Así, de sopetón, llega la noticia. En medio del terremoto de Japón y del avance de las tropas de Gadafi hacia Bengasi. Joaquim Ibarz ha muerto. Sí, es verdad, estaba muy enfermo. Hacía meses que no recibía sus mensajes. Pero siempre quise creer que, como otras veces, reaparecería jovial y dicharachero por algún rincón de América.
Lo conocí en 1994, durantes las elecciones en El Salvador. Para entonces él ya llevaba 12 años como corresponsal de
La Vanguardia en América Latina. Y me prohijó, como solía hacer con los jóvenes recién llegados. Su imagen se funde con mis primeros pasos en la región como periodista de EL PAÍS.
A Quim le encantaba rodearse de los colegas a los que apreciaba, compartir con ellos y trabajar juntos, aunque fueran de la competencia. Era el pastor del rebaño. Y no podía tampoco evitar un mohín de reproche si de repente te escapabas del redil.
Si algo definía a Ibarz era su irrefrenable pasión por comunicar. Tanta, que hasta el diario para el que trabajaba terminó por no bastarle, y se volcó además en su blog y en su peculiar boletín informativo, Ibarzpress.
Y esa pasión la mantuvo intacta a lo largo de sus 28 años en Latinoamérica. De hecho, derrochaba más curiosidad y entusiasmo que muchos corresponsales nuevos. Era incombustible. Saltaba de una ciudad a otra, de un país a otro. Llegaba siempre el primero. Madrugaba más que nadie. En los hoteles del continente lo conocían hasta los gatos. Le encantaba hablar con la gente y se metía a todo el mundo en el bolsillo, ya fueran presidentes de la república o telefonistas. Eso sí, su simpatía inagotable tenía un sano contrapunto en ocasionales accesos de mal genio.
Siempre me asombró su capacidad de organización. Y su capacidad para multiplicarse: tenía el don de la ubicuidad. Durante el huracán Mitch, en Honduras, enviaba además notas sobre Colombia. Y en Nicaragua escribía también sobre México. Y cuando la vida política no daba mucho de sí, nos deleitaba con crónicas de la vida cotidiana: gastronomía, personajes, curiosidades. Contar, contar y contar. De eso se trataba.
Quim era un alma libre. Y un provocador nato. Pero eso preguntaba y escribía lo que le daba la gana, y huía de los lugares comunes. Era la combinación perfecta: pasión y experiencia. Como perro viejo, curtido en revoluciones, supo explicar como nadie los procesos de democratización en América Latina, y alertar de los peligros del nuevo populismo autoritario que encarnaban Hugo Chávez y sus aliados, ya fuera Andrés Manuel Lopez Obrador o Daniel Ortega. Nos brindó las mejores crónicas del golpe de Estado de Honduras, llenas de matices. Y las mejores crónicas del terremoto de Haití, llenas de empatía, contexto y conocimiento.
En los últimos años nos reencontrábamos de tanto en tanto en aquel continente, en Ciudad de México o en La Paz o en Bogotá. Y cada vez me sorprendía porque estaba igual. Igual de fuerte, igual de glotón, igual de activo. Quim amaba lo que hacía, se lo creía y no le importaba el qué dirán. Verle de nuevo era volver un poco a mis orígenes. Latinoamérica ya no va a ser lo mismo sin él.
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Fallece el periodista Joaquim Ibarz, veterano corresponsal en América Latina
Durante los últimos 27 años trabajó para el diario barcelonés La Vanguardia en la región
PABLO ORDAZ | México 12/03/2011
Joaquim Ibarz (Zaidim, Huesca, 1943), fallecido en la tarde del sábado en su pueblo natal a los 68 años, nunca se casó con nadie. ¿Se puede decir algo mejor de un periodista? Durante los últimos 27 años fue el corresponsal de La Vanguardia en América Latina y, aunque su larga lista de amigos también incluye a algunos gobernantes, siempre supo mantener la distancia suficiente para ejercer el periodismo con libertad. Nunca supo callarse ni hablar con eufemismos. Y hasta el final conservó una memoria prodigiosa, una curiosidad infinita y un amor inquebrantable por el periodismo. A los doctores no le preguntaba por el tamaño del cáncer, sino por si creían que aún le daría tiempo de llegar a Venezuela... O a Nicaragua... O a Haití...
Nada más enterarme de su muerte llamé enseguida al periodista de EL PAÍS Juan Jesús Aznárez, que fue su amigo desde que se conocieron en La Habana hace la friolera de 26 años. No tenía ganas de hablar, solo de coger el coche y conducir hasta Zaidín para despedirse del viejo reportero. Pero frase a frase, como puñetazos en la mesa, ha ido haciendo un perfil preciso: "Lo conocí en 1985. Yo era delegado de EFE en Cuba y él venía a la oficina a enviar las crónicas. Nunca olvidaré su lealtad con los amigos, su inquebrantable adhesión al periodismo, y una ilusión y una curiosidad que no mermaron ni un ápice hasta el último día". De eso puedo dar fe también. Estuve muy cerca de él aquellos primeros días de julio en los que el maldito cáncer lo atrapó mientras se ponía un jersey en su casa del DF. Ya en el Hospital Español, a Joaquim solo le interesaba saber cuándo iba a estar a punto para salir corriendo a Venezuela u otra vez a Haití. "Joaquim es", Aznárez sigue utilizando el presente, "el periodista que más sabe de América Latina, pero no por lo que haya leído en los libros, sino porque se la ha pateado de arriba abajo. Cuando partíamos juntos hacia algún lugar, él se ocupaba de todo, de la intendencia, de los hoteles... Ni te hacía falta estar muy atento a la actualidad, porque ya se ocupaba él. Fue el corresponsal de referencia en México. Todos hemos estado con él y hemos aprendido a su lado".
A lo largo de sus viaje fue reuniendo una gran colección de artesanía popular que pretendía reunir en Zaidín -bautizada como "La casa de usted", una expresión de hospitalidad que se usa en México? mediante una fundación que pretendía ser sobre todo un homenaje a América Latina, su segunda gran pasión después del periodismo. A punto estuvo de verla inagurada... Le dieron todos los premios que un corresponsal decente desea recibir -el último, ya enfermo, el María Moors Cabot que otorga la Universidad de Columbia y que nunca había recibido un español-, pero el más importante se lo entregó su periódico de toda la vida, La Vanguardia, renovándole su puesto de corresponsal en América Latina aun más allá de la edad de jubilación. Murió con las botas puestas.