31 ago 2007

La familia real en España; entre el mito y la realidad

Una familia en el Trono/ Isabel Burdiel, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia y autora de Isabel II. No se puede reinar inocentemente.
Tomado de El País, 31/08/2007
En 1867, el periodista y analista político británico Walter Bagehot escribió una obra titulada The English Constitution cuyo objetivo era analizar el secreto de la estabilidad política británica frente a las convulsiones que experimentaron casi todos los otros regímenes europeos durante la primera mitad del siglo XIX. Aquel secreto eficaz consistía, a su juicio, en la cuidadosamente preservada relación entre mito y realidad respecto al ejercicio efectivo del poder que, sin reglas escritas, había sido transferido desde un monarca que gobernaba sólo en apariencia a un gabinete responsable primordialmente ante los Comunes. El desvelamiento de la intencionadamente obscurecida relación entre el ejercicio dignificado (dignified) y efectivo (efficient) del poder tenían en Bagehot un sentido que oscilaba entre la descripción y la prescripción. Entre una herramienta de análisis y una guía política de tintes maquiavélicos para afrontar los retos de gobernabilidad en la Inglaterra capitalista y liberal.
Frente a los toscos y peligrosos alardes revolucionarios europeos, la delicadeza del sistema británico había consistido (debía seguir consistiendo) en reducir al mínimo los cambios en la apariencia del funcionamiento del gobierno del país al tiempo que éste era alterado de forma dramática y definitiva. La estabilidad victoriana (la envidia de todos los liberales europeos) se sostenía sobre la capacidad de la Monarquía para representarse (y dejarse representar) como un referente de autoridad al tiempo que, en la práctica, la Reina había sido despojada de todos sus poderes legislativos y ejecutivos relevantes. En realidad, la Monarquía británica era una "república disfrazada" al servicio de los intereses de unas clases medias amenazadas por aspiraciones políticas y cambios socioeconómicos muy rápidos e intensos.
Sin embargo, para que aquella noble mentira funcionase a largo plazo, para que la Monarquía conservase su papel de preservadora de un sistema de deferencia capaz de acolchar el conflicto social y no fuese intercambiable con un régimen republicano, la realeza debía tener la habilidad de variar, no sólo su comportamiento público (político) sino también el privado. Paradójicamente, el monarca impotente, inactivo en el espacio de la política, debía ser muy activo y muy potente en la representación pública de su vida privada. Debía estar preparado, de hecho, para asumirla como un espectáculo popular capaz de sublimar (y representar) los valores morales de la sociedad en su conjunto y, muy especialmente, aquellos valores burgueses relacionados con la familia, el autocontrol, el trabajo y el mérito. Por eso, para Walter Bagehot, "una familia en el Trono es una idea interesante". Una interesante idea (de ingeniería política) porque la eficacia de la Monarquía como elemento de cohesión social habría de medirse por su capacidad para inscribirse en el orden de lo más cotidiano y de lo más íntimo, en el reducto de los valores asociados simbólicamente a lo que (entonces y ahora) se consideraba el gran cemento de una sociedad ordenada y estable: la familia o su imagen idealizada de lugar de encuentro de los hombres y las mujeres con su yo más íntimo, con su auténtica realidad, con sus aspiraciones y logros más esenciales. También con sus demonios.
La conversión de las vidas privadas de los reyes en materia de interés público tiene una larga trayectoria pero, en el sentido que acabo de aludir, es un producto necesario del muy complicado y en ocasiones violento proceso que ha conducido (en varios países democráticos, entre ellos España) a la Monarquía parlamentaria en la que el Rey reina pero no gobierna. Un tipo de Monarquía que, en todos los países donde pervive, ha ido depurando su representación de la unidad nacional no sólo, ni fundamentalmente, en un sentido político sino moral: como encarnación de los valores y aspiraciones (sueños y demonios) de las familias de clase media.
Comparto con El Roto -un humorista poco sospechoso de complacencia con los poderes constituidos- la opinión de que la ya célebre portada veraniega de El Jueves es un atentado a la inteligencia. Entre otras cosas porque -como en el muy prepolítico exabrupto de Iñaki Anasagasti- busca anular y tergiversa toda posibilidad de conocimiento serio respecto a lo que significa (y puede significar) "trabajar" para un miembro de una Casa Real que reina sin gobernar. La cuestión no estriba (sólo) en la manifiesta grosería machista de la viñeta o en que su secuestro comprometa la libertad de expresión y sea, a su vez, otro insulto a la inteligencia -deliciosamente decimonónico, por cierto- en la era de información digital. La cuestión estriba en qué se está diciendo (a un nivel cultural y político profundo) con esa viñeta. Sobre qué sustrato de ideas compartidas se asientan la crítica y el chiste, o su posibilidad como tal. Los propios humoristas de El Jueves -buscando exculparse probablemente- lo han dejado claro. La viñeta y su alusión a los 2.500 euros que (también) les corresponderían a los Príncipes pertenecen al mismo género, a la misma concepción compartida de la representatividad idealizada de la familia real que las fotos de verano en Marivent. No se trata de que en una Monarquía democrática no debería haberse secuestrado El Jueves. Se trata de que tan sólo en una Monarquía democrática tiene sentido (puede entenderse) el chiste de El Jueves, o su posibilidad como tal. Utilizar a los Príncipes para criticar la desenfocada medida del Gobierno de Zapatero de subvencionar con 2.500 euros el nacimiento de un hijo -independientemente del nivel económico de los padres- tan sólo tiene sentido en un universo de democratización efectiva de la Monarquía en la que ésta asienta su valor simbólico (como el resto de la realeza europea) en la incesante representación pública de una familia en difícil equilibrio entre normalidad y excepcionalidad.
El pasado 14 de abril, Antonio Elorza escribía en este periódico que la deriva populista de la Monarquía -enfatizada por el matrimonio del Príncipe de Asturias con Letizia Ortiz- hacía que la realeza basculase en exceso hacia la normalidad minando el aura de excepcionalidad tradicionalmente asociado a la Corona. Con un curioso argumento para un nostálgico de la República, afirmaba que el acercamiento de la familia real al pueblo, sus usos y sus normas, privaba de sentido a la institución monárquica. O al contrario, la historia dirá. De hecho, el incidente veraniego de la viñeta aludida y la explotación de su estela, demuestra que la familia real sigue siendo el centro de un sistema simbólico, de un espectáculo popular (en el sentido que Bagehot creía necesario para dotar de arraigo a la Monarquía) que abarca desde las revistas del corazón (supuestamente monárquicas) hasta las supuestamente antimonárquicas como El Jueves.
No se trata sólo de recordar que la Monarquía actual ha ayudado decisivamente a consolidar en España las mejores aspiraciones y los logros de la II República, o que la historia demuestra hasta la saciedad que no hay relación necesaria entre democracia y república. Las dictaduras más sangrientas se han desarrollado en un marco republicano. Las ostentaciones de privilegio y despilfarro -como por ejemplo la boda de la hija de Aznar en El Escorial- no son patrimonio exclusivo de las monarquías. Se trata de constatar el no tan extraño fenómeno por el cual los esforzados humoristas de El Jueves no han hecho otra cosa que demostrar su plena inclusión (vía explotación comercial) en ese sistema simbólico (y político) para el cual "una familia en el Trono es una idea interesante". Así es que la cosa no pasa de ser otro jueves de verano en Marivent.

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