El Espíritu Santo es
antídoto eficaz para la tristeza y la soledad; papa Francisco
Francisco presidió el último Regina Coeli del año en el día de Pentecostés desde la ventana del estudio del Palacio Apostólico del Vaticano, desde donde explicó la importancia que esta fiesta tiene para la Iglesia.
El Espíritu “nos enseña la única cosa indispensable: amar como ama Dios”. Es el “consolador, abogado, intercesor, es decir, Aquél que nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y lucha por el bien y contra el mal”, subrayó.
El Espíritu Santo es “una inmensa cascada de
gracia”. “Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la
plenitud de la vida filial”, dijo el papa Francisco en la homilía de la Santa
Misa de Pentecostés.
Homilía del papa Francisco en el día de Pentecostés
15 de mayo de 2016…
La
misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad
esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado;
apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.
El
apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan
llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un
espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la
relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través
de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
El
Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la
salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante
el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído.
También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición
de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la
muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa
supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia
de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos
incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la
vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de
la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo
del mismo Padre; y así otros signos semejantes.
A
todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria,
aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin
embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que
fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la
cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una
inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de
regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No
os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos
hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre
de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración:
es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de
la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los
cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más
necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu
de verdad, de libertad y de paz.
Como
afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo:
«El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para
consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace
entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal,
Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos,
sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo
cambie.
Podemos
mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la
alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad.
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