Ejército
mexicano se disculpa por primera vez por un caso de torturas
En
un sorprendente viraje, el general Cienfuegos condena ante 26.000 soldados los
abusos difundidos en un vídeo y advierte que expulsará del Ejército a quien los
perpetre
Nota de JAN
MARTÍNEZ AHRENS/ El País, México
17 ABR 2016 - 09:22 CDT
El
poder militar pidió perdón. Por primera vez en la historia de México, el jefe
de las Fuerzas Armadas se disculpó públicamente por un caso de tortura. Ante
26.000 soldados, el general de división y secretario de la Defensa Nacional,
Salvador Cienfuegos, calificó la violencia ejercida por dos militares sobre una
detenida de “repugnante, lamentable y deplorable” y lanzó una advertencia que
sonó como una orden directa para una institución inmersa desde 2006 en una
sangrienta y brutal lucha contra el narco: “Quienes actúan como delincuentes,
quienes no respetan a las personas, quienes desobedecen no sólo incumplen la
ley, sino que no son dignos de pertenecer a las fuerzas armadas”. Un mensaje
que, después de años de oídos sordos y desgaste político, parece augurar un
cambio de rumbo en el impenetrable Ejército mexicano.
El
detonante de este insólito acto de contricción ha sido un vídeo que ha
horrorizado a un país acostumbrado a todo tipo de espantos. La grabación, a lo
largo de cuatro minutos, recoge con todo lujo detalles cómo dos militares y un
policía torturan a Elvira Santibáñez Margarito, de 21 años, alias La Pala.
Detenida por su presunta vinculación al cártel de la Familia Michoacana, los
soldados la someten a un bárbaro ejercicio de violencia: le tapan y golpean la
cabeza, la insultan, le hacen sentir el cañón de una metralleta en el cráneo,
la asfixian con una bolsa de plástico. “¿Vas a hablar? ¿Ya te acordaste o
quieres mas”, le inquieren, mientras la mujer se deshace en gritos.
La
tortura fue perpetrada en febrero de 2015 en Ajutchitlán del Progreso, ubicado
en el corazón del estado de Guerrero, el mismo en el que se cometió la matanza
de Iguala. En esta tierra bañada en sangre, cuyas montañas ocultan los mayores
campos de opio de América, los cárteles libran desde hace una década una guerra
sin cuartel. Ahí, las matanzas son una constante, y la intervención del
Ejército se ha visto en más de un ocasión enlodada por la violencia. Pese a
ello, las sanciones a militares han sido excepcionales y la respuesta habitual
del poder armado ha sido defender contra viento y marea a sus soldados.
En
el caso de Ajutchitlán, esta línea se ha quebrado. El vídeo fue enviado a la
Secretaría de Defensa Nacional en diciembre, y al mes siguiente, tras ser informada
la fiscalía, se detuvo a los autores de las torturas: un capitán y una policía
militar. Aunque los cargos exactos no han trascendido, ambos permanecen
encarcelados bajo jurisdicción militar. El caso, con todo, hubiese quedado
oculto si no fuera porque la grabación saltó el miércoles pasado a las redes
sociales y desató una gigantesca ola de indignación.
Frente
al hermetismo habitual, el general Cienfuegos ha lanzado una disculpa pública,
clara y sin fisuras. Algo totalmente inesperado en quien es considerado por las
organizaciones de derechos humanos como un halcón que ha mantenido un
implacable pulso con el narco y a quien episodios tan turbios como la matanza
de Tlatlaya, con 22 civiles muertos a manos del Ejército, apenas le hicieron
parpadear.
“Los
he reunido este día, porque es necesario expresar públicamente nuestra
indignación por los hechos lamentables que sucedieron hace 14 meses en
Ajutchitlán del Progreso y que han sido difundidos a través de un vídeo en las
redes sociales, en el que se aprecia que malos integrantes de nuestra
institución empañan la actuación de miles de hombres y mujeres y hombres en
uniforme militar […] Ofrezco una sentida disculpa a toda la sociedad agraviada
por este inadmisible evento”, afirmó Cienfuegos ante generales, jefes,
oficiales y soldados.
El
viraje del alto mando, aunque sorprendente, no deja de encuadrarse en el
intento del Gobierno de Enrique Peña Nieto de quitarse un lastre de encima. El
uso de la fuerza militar en tareas de seguridad pública fue puesto en marcha
por el panista Felipe Calderón en 2006. Dio comienzo entonces un enloquecido
combate contra el narco, que acabó en una pesadilla de 80.000 muertos y 20.000
desaparecidos. La llegada al poder de Peña Nieto en 2012 redujo la intensidad
de esta estrategia, pero de ningún modo acabó con ella. Frente a las esperanzas
de los organismos internacionales, el presidente la mantuvo como espina dorsal
de la lucha contra los cárteles, hasta el punto de que ahora mismo hay 50.000
soldados movilizados en la persecución del crimen organizado.
Este
despliegue militar, aunque aplaudido por una mayoría de la población, que ve en
el Ejército la única institución capaz de enfrentarse al narco, ha sido fuente
de todo tipo desmanes. Y por ello mismo una inagotable frente de desgaste
político. El propio relator especial de la ONU contra la Tortura, Juan Méndez,
estableció en su último informe no sólo que la tortura era generalizada en
México, sino que en gran parte era debida al empleo de la fuerza militar y a la
incapacidad de las instituciones para contenerla. Muestra de ello era que entre
2005 y 2013 sólo se hubiesen dictado cinco condenas judiciales por esta causa.
Las
críticas de la ONU, reiteradas en numerosos foros, han sido rechazadas una y
otra vez por el Gobierno mexicano. Su intento de reducir el fenómeno a “casos
aislados” le ha supuesto más de un conflicto diplomático y ha agudizado la
percepción de que, pese a los cambios legislativos emprendidos y a la reducción
de denuncias por torturas, nada puede contra el muro militar. Las disculpas de
Cienfuegos, su “repugnancia” ante el caso de Ajutchitlán y sus advertencias
“dirigidas desde el cabo al general” suponen, al menos en términos
declarativos, un cambio de rumbo.
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