrero de 2016....
Francisco,
el fulgor de un relámpago/JAVIER SICILIA
Francisco
llegó a nuestro país y se fue. ¿Qué nos deja su paso por este infierno del que
el simbolismo de su itinerario –la Basílica de Guadalupe; San Cristóbal de las
Casas, Chiapas; Morelia, Michoacán; y Ciudad Juárez, Chihuahua– anunciaban ya
un mensaje evangélico duro? Es difícil decirlo. Habrá que esperar en el tiempo
las repercusiones de su presencia y su palabra en la desgarradura de nuestro
país. Quizá algo cambié. Quizá –es lo más seguro, porque son los signos de los
tiempos y de esa tecnología que, como lo dijo en su discurso a los obispos (13
de febrero), “hace distante lo que está cercano”– su presencia y su palabra
pasen como un show más que no deja otra huella que el fulgor del instante sobre
el que los medios enfocaron, esta vez, su atención, un relámpago, como ha
habido tantos en nuestro país, que iluminó un instante las sombras, para
volvernos a sumir en esta larga e interminable noche llena de muertes,
desapariciones, desplazamientos, miseria, desprecio, desconfianza y miedo. No
tenemos aún la suficiente perspectiva histórica. Sin embargo, es importante, al
menos, tratar, ahora que acaba de irse, de descifrar algo de su fulgor.
No
cabe duda de que el Evangelio, pese a las persecuciones, el desprecio de la
modernidad y el rechazo que puede generarle a muchos, sigue siendo un punto de
referencia y de sentido en la vida del mundo, en particular de México. No cabe
duda también que el Papa, como vicario de Cristo, sigue siendo, después de 2
mil años –después de casi cinco siglos en nuestro país– la figura que mejor lo
condensa. Ningún jefe de Estado, ningún rock star, ninguna estrella de
Hollywood, puede concitar tanta aglomeración de personas, de solicitudes, de
imágenes, de comentarios, de primeras planas y portadas de revistas, como la
que concitó esa figura de maneras suaves y ataviada con un hábito blanco que
denuncia las injusticias y habla de amor. No hubo medio de comunicación que no
siguiera las palabras y los pasos de Francisco por nuestro territorio. Y, sin
embargo, sus mensajes y su presencia, fueron, a pesar de su cercanía con la
desgarradura del país, lejanos e impotentes como una fotografía.
A pesar de las solicitudes de los padres de
Ayotzinapa, de Los Otros Desaparecidos de Iguala, del Movimiento Nacional de
Nuestros Desaparecidos en México, del Centro de Derechos Humanos de las
Mujeres, de la inmensa deuda que la Iglesia tiene con las complicidades de los
Legionarios de Cristo en las atrocidades de Marcial Maciel, a pesar del
concienzudo informe sobre los desaparecidos que le entregó en mano don Raúl
Vera, el Papa fue cercado por una jerarquía venal que privilegió el encuentro
con el cinismo de los políticos y las reuniones a modo, aquellas que no
comprometen la imagen que el gobierno de Enrique Peña Nieto intenta inútilmente
instalar en la conciencia internacional.
Que
nadie os engañe de ningún modo: primero tiene que suceder la apostasía y se
tiene que manifestar el Hombre sin ley, el destinado a la perdición, el rival
que se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto, hasta
sentarse en el templo de Dios, proclamándose Dios. ¿No recordáis que os lo decía
cuando estaba aún con vosotros? Y ahora sabéis lo que lo retiene (ho katékhon o
katéchon) para que no se manifieste antes de tiempo. La fuerza oculta de la
iniquidad ya está actuando; sólo falta que el que la retiene se quite de en
medio. Entonces se revelará al Inicuo (‘el sin ley’), al que destruirá el Señor
con el aliento de su boca y anulará con la manifestación de su venida. El
Inicuo se presentará por virtud de Satanás, con toda clase de milagros y
señales y falsos prodigios, con toda clase de fraudes inicuos para los que se
pierden porque no aceptaron para salvarse el amor de la verdad”.
El
texto de San Pablo y las largas y profundas reflexiones e interpretaciones que
a lo largo del tiempo ha generado merecerían un libro y una reflexión fina que
no puedo hacer aquí. Baste, sin embargo, decir que ese texto se reeditó, una
vez más, en la visita de Francisco a México. Vivimos, como en la época de San
Pablo, el tiempo del fin. Cada época terrible es el tiempo del fin, no el fin
de los tiempos que anuncian los falsos profetas y que parece insinuarse en el
horror que brota por todas partes en nuestro país. En ella, como en la época de
San Pablo, el misterio del mal está actuando, y “el Hombre sin ley” –revelado
hoy en los políticos, los criminales, los empresarios y los miembros de la
Iglesia sin escrúpulos, que con su poder y su dinero hacen “milagros, señales y
falsos prodigios, con toda clase de fraudes inicuos en sus acciones– se sentó
en el templo, al lado de Francisco. Frente a él está, también, como entonces,
“lo que lo retiene”, el katéchon, es decir, aquel que, como Francisco y los que
resisten, manifiesta la presencia evangélica y retrasa, impotente, el fin de
los tiempos, el apocalipsis, la revelación final.
Esta
interpretación no tiene, como he dicho, nada que ver con predicciones
catastrofistas y simplistas. La experiencia del tiempo del fin, entendida,
desde la venida de Cristo al mundo, como un drama histórico, implica que el
conflicto decisivo entre el bien y el mal, es decir, el conflicto del tiempo
del fin descrito por San Pablo, siempre está en curso y exige –esas fueron en
resumen las exhortaciones que Francisco hizo a lo largo de sus homilías– una
toma de posición frente a él. El mal, expresado en México por la manera en que
los poderes del mundo cercaron al Papa y, sentados en el templo, impidieron que
la Iglesia de las víctimas, de los resistentes, de los pobres, se acercara a él
para buscar un camino de justicia y de paz, no es, como la teología de la
resignación (“una de las armas preferidas del demonio”, dijo el Papa en su
homilía en Morelia, el 16 de febrero) lo ha querido, un oscuro drama histórico
que paraliza la acción, sino un drama histórico en el que debemos tomar
decisiones y actuar. En este drama histórico siempre en curso cada uno estamos
llamados a cumplir nuestra parte.
Así,
frente a la impotencia del Evangelio para transformar nada de lo que la
política y sus crímenes generan, queda –fue el llamado del Papa en la Basílica
de Guadalupe– el silencio de la oración y de la contemplación en los ojos de la
Virgen –del que dejó dos hermosos símbolos en su silenciosa oración frente a la
Guadalupana y la tumba de Samuel Ruiz–, el silencio como forma de resistencia
política que llama, en una vida de austeridad evangélica, a ser, como el indio
Juan Diego, embajadores y enviados para “acompañar tantas vidas, consolar
tantas lágrimas (en) tu vecindario, (en) tu comunidad, (en) tu parroquia (…)
dando de comer al hambriento, de beber al sediento, (dando) lugar al
necesitado, (vistiendo) al desnudo y (visitando) al enfermo” (homilía en la
Basílica de Guadalupe, 13 de febrero).
Ese
silencio, que pide convertirse y mantenerse como acción, es también un llamado
a asumir, en consonancia con las comunidades cristianas primitivas del tiempo
de San Pablo, prácticas ascéticas para mantener vivo el sentido en un país
devastado por el show mediático, el cerco de los poderes “del dinero” y de “las
leyes del mercado” que asesinan, desaparecen, despojan a sus habitantes “de sus
tierras” y realizan “acciones que las contaminan”, y de la velocidad
tecnológica, “que hace lejano lo que está cerca” y destruye la dignidad de la
vida y su sentido.
El
Papa, en este sentido, habló con profundidad y con firmeza, en medio de lo que
“el Hombre sin Ley”, es decir, de los poderes del mundo, y de la fuerza oculta
del misterio del mal, se lo permitieron. Sus mensajes y su presencia, cercadas,
como en la época de Jesús y de San Pablo, por ese misterio, es para quienes aún
tienen ojos para ver y oídos para escuchar, un punto de referencia y de
resistencia en medio del horror y sus tinieblas, un relámpago en el centro de
un tiempo espantoso y terrible, un katéchon, que retrasa el apocalipsis, el
final de los tiempos, e impide que el mundo de lo humano se desmorone.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra,
liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, y a todos
los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a
gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, y devolverle
su programa a Carmen Aristegui. l
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