El papa Francisco presidió esta mañana de domingo 20 de marzo la celebración de las Palmas y la Pasión del Señor desde la Plaza de San Pedro, donde se reunieron miles de fieles.
En su homilía, el Pontífice aseguró que “la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos”.
Al inicio de la homilía, del Domingo de Ramos, el Papa Francisco ofreció un consejo para seguir el camino de Jesús: la humildad y la renunciar al egoísmo, el poder y la fama.el Pontífice afirmó que “hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros”.
`“Estamos
atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar, olvidándonos de que el
hombre vale más por lo que es que por lo que tiene; con su humillación, Jesús
nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia
de entender algo de su anonadación por nosotros; reconozcámoslo Señor de
nuestra vida y respondamos a su amor infinito con un poco de amor concreto”,
concluyó.
Homilía del papa Francisco en la Misa del Domingo de Ramos
«¡Bendito
el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de
Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las
palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de
recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén,
desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha
hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros
humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor
divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros
mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente,
y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama,
responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener
el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la
fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz;
porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y
de la tristeza.
Sin
embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una
entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda
lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y
«se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué
extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo:
renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para
ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero
no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v.
7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su
humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El
primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los
pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los
discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo
que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca
sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar
antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el
amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero
esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al extremo en
la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un
discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo
abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el
espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias
atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto
haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las
autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto.
Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador
romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel
también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su
destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las
alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea
liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e
infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales.
La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su
anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en
la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y
confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido
en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la
provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el
rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en
el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es
misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón
arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal,
infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el
sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando
luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos
pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha
humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un
poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos
cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros! Pero si
queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a salvarnos,
estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación,
del olvido de uno mismo. Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos
días a mirar el Crucifijo, la “catedra de Dios”, para aprender el amor humilde,
que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de
la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar,
olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene»
(Gaudium et spes, 35); con su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra
vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender algo de su
anonadación por nosotros; reconozcámoslo Señor de nuestra vida y respondamos a
su amor infinito con un poco de amor concreto.
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