Juegos
Olímpicos y política internacional/ Javier Roldán Barbero es catedrático de Derecho internacional público y Relaciones internacionales de la Universidad de Granada.
El
País, 23 de agosto de 2016
Aunque
el movimiento olímpico pretende en sus principios fundamentales separar
política y deporte en los Juegos, los de Río, como manifestación deportiva
global, se prestan a una lectura política. Nada nuevo, en realidad, bajo el
sol: recuérdense los boicots de países en el marco de la Guerra Fría o la
matanza de deportistas israelíes en Múnich 1972.
Así
pues, no es de extrañar que se puedan extraer, junto a enseñanzas de autoayuda
personal, lecciones de geopolítica de los Juegos recién acabados, como reflejo
que son en bastante medida del poder (blando) en las relaciones
internacionales. Asoman en torno a la competición algunos de los flagelos de
nuestro mundo: la amenaza del terrorismo, epidemias, el nacionalismo fanático,
el racismo, la corrupción, el machismo, el mercantilismo, la inquina entre
vecinos, hasta el drama de los refugiados… La hazaña individual es
capitalizada, a veces a pesar del propio héroe, por el dirigente político de
turno, especialmente cuando es autocrático, de la misma forma que el fracaso
puede acarrearle represalias a su regreso.
Naturalmente, el deporte es hijo de
la realidad socioeconómica y cultural. También, como casi todo lo que nos rodea,
está envuelto en podredumbre y trampas —algunas de Estado y sistémicas— que
hacen dudar de los resultados y de los méritos genuinos (aún se están
ventilando casos de dopaje derivados de los Juegos de Pekín de 2008…)
Pero
hay también imágenes hermosas como ese selfie de una gimnasta norcoreana con
otra vecina del sur; episodios reveladores del ascenso de la mujer y del black
power en EE UU y otros países, del idealizado espíritu olímpico, de la
superación por el ser humano de nuevos retos, ayudado por la ciencia y la
tecnología.
Desde
luego, a la luz del medallero y también de los iconos de los Juegos, la
supremacía de EE UU tiene la apariencia de ser duradera, desplazando de momento
el G-2 deportivo y cultural con China: ¿quién añora sensatamente un Trump
también en este orden de cosas? En general, la propagada “decadencia de
Occidente” es infundada en este terreno. En realidad, los países emergentes han
trasladado de alguna manera sus zozobras a la arena olímpica. El caso de Brasil
es llamativo: la organización por primera vez en Sudamérica (¡y ojalá que
puedan venir más!) de unos Juegos Olímpicos estaba llamada a escenificar su
pujanza en el mundo. Sin embargo, aunque con luces, el magno acontecimiento ha
coincidido y servido para resaltar algunas de sus miserias. Dada la incidencia
del deporte en la “marca país”, cabe, por otra parte, dudar de la capacidad de
India, tan postergada en el cuadro de medallas, para convertirse en una
superpotencia integral. Dada esta misma incidencia, hay que recalcar la importancia
de los acuerdos y organismos internacionales para crear y garantizar una libre
competencia entre los participantes a la hora de conseguir medallas (el oro
también se ha convertido a este respecto en un valor refugio internacional…).
Claro, en este tipo de casos podemos conjeturar y echar cuentas de los metales
que obtendría un Reino Unido desunido, una UE como competidora única, una
Cataluña independiente… Algún país, como Kosovo, reivindica y publicita su
identidad con una medalla de oro.
En
cuanto a España, se sitúa en el medallero aproximadamente donde le corresponde
como potencia media. Hemos podido percibir y disfrutar una España más abierta y
enriquecida con la mujer; que descubre en estas ocasiones el discreto encanto
de la inmigración en un contexto internacional de identidades múltiples; que ha
superado tantos complejos de inferioridad atávicos; que busca en el deporte el
afianzamiento de su unidad (en su misma diversidad) y de su autoestima como
nación; que exhibe entre sus deportistas un estimable fair play. Claro, en
algunas cosas enojosas, disciplinas no olímpicas, como el empastillamiento de
su población y el enladrillamiento de su costa, España también exhibe sus
flaquezas como potencia mundial. Ahora que se tiende a clasificar casi todo,
también a los Estados según los más variados criterios, habríamos preferido
objetivamente que España escalara puestos en las listas internacionales de
desarrollo humano o de transparencia internacional. La maravillosa paradoja del
deporte es que estas mejoras, siendo más importantes que una medalla de oro en
mariposa, no nos harían saltar eufóricos de nuestros sillones o hamacas.
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