Conocí a Prigione por presentación que nos hiciera Javier García Ávila. En ese entonces, Javier se desempeñaba en la Regencia capitalina, como secretario particular de Manuel Camacho….
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Un
tríptico sobre el poder de Girolamo Prigione/ José Elias Romero Apis, presidente de la Academia Nacional, A.C.
Fue
uno de los hombres más enigmáticos y hasta más misteriosos que he conocido. Era
un verdadero “jefe” de la Iglesia mexicana. Muchas veces llegué a pensar que,
en México, mandaba más que el Papa
Excelsior, 29/05/2016
Cuando
el viernes por la tarde supe de su deceso, no pensé que se convirtiera en una
noticia, a casi 20 años de que terminó su histórica comisión en México. Casi a
las 10 de la noche, Pascal Beltrán del Río me pidió una nota sobre el asunto y,
al no tener una idea clara de lo que escribiría, le dije que se la mandaría
hasta el lunes. Mi amigo fue tolerante y no me insistió en lo que significa
distanciar tanto tiempo una noticia de un comentario.
Pero,
de inmediato, me asaltaron los recuerdos y, con ellos, vinieron las ideas. Como
dormí bien, tal como es mi costumbre, descansé muy bien. Y a las 7 de la mañana
sabatina le mandé un correo para decirle que ya estaba sobre el teclado.
Toda
mi tormenta de recuerdos y de ideas la agrupé, mentalmente, en tres segmentos y
de ahí el nombre de estas líneas. El primero, conteniendo algo de mi trato
personal con Girolamo Prigione (GP). Me queda en claro que eso no es
importante, pero es lo que me permite construir mi explicación personal sobre
el personaje. El segundo se refiere a lo que significó el desempeño de Prigione
en México, tanto para nuestros dos Estados como para la vida mexicana en lo
particular. El tercero sobre su desempeño en un suceso por el que se le
identificará ad aeternam: el establecimiento de las relaciones entre el Estado
mexicano y el Estado Vaticano.
Así
que puse “manos a la obra” y me reí conmigo mismo al pensar que Pascal quizá
leería este tríptico ya terminado antes de que leyera mi tempranero correo.
Aquí lo comparto con los amables lectores.
Mi
trato con Girolamo Prigione
Nunca
podré decir que llegué a que me confiriera el título de “su amigo”. Pero lo más
importante de lo que acabo de decir es que no lo sé. Él fue uno de los hombres
más enigmáticos y hasta más misteriosos que he conocido. Reconozco, con enorme
gratitud, que siempre me trató como si fuera su amigo y que nunca hizo nada que
me permitiera suponer lo contrario. Pero, por su arcano temperamento, me han
asaltado las sospechas de si eso fuera un impulso de su afecto o una disciplina
de su comportamiento. Lo que sí me queda en claro es que yo siempre lo
consideré mi amigo y siempre traté de que así lo sintiera.
Conocí
a GP por presentación que nos hiciera Javier García Ávila. En ese entonces,
Javier se desempeñaba en la Regencia capitalina, como secretario particular de
Manuel Camacho. Me daba la impresión de que la mitad de su tiempo la dedicaba a
apoyar la operación de la oficina de Camacho y la otra mitad a apoyar a Camacho
en sus relaciones con la Iglesia, donde García Ávila se movía “como pez en el
agua”.
Por
mi parte, yo era en ese entonces subprocurador de la República. Pero diversas
circunstancias, no buscadas por mí, me habían convertido en un subprocurador
proverbialmente poderoso. Lo menciono porque creo que eso facilitó a Javier
abrirme un comedor íntimo de tan cerrado así como a mí sentirme como un
invitado y no como un arrimado.
Fue
ese uno de los hechos que me permitieron tratar de cerca a GP, porque “nos
caímos” bien, las comidas se multiplicaron con frecuencia y ello me permitió
atisbar un poco en su personalidad. Así entré y me quedé un tiempo en la
entonces Delegación Apostólica y, más tarde, Nunciatura.
Desde
luego, se comía con suculencia y se platicaba con suficiencia. Para mi buena
suerte, casi siempre la mesa estaba completada con hombres importantes de la
política, de la religión, de la comunicación, de la empresa y hasta de la
vagancia. Pero todos ellos inteligentes, destacados y reconocidos. También para
mi fortuna, la comida italiana es muy de mi agrado, como nos sucede a casi
todos. Pero la mesa de un italiano rico difiere mucho de la que nos ofrece la
mesa comercial. Las pastas, los prosciuttos, los formaggios y muchas cosas más,
en su categoría superior. Desde luego que, también, se nos obsequiaba con buenos
vinos italianos, aunque era frecuente que los invitados llegáramos con una
bolsita para, discretamente, suplirlos con algunos franceses o españoles, ambos
de alto registro. La comida, claro está, nunca tratamos de suplantarla.
Me
queda en claro que GP no veía en mí a un personaje apetitoso y eso me mostró
que su trato para conmigo se debió a generosidad plena, desprovista de
intenciones secundarias. Yo manejaba una dependencia que a él ni le servía ni
le interesaba. En su relación oficial, la PGR no tenía ni tiene nada que ver con el Vaticano. No le
serviría para los intereses de la Iglesia católica ni él jamás sería acusado de
algo. Tampoco era yo, ni lo soy, un hombre rico ni un patrocinador de causas.
Mi cartera, además de inexistente, es inservible. Advertía que era un político
que medio conocía el sistema mexicano. Pero él trataba a muchos políticos mucho
más experimentados y mucho más encumbrados que yo.
Así
que fui dilucidando que lo que le intrigaba en mí podían ser cuatro razones. La
primera era mi condición como un abogado que podía explicar, sin dificultad,
los laberintos del Derecho mexicano, a veces tan difícil de ser entendido por
los extranjeros y otras tan difícil de ser entendido por los mexicanos. Creo
que eso lo hacía sentir cómodo en sus dudas y hasta cuando los propios abogados
mexicanos divergían en torno a temas del interés vaticano.
La
segunda era que le interesaba que yo platicara sobre la complicada relación
mexicana entre la Iglesia y el Estado, a través de casi toda nuestra historia.
El Plan de Ayutla, la Reforma Liberal, la Constitución de 1857, la Guerra de
Tres Años, la Guerra de Intervención, la República Restaurada, el Plan de
Tuxtepec, la Dictadura, la Revolución Antirreeleccionista, el Cuartelazo, el
Plan de Guadalupe, la Revolución Constitucionalista, la Constitución de 1917,
la Cristiada y la fría relación de los, entonces, últimos 60 años mexicanos.
Todo
ello implicaba platicar de 150 años de una historia complicada de explicar y
difícil de entender. Pero con buena mesa, con buena charla y con buena compañía
todo se facilitaba y hasta se disfrutaba. Siempre me he quedado con la grata
impresión de que esos cotejos sirvieron para entendernos en lo que habría de
ser una futura negociación difícil y que hubiera sido peor de no habernos
comprendido.
Muchos
de los desentendimientos entre los pueblos provienen del hecho de que no nos
conocemos. Nuestra futura relación, fuera diplomática o se quedara en informal,
mucho ganaría si pasara por la tolerancia de aceptarnos antes que por el
contrato de relacionarnos.
La
tercera razón fue que, siempre, le dejé en claro que me gustaba su forma de ser
hasta en lo que no le gustaba a muchos otros. Todo ello, porque lo entendía en
su función y en su cometido. Lo pondré más en claro. El representante vaticano
es uno de los dos embajadores más importantes para el mundo mexicano. En primer
lugar, porque Estados Unidos y el Vaticano son los dos Estados que más provecho
o más daño le pueden hacer a México, casi a su pura voluntad y capricho. En
segundo lugar, porque son los dos únicos imperios que existen en la actualidad
con embajadores y embajadas. Los Estados Unidos y el Vaticano son los únicos
dos Estados con intereses en todo el planeta porque están interesados donde
tienen intereses y hasta donde no los tienen.
Ahora
bien, siempre he creído que a los embajadores de los poderosos mucho les ayuda
ser soberbios, altaneros, adustos, metiches, entrometidos, chismosos,
intrigantes, mentirosos y mil cosas más, por oficio y no por naturaleza. Así
como poco les ayudaría ser humildes, graciosos, respetuosos, francos y
generosos.
De
nueva cuenta, al entender se acepta. Lo que en GP a muchos les parecían
defectos a mí me parecían virtudes. Si, además del oficio, las tenía en su
persona, pues qué bueno. Pero si no las tenía, poco me importaba. Así como mi
sentido de la justicia él lo valoraba en mi desempeño oficial sin importarle si
yo era justo en mi vida privada. Todo
eso nos quedó claro y todo eso nos gustó.
La
cuarta razón era mi correspondencia con su generoso desinterés. Así como yo no
tenía nada que le pudiera servir, él tampoco lo tenía para mí. En primer lugar porque el
representante de la Iglesia católica no me podía hacer ni un bien ni un mal. Ni
podía lograr que me ascendieran ni podría conseguir que me corrieran.
Si
así era en lo terrenal, en lo espiritual me sucedía algo muy similar pero muy
complicado. Soy un creyente que la relación entre mi dios y yo es directa,
personal y hasta íntima. Que ella no admite intermediarios ni para bien ni para
mal. Desde luego creo en el mismo dios y en la misma religión en los que creía
GP. Estoy convencido de que mi salvación dependerá, exclusivamente, de lo que
yo haga y de lo que mi dios me conceda. Que no me salvaré por la firme amistad
de mis amigos jerarcas religiosos, aunque ellos quisieran hacer todo a su
alcance. En esto era yo insolente, como él.
Asimismo,
siempre creí que su misión, en mucho, podría servir a su Iglesia y a mi país,
si todo lo hacíamos como debería ser y hasta donde debería ser. Pero que en
nada le serviría a nuestro dios, al que consideramos tan poderoso, que en nada
la da ni le quita tener una embajada en la Guadalupe Inn o no tenerla. En esto
le mostré que es más complicado un creyente insolente que un simple ateo.
Esto
nos permitió que nuestra relación siempre quedara blindada frente a
contaminaciones de cualquier especie.
También,
muchos otros amigos mutuos cimentaron nuestra relación. Principalmente,
Olegario Vázquez Raña al lado de quien, en este momento, recuerdo tres
imágenes. La primera se refiere a las múltiples ocasiones que vi a GP en la
casa de Olegario. Prácticamente era imprescindible en sus comidas, cenas y
fiestas.
La
segunda fue cuando ofició la misa triministerial con motivo de la boda de
Olegario Vázquez Aldir y Marcela Garza Santos, en la Catedral de Monterrey. Los
otros oficiantes fueron Norberto Rivera Carrera y el entonces arzobispo de
Monterrey, cuyo nombre ahora no recuerdo.
La
tercera se refiere a las jornadas de tenis que se celebraban los domingos en la
cancha de la Nunciatura y donde acudían a jugar, entre otros, los queridos
amigos Olegario Vázquez Raña, Francisco Labastida, Emilio Gamboa, José Antonio
González Fernández y Leopoldino Ortiz Santos. Otros más, ahora escapan a mi
memoria.
Yo
nunca he querido jugar al tenis. La raqueta sólo me llevó al frontenis y al
padel. Pero, en ocasiones, iba en calidad de “mirón”. Me divertía ver jugar a
mis amigos. Todos ellos tenían un fuerte espíritu de ganadores. En esas rondas
privadas no se competía por profesionalismo, ni había trofeo ni vanidad de club
ni nada de eso. Era competición pura. Pero llevada al extremo de que a ellos no
les importaba arriesgar un tobillo o una muñeca con tal de perseguir una
pelotita y no perder el tanto o, mejor aún, poder ganarlo. Hombres con méritos,
con riquezas y con reconocimientos ganados por sí mismos, luchando por no
dejarse vencer por sus amigos queridos.
Dos
de ellos llamaban mucho mi atención y la de los demás en esos juegos.
Leopoldino, de quien se decía que era “un costal de mañas” y GP, de quien se
decía que era “un costal de trampas”. De Leopoldino, porque usaba efectos
propios del frontenis que, para los tenistas, están considerados no como
ilegales pero sí como inmorales pero, sobre todo, como “vulgares”.
Y
de GP, que siempre consideraba que los tantos dudosos eran a su favor,
concediéndose hasta 10 pulgadas dentro o fuera de la cancha, según le
conviniera. En discusiones que hasta un espectador miope podría notar con
claridad desde la tribuna, GP alegaba a su favor si era “dentro” o había sido
“fuera”.
Para
dirimir alegaciones prolongadas e inútiles, algún inteligente siempre me
requería, como espectador imparcial. “Pepe Elías, ¿fue dentro o fuera?”. Y yo,
privilegiando al anfitrión, levantaba la mano derecha en ademán ritual y
contestaba: “Lo que Dios quiera. ¿Quién habla por Él?”. GP ratificaba su
criterio inicial y el juego proseguía, le gustara a quien le gustara. En esos
juegos comprobé que era medio abusivo, medio tramposo y, de paso, hasta medio
cínico.
Al
terminar, todos platicábamos sabroso, tomábamos el aperitivo dominical y
corríamos hacía nuestros respectivos convivios familiares, dejando al anfitrión
solo con la soledad de su celibato.
Un
factor fundamental en torno a GP fue la hermana Alma, quien lo sirvió con
lealtad estoica y, a veces, heroica. Pese a su importancia política, la
Nunciatura no tiene los cientos o miles de empleados de otras embajadas ni dan
los servicios consulares o diplomáticos de las otras. Además de unos cuantos sirvientes,
desde luego pocos, en ese entonces la integraban GP y la hermana Alma, quien
era desde su brazo derecho hasta su pie izquierdo. En el mundo mexicano, todos
considerábamos a Alma como una verdadera vicenuncia, aunque sólo se presentaba
como secretaria de Su Eminencia.
Al
terminar esa guardia, la hermana Alma dejó sus votos y se convirtió en Alma. Se
fue a trabajar con Olegario Vázquez Raña y siempre siguió procurando a GP. Creo
que Alma siempre ha considerado que lo más importante que le sucedió en la vida
fue servir a Girolamo Prigione.
Lo
trascendental de la misión de Girolamo Prigione
Como
se dijo más arriba, la relación entre la Iglesia católica y el Estado mexicano
ha sido más que difícil. Lo más dulce sucedió antes de la Reforma, pero quedémonos
con que a los próceres más insignes de la Revolución de Independencia se les
juzgó eclesiásticamente. Hidalgo y Morelos fueron excomulgados y tratados
condenatoriamente.
Esa
revolución triunfó, se convirtió en gobierno, México se convirtió en país y los
seguidores de los insurgentes excomulgados se convirtieron en gobernantes.
Todos jugaron. Unos perdieron y otros ganaron.
Después
de tres décadas habría de venir la Reforma, la cual fue considerada por la
Iglesia católica como una posición antirreligiosa del gobierno. En realidad, la
Reforma fue una separación entre uno y otra, no una posición antagónica. Al
César y a Dios lo de cada quien.
La
Ley Ocampo estableció a los actos familiares como civiles. El matrimonio, el
nacimiento y la defunción se empezaron a registrar sin prohibir su realización
eclesiástica. Los malos sacerdotes pensaron que eso les iba a quitar
honorarios, pero nada de eso. Después de 50 años de la Reforma los mexicanos se
casaban por la Iglesia y no todos por lo civil. Fue ya a mediados del siglo XX
que en un “arreglo secreto” la Iglesia no casaba si no se presentaba el acta de
matrimonio civil. Hoy, ya no es necesario ni una ni otra. Pero nadie resultó
afectado.
La
Ley Juárez redujo el fuero eclesiástico, como es la tendencia con todas las
potestades y los sometimientos forales. Así como el Ejército no juzga a
paisanos, la Iglesia no puede juzgar a quien no pertenece al Estado
eclesiástico. La Ley Juárez no juzgaba pecados sino delitos.
La
Ley Lerdo sí les dio un “fregadazo” del que dicen unos que todavía no se
reponen, aunque otros dicen que ya se repusieron con creces. Esta ley
desamortizó los bienes, abolió el diezmo y canceló la potestad adquisitiva.
Ello,
además, fue llevado a una Constitución en 1857, lo cual provocó una guerra
durante un trienio entre liberales y conservadores. Todos jugaron. Unos
perdieron y otros ganaron. Los perdidosos rogaron la ayuda extranjera y
propiciaron La Intervención y la instalación del Imperio espurio. Todos
volvieron a jugar. Ganaron los mismos y perdieron los mismos.
Más
tarde vino una dictadura de 30 años, pero liberal. Quizá los perdedores
tuvieron alguna esperanza reivindicatoria, pero no fue así. Porfirio Díaz tuvo
todos los defectos que se han dicho y otros más. Pero debe reconocerse que no
canceló ningún privilegio de la Reforma. Ni en materia de estado civil ni en
materia de diezmos. Díaz no devolvió a la Iglesia ni un solo metro cuadrado de
la desamortización. Ganaron y perdieron los mismos.
Su
última baraja la creyeron jugar en la Revolución. Pero, de nueva cuenta, la
revolución fue liberal. Hizo una nueva desamortización y le quitó la tierra a
los hacendados, pero no para la Iglesia sino para los campesinos. Otra vez
perdieron pero siguieron inconformes y provocaron la Cristiada. Ni decir de una
nueva derrota. Pero una vez victoriosos, los vencedores ni prohibieron el culto
ni persiguieron la religión ni acosaron a los creyentes.
Pero
de uno y de otro bando hubo intrigas. A varios presidentes mexicanos les
dijeron que los obispos los querían matar. La mentira se apoyaba en el recuerdo
de Álvaro Obregón, asesinado por órdenes eclesiásticas. Y al Papa deben haberle
dicho muchas cosas terribles de los gobernantes mexicanos. La incomunicación de
medio siglo hizo que la intriga actuara ad libitum.
En
1978 GP llegó a México en calidad de delegado apostólico. En ese tiempo México
era gobernado por el primer Presidente que se conducía como abiertamente
católico, aunque no fanático. La oportunidad de acercamiento era buena, aunque
no se llegó a pensar en las relaciones diplomáticas.
En
primer lugar, porque la relación diplomática no es un tema que atraiga mucho al
Vaticano. Lo han hecho más por condescendencia que por apetencia. Y en segundo
lugar porque los presidentes lo consideraban como un suicidio político e
histórico. Jesús Reyes Heroles se opuso firmemente a esa posibilidad, aunque
fuera tan sólo imaginaria. Algunos mensos dijeron que a Reyes Heroles lo
corrieron porque se peleó con GP. En realidad lo corrieron porque se peleó con
el Presidente.
Después
de López Portillo gobernó Miguel de la Madrid. No pasó nada en esta materia
salvo alguna o algunas visitas papales, las cuales ya se había vuelto lugar
común después de la apoteósica primera visita de 1979.
Mientras
tanto, GP se fue convirtiendo en un factor. En ese entonces habría unos 80
obispos mexicanos, de los cuales unos 70 le debían la designación. Algunos, no
sólo la mitra obispal sino hasta el capelo cardenalicio. Es decir, se convirtió
en un verdadero “jefe” de la Iglesia mexicana. Muchas veces llegué a pensar
que, en México, mandaba más GP que el Papa.
En
sus mesas vi desfilar a muchos que ya eran y a muchos que querían ser. Vi que
los orientaba, que les prometía y que hasta los regañaba. Una ocasión presencié
que a un obispo le puso una de “perro bailarín”. Resulta que se casaría la hija
o hijo de un político y el obispo se había negado a oficiar. Su diócesis
incluía uno de esos destinos turísticos muy socorridos para bodas de no
residentes, lo cual contradice una insignificante norma formal ritual.
Le
dijo a GP que no quería que su diócesis se convirtiera en un “Las Vegas”
casando a puro pasajero. En realidad no quería porque no le caía el político
padre, el cual recurrió a GP y éste llamó al obispo no para comer sino para
tragar. En efecto, no participó de los alimentos. Llegó, lo regañaron y lo
despidieron. Le dijo que no le viera la cara de pendejo. Que todo el tiempo
casaba a pasajeros. Que ellos dos sabían lo que se podía y lo que no se podía.
Y que nunca se le olvidara que “todo-se-puede”.
A
los políticos no los regañaba, pero sí discutía de tú a tú, con vehemencia, con
fragor y con desparpajo.
Después
llegó a la Presidencia de la República Carlos Salinas de Gortari, quien traía
como un asunto ya incubado el de las relaciones. No sé quién se lo insertó.
Creo que no fue en el seno familiar ni en el escolar ni en el laboral ni en el
grupal. No alcanzo a ver, en su primer equipo, a nadie con ese propósito. Pero
si no fueron ni los padres ni los maestros ni los jefes ni los amigos ni los
asesores, sólo me queda GP. Subrayo. No Juan Pablo II sino Girolamo Prigione..
La
relaciones diplomáticas México-Vaticano
Así
las cosas y una vez normalizado el país, después de las elecciones del 88,
Salinas retomó el tema. Ya había pasado el “quinazo”, el incendio del Congreso
y el de los paquetes electorales, así como otras cosas.
No
fue fácil para Salinas. A los primeros que tuvo que convencer fue a los suyos.
Fernando Gutiérrez Barrios y Fernando Solana le dijeron que mejor ni le
moviera. Que nada le daría de bueno y que el señor Juárez nos vendría a “jalar
las patas”. Alguien, menos comedido pero más certero, le dijo que no fuera
ingenuo, porque “apapachar” a la Iglesia y al PAN era como acostarse con la
sirvienta si, por eso, esperaba que, a la mañana siguiente, sus chilaquiles
tuvieran doble queso. Que nunca se lo iban a agradecer ni a reconocer ni a
pagar.
Alguien
le dijo que, para establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano, no se
requería reconocer a la Iglesia y, por lo tanto, no era necesario reformar la
Constitución. Su abogado, Rubén Valdez, le contestó que estaba equivocado y que
era necesaria la reforma constitucional y, por lo tanto, difícil el camino.
Salinas le ordenó que consultara otros abogados. Valdez le dijo que consultaría
siete abogados más.
Yo
fui uno de ellos. Otros fueron Jorge Carpizo y Diego Valadés. No recuerdo a los
otros. Todos opinamos como Salinas. Valdez ofreció su renuncia, que Salinas
rechazó, y le dijo que lo tratara con GP. Ese día, los siete nos convencimos de
nuestro error y del de Salinas.
Cuando
Valdez le anunció a GP que estableceríamos relaciones pero no reconoceríamos a
la Iglesia, su respuesta fue que no era posible porque, para ellos, el Papa
desempeña un triple cometido indisoluble. Es Jefe del Estado, es el Jefe de la
Iglesia y es el Vicario de Cristo. Ellos no podían hacer que alguien lo
reconociera en fracciones. Y remató: “Ni soñarlo, Excelencia. Eso no se lo
admitimos, en su momento, ni a los Estados Unidos, mucho menos se lo
admitiríamos a ustedes”.
Valdez
se dio por ofendido, se levantó y se fue sin despedirse. En el trayecto rumbo a
Los Pinos se comunicó con Salinas para prevenirlo, cuando éste le dijo: “Ya me
habló antes que tú y se quejó de tu mal genio”. En efecto, Estados Unidos había
hecho un planteamiento igual cuando establecieron relaciones, apenas unos 20
años antes que nosotros, y fueron rechazados.
Allí
comenzó un trabajo de casi cuatro años que incluyó a unas mil personas.
Juristas, politólogos, historiadores, legisladores, funcionarios,
comunicadores, intelectuales, cabilderos y, quizá, hasta putas. Todos, como
deben hacerse las cosas. Esto incluye quizá una hora-presidente diaria, que es
muchísimo tiempo.
Contra
lo que muchos piensan que México dio todo y no pidió nada, en realidad no había
mucho que dar ni que pedir. Sin embargo, Salinas puso una condición. Que Miguel
Hidalgo y José María Morelos fueran redimidos de su excomunión. GP lo planteó
al papa Juan Pablo II, quien lo turnó a sus canónigos, como se llaman sus
abogados. El asunto fue estudiado y encontraron una solución feliz. El obispo
Manuel Abad y Queipo fue un hijo fuera de matrimonio y eso lo impedía para ser
obispo. Así que sólo tuvo designación de obispo provisional pero no definitiva.
Y la excomunión requiere nombramiento episcopal definitivo. Así que, en
definitiva, Hidalgo y Morelos nunca fueron excomulgados y no requerían redención.
Nunca
estaré seguro si nos mintieron para salir con la fácil. Pero a nosotros nos
interesaba una redención histórica, no espiritual. Dicho en los términos más
crudos, no nos interesaba su alma sino su nombre. Y todos quedamos contentos.
Así,
hasta 1992 en que todo quedó concluido y listo. Cierto día, el canciller
Fernando Solana se refirió a un proceso muy largo en tiempo, a lo que GP
contestó, muy a su estilo, que había sido muy rápido, ya que ellos trabajan por
siglos o milenios, no por sexenios.
Mucho
es lo que podría recordar de Girolamo Prigione, ahora que ya se ha ido. Me
quedo con dos cosas que agradezco al destino. La primera, qué bueno que GP
estuvo en ese tiempo mexicano. La segunda, qué bueno que pude estar cerca de
GP.
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