El inquietante Xi Jinping/ Guy Sorman
ABC |9 de noviembre de 2015..
¿Es posible que los comunistas chinos
se hayan vuelto tolerantes? La autorización que el Gobierno de Xi Jinping ha
concedido a los padres chinos para que tengan dos hijos en lugar de uno ha sido
saludada en Occidente como un avance democrático. Extraña aprobación: ¿no
debería asombrarnos que un gobierno, sea cual sea, decida el número de hijos
por familia? ¿Se admitiría a otro país un reglamento semejante? Desde luego que
no. China es la única que se beneficia de una especie de excepcionalismo
cultural, como si los chinos no fueran como usted y como yo, apasionados por la
libertad y deseosos de decidir por sí mismos el tamaño de su familia. Esta
sinolatría de Occidente es una enfermedad del espíritu antigua y profunda: la
indiferencia hacia Liu Xiaobao, premio Nobel de la Paz, encarcelado durante
once años por ser un escritor demócrata, es testimonio de ello. Ningún
intelectual europeo o estadounidense de renombre ha pedido su liberación, y
tampoco ningún gobierno.
Esta nueva política familiar china no
tiene nada de liberal. Levanta acta del error cometido por Deng Xiaoping, que
impuso el hijo único en 1979. La principal consecuencia, hoy en día, es haber
dejado a los padres longevos sin el apoyo de la familia, ya que en China no
existe ningún sistema de jubilación, excepto en las grandes ciudades; antaño
los hijos se repartían la carga de sus padres ancianos. Segunda consecuencia
trágica: al no poder tener más que un hijo, la preferencia por los varones ha
llevado a un inmenso desequilibrio entre los sexos. En este momento «faltan» en
China 50 millones de mujeres, lo que hace que el matrimonio sea imposible para
un número equivalente de hombres. Este desequilibrio lleva a una competencia
violenta entre los hombres y a la prostitución masiva.
No he mencionado las razones económicas
que llevaron a la política del hijo único y, ahora, a la de los dos hijos. La
versión oficial es que Deng Xiaoping teme que demasiados hijos frenen el
desarrollo de China, un cálculo estúpido porque el desarrollo lleva a los
padres espontáneamente, siempre y en todas partes, a reducir de forma voluntaria
el número de hijos, sin que el Estado los obligue. Esta era la tendencia en
China desde la década de 1970 y es actualmente el caso de India. O Deng
Xiaoping era un mal economista, o bien su política tenía otra finalidad
inconfesable: controlar a la población, incluso en el dormitorio. La prueba es
que, en nombre del hijo único, el Gobierno ha creado una gigantesca Policía de
familia, más temida y odiada que cualquier otra forma de represión del Partido.
Esta Policía secuestra a las mujeres embarazadas y las obliga a abortar. Ahora
bien, el paso de uno a dos hijos no desmantela esta Policía: su poder de
intrusión y control permanece intacto. En lo que a esto respecta, Xi Jinping no
es más liberal que Deng Xiaoping. Sus motivos económicos me dejan igual de perplejo:
pretende que el paso a dos hijos va a relanzar el crecimiento económico que
ahora languidece. Pero ¿por qué iban a obedecer los padres las órdenes del
Partido sabiendo que la educación de sus hijos es cara, pues en China todo es
de pago, incluidas las escuelas y la sanidad? Anunciar que este segundo hijo
aumentará la población activa es también poco convincente: harán falta veinte
años y, por otra parte, China dispone aún de inmensas reservas de mano de obra,
ya que un tercio de la nación está constituido por campesinos pobres dispuestos
a emigrar a las ciudades cuando tengan derecho, lo que no es el caso, pues
sigue existiendo el Hukou, o «pasaporte interior», que hace del emigrante un
ciudadano de segunda.
Por lo tanto, Occidente se equivoca al
creer que la economía es el único motor del Partido comunista chino. Su
principal preocupación sigue siendo el control de la sociedad, sobre todo
cuando la economía se ralentiza. Prueba de ello es la censura casi total de
internet, que prohíbe a la mayor parte de los chinos acceder a una página
extranjera. En este momento, las detenciones de abogados de las libertades
civiles son masivas; dentro de poco no quedará ni uno que pueda quejarse. La
práctica maoísta de la denuncia acaba de ser restablecida: se anima a los
buenos ciudadanos a llamar al 12339 si localizan a un espía. Son sospechosos de
espionaje «los ricos cuya actividad no está clara, los que tienen propósitos
subversivos y critican al Partido, los misioneros, los periodistas que trabajan
para medios de comunicación extranjeros y los empleados de las organizaciones
no gubernamentales».
Arriesguémonos a plantear una hipótesis
que definiría el régimen de Xi Jinping, que sabe que no podrá invertir la
ralentización económica. Esta se debe al agotamiento del modelo de Deng
Xiaoping basado en la explotación de una mano de obra barata y pobre en
innovación. Hasta ahora, Xi Jinping no ha propuesto otro modelo que dé más
poder a los emprendedores y menos al Estado. Por temor a las revoluciones de la
población y en el seno del Partido, Xi Jinping elimina a sus rivales con la
excusa de la lucha contra la corrupción, refuerza el control de la sociedad y
de la información, y alimenta un nacionalismo agresivo contra Japón y Estados
Unidos, extendiendo la zona marítima china. Solo la sinolatría beata paraliza a
Occidente, siempre más dispuesto a apaciguar a los dirigentes chinos que a
abrir los ojos ante sus inquietantes ambiciones.
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