De
la Voltaire a ‘la gloriosa’/José Antich
Publicado en La
Vanguardia |11 de abril de 2014
Tras
la capitulación alemana, en 1945, una de las principales obsesiones del general
De Gaulle como presidente del gobierno provisional de Francia fue reconstruir
la burocracia del Estado, diezmada por la guerra y el colaboracionismo. La
estrategia se diseñó con diligencia castrense y antes de terminar aquel año
nacía la École Nationale d’Administration, que pronto sería conocida por las siglas
ENA. El objetivo era garantizar una formación de excelencia a todos aquellos
que aspiraran a trabajar para los complejos engranajes del Estado. Y así fue.
De sus aulas surgió una auténtica casta, los enarcas.
Con
el tiempo, la ENA se convertiría en una máquina de fabricar presidentes (tres
de los cuatro últimos, Giscard, Chirac y Hollande), primeros ministros (siete
de la última docena, entre los que, por cierto, no figura Valls) y un sinfín de
ministros, consejeros clave del Elíseo, secretarios de Estado,… De Gaulle
consiguió su objetivo. Creó el ejército civil más importante de un Estado
europeo, donde una pequeña élite concentra una influencia que se extiende por
la política, las empresas, la burocracia estatal y los medios de comunicación.
Es la flor y nata de una tupida red construida con cables de acero. Una
telaraña de poder, que se extiende por los principales despachos de una sola
ciudad: París.
Ha
bastado el espectacular retorno a la primera línea de la política francesa de
Ségolène Royal – la Grande Dame rivaliza esta semana en protagonismo en la
prensa parisina con le Catalan, Valls– para que se recuperaran viejas historias
periodísticas sobre el peso de los enarcas. El nuevo Gobierno ha proyectado el
foco sobre una de las añadas más brillantes de la Escuela, la de 1980, la
promoción Voltaire. Junto a Hollande y Royal, formaron parte de esta promoción
Michel Sapin, ministro de Finanzas y el mejor amigo del presidente, y dos de
los nombres hoy más influyentes del Elíseo, Jean-Pierre Jouyet (secretario
general desde el miércoles y sustituto de Pierre-René Lemas que también era de
la misma promoción) y Sylvie Hubac (directora del Gabinete). El dream team de
los enarcas con mando en plaza se completa con el ministro de Exteriores,
Laurent Fabius (promoción Rabelais, 1973), y el asturiano Aquilino Morelle
Suárez (promoción Condorcet, 1992). Este último, descendiente de un minero de
Mieres exiliado y cuya lámpara aún conserva, es consejero político del jefe del
Estado y dispone de competencias absolutas en comunicación. Junto a ellos, la
ENA dispone de un sinfín de altos cargos que dirigen los principales resortes
de la maquinaria administrativa. A la lista de volterianos habría que añadir a
Pierre Moscovici, ministro saliente de Economía y Finanzas y sólido candidato a
una comisaría de peso en el nuevo equipo de la Comisión Europea.
No
hay duda, pues, que hablar de la ENA en París es hablar del poder. Buena prueba
de ello es la antigua sede de 6.000 metros cuadrados en la 13 Rue de
l’Université, cerca del museo de Orsay y del número 78, donde fijó su última
residencia Jorge Semprún, que actualmente ocupa el Instituto de Estudios
Políticos. Basta darse una vuelta por sus instalaciones para constatar la
potencia de la ENA. Igual que una ojeada a los periódicos es suficiente para
contrastar el resultado. Lo cierto es que si Voltaire cavilaba que “debe ser
muy grande el placer que proporciona el gobernar puesto que son tantos los que
aspiran a hacerlo”, nadie podrá negar que la promoción que lleva el nombre del
filósofo ya ha tenido posibilidad de experimentarlo.
En
España, donde las cosas se hacen demasiadas veces por la puerta de atrás –es de
sobras conocido aquello que los clásicos de la burocracia del siglo XVIII
describían como conseguir el efecto sin que se note el cuidado–, ni existen los
enarcas, ni la ENA, ni nada que se le parezca. Pero sí existen, obviamente, las
ansias de controlar hasta la última tuerca de la Administración. Es decir, de
controlar el poder. Nuestros aspirantes a enarcas locales serían hoy los
abogados del Estado y la gloriosa, nombre con que se conoce a los 35 miembros
de la promoción de 1996, la versión ibérica de la promoción Voltaire. Su
valedora política es la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría
(promoción del 99), aunque Cospedal también es abogada del Estado (promoción
del 91). De los 35 miembros que componen la gloriosa más de media docena ocupan
hoy muy altos cargos de la Administración Rajoy. Están cuidadosamente
repartidos. Sus nombres aparecen en los organigramas de la Moncloa y en los
principales ministerios pero también en la presidencia de RTVE y en la Comisión
del Mercado de Telecomunicaciones. Pero no sólo se mueven entre los bastidores
de la Administración. Un observador atento no tendrá problemas para localizar
algún glorioso en empresas de telefonía o entidades financieras. No es extraño,
o sí, depende de como se mire, encontrar miembros de dicha promoción
deambulando por territorios de especial sensibilidad en el caso de Cataluña.
Desde el Barça hasta la lengua. Un ejemplo: Marta Silva de Lapuerta, desde
finales del 2012 directora del Servicio Jurídico del Estado, entre el 2000 y el
2004 fue directiva del Real Madrid y hoy está personada en representación de la
Agencia Tributaria como acusación particular en el caso Neymar. Otro glorioso:
Severo Bueno de Sitjar, se enzarzó con uno de los temas más espinosos que
actualmente perfora la epidermis del Govern, la inmersión lingüística, hasta
lograr una sentencia favorable del Supremo para que su hija pudiera estudiar en
castellano.
El
debate sobre el exagerado poder de estas élites dirigentes es cíclico en
Francia. Incluso ha provocado víctimas. Alain Madelin, ministro de Economía en
los gobiernos de Balladur y de Juppé, pagó con el cargo unas polémicas declaraciones
sobre la École: “Irlanda tiene el IRA, España a ETA, Italia a la mafia pero
Francia tiene a la ENA”. Madelin pretendía con un mal ejemplo denunciar que los
enarcas actuaban como una auténtica aristocracia del Estado, que bloqueaban la
evolución del sistema al querer conservar todo su poder. Juppé, enarca de la
promoción del 72, echó tierra rápidamente al debate. La cabeza del ministro
rodó presta y el sistema se blindó. En España este debate no existe. Se trata
de un fenómeno mucho más reciente y mucho menos público.
Sin
embargo, es innegable la huella de los abogados del Estado en los movimientos
del Ejecutivo de Rajoy. Lo hemos visto, una vez más, esta semana con el solemne
aterrizaje de la reivindicación soberanista en el hemiciclo del Congreso. La
excesiva mirada jurídica en detrimento de la política está imposibilitando
cualquier acuerdo en el debate catalán. Los abogados del Estado y los altos
funcionarios se pierden en su laberinto legalista, incapaces de imaginar una
salida.
Desde
Barcelona, el president Artur Mas puede también buscar inspiración en el nombre
que apadrinaba su promoción. Con sus compañeros de clase en una de las primeras
hornadas de la escuela Aula, Mas era miembro de la promoción Tell (1974). El
nombre nada tiene que ver con el héroe de la independencia suiza. Su objetivo
era más prosaico. Evocaba el tilo, un árbol grande, frondoso y de aromática
flor del que se extrae la tila. Conocido en algunas latitudes como el árbol de
los sueños, se utiliza habitualmente como remedio para serenar el exceso de
tensión. Un buen antídoto para el escenario que se perfila en los próximos
meses.
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