31 dic 2007

Benazir Buttho


Benazir Bhutto falleció el pasado 28 de diciembre en un atentado.
La presidenta del Partido Popular de Pakistán (PPP) y ex primera ministra del país en dos periodos (1988-1990 y 1993-1996) se había dirigido a miles de sus seguidores en un acto público de la campaña para las elecciones legislativas del próximo 8 de enero. Los testimonios del servicio de seguridad del PPP, así como de otros testigos, coincidieron en señalar que un hombre disparó varios tiros al cuello y al pecho de Bhutto, de 54 años, cuando saludaba a la multitud desde su vehículo se disponía a abandonar el recinto, situado en el parque Liaqat Bagh de Rawalpindi, una ciudad de más de dos millones de habitantes y vecina de Islamabad, la capital de Pakistán.
Al parecer, el asesino realizó tres disparos. El oficial de policía Mohammad Shaid, citado por la agencia Reuters, también informó de que "el suicida disparó primero contra ella y luego accionó la carga explosiva que llevaba encima".
Benazir fue trasladada inmediatamente al hospital, donde ingresó cadáver. Instantes después del tiroteo y en medio de una enorme confusión, el suicida accionó la carga explosiva que portaba y causó la muerte de, al menos, 20 personas que habían acudido al acto político y un número indeterminado de heridos, según manifestaron portavoces de la policía de Rawalpindi.
El atentado tuvo lugar junto a una puerta principal del parque de Rawalpindi. Poco después de su regreso del autoexilio, a mediados de octubre, un doble atentado suicida mató a unas 130 personas que se habían congregado en las calles de Karachi, la mayor ciudad de Pakistán, para celebrar la llegada de Bhutto. Con motivo de su retorno, el Gobierno paquistaní advirtió que ella afrontaba amenazas para su seguridad.
En aquella ocasión y tras comprobar los efectos de la carnicería del atentado, la ex primera ministra afirmó que había regresado a Pakistán para ayudar al retorno de la democracia y criticó a los sectores que se oponían a las libertades. Tanto los islamistas radicales, que arremeten contra la línea política favorable a Occidente del presidente Pervez Musharraf como los servicios secretos del régimen paquistaní figuran entre los enemigos del PPP, a juicio de los analistas.
El padre de la política asesinada, Zulfikar Ali Bhutto, fue el primer jefe de Gobierno elegido democráticamente y fue ejecutado precisamente en Rawalpindi, en el año 1979, tras ser destituido por un golpe militar.
Benazir Bhutto fue la primera mujer que llegó a ser jefa de Gobierno en un país de mayoría musulmana.
El presidente Pervez Musharraf, que el 15 de diciembre pasado levantó el estado de excepción tras renunciar a su condición de militar y de jefe del Ejército, condenó "en los términos más firmes posibles el ataque terrorista" y emplazó a los paquistaníes "a la calma para hacer frente a esta tragedia y dolor con una renovada resolución para continuar la lucha contra el terrorismo". El gobernante decretó tres días de luto oficial en todo el país.
La líder opositora, que aspiraba a ser primera ministra de nuevo, ofrecía un perfil democrático y moderado para Pakistán, que está gobernado por los militares desde hace ocho años. Graduada en las universidades de Harvard y de Oxford, Benazir Bhutto contaba con el respaldo incondicional de los Gobiernos de Washington y de Londres.
¡Descanse en paz!
EDITORIAL de El País, 28/12/2007;
Pakistán ante el abismo
Desde su largo exilio en la vecina Dubai y su formación occidental, Benazir Bhutto calibró mal las implicaciones de su regreso después de ocho años a Pakistán, un país degradado y sin duda el más incierto, peligroso e inestable de todos aquellos que cuentan con el arma nuclear. El asesinato de la líder opositora y ex primera ministra cuando abandonaba un mitin político de su partido en Rawalpindi, a 13 días de las previstas elecciones, dificulta hasta la exasperación cualquier horizonte próximo de estabilidad o democracia en el país musulmán. De ahí la alarma generalizada suscitada por el magnicidio, especialmente en la vecina y archirrival India y en Estados Unidos. La diplomacia de Bush, soporte estratégico y económico del presidente Pervez Musharraf, cocinó el acuerdo por el que Bhutto retornó perdonada a su país para tomar parte como favorita en unas elecciones que nunca verá.
El atentado suicida de Rawalpindi, pese a la confusión inicial sobre algunas de sus circunstancias, puede haber sido obra de cualquiera en el oscuro y desquiciado Pakistán, pero tiene la impronta una vez más del fanatismo islamista, tan especialmente activo como descontrolado en la nación "de los puros". Benazir Bhutto tenía muchos enemigos, pero a ninguno de ellos en su sano juicio, comenzando por Musharraf, le interesa la brusca desestabilización de un país geopolíticamente crucial, extenso y superpoblado, el único musulmán en posesión de la bomba atómica. La naturaleza del asesinato y sus consecuencias encajan en cualquier caso a la perfección con los designios globales de Al Qaeda y sus yihadismos locales. A su regreso a Pakistán, en octubre, Bhutto, convertida desde ayer en colofón del destino trágico de su familia, había salido indemne de un atentado similar que segó casi centenar y medio de vidas.
Las implicaciones del asesinato, que de momento ya ha puesto en alerta absoluta a las tropas y fuerzas de seguridad y sembrado el caos callejero en diferentes lugares de Pakistán, van mucho más allá de la desaparición de la indiscutible líder del más importante partido laico (PPP), comprometido con los estándares políticos democráticos. Supone una de las más graves crisis en los 60 años de historia de Pakistán, un Estado rehén de sus todopoderosos generales y sometido a formidables fuerzas desestabilizadoras de carácter fundamentalista. Si las elecciones del próximo 8 de enero, destinadas a poner fin a la dictadura de Musharraf -que este mismo mes ha renunciado por fin a la jefatura del Ejército después de hacerse reelegir presidente por el Parlamento en noviembre-, tenían escaso sentido legitimador en un país que acaba de salir de la ley marcial, su celebración ahora presenta todavía mayores dificultades.
El clima de miedo e incertidumbre en el que vive Pakistán hoy no es muy acorde con la celebración de unos comicios libres y representativos, cuyo boicoteo ha anunciado además uno de los partidos clave de la coalición islamista que ganó en 2002 la quinta parte de los escaños del Parlamento de 2002. Las presiones internas (una judicatura progresivamente independiente, el hartazgo popular y la ingobernable y sangrienta frontera afgana), unidas a las de EE UU, alarmado por el imparable auge del terrorismo, han forzado a Musharraf a convocar elecciones. Amnistió a la ex primera ministra asesinada ayer y después permitió el regreso del también ex jefe de Gobierno y candidato Nawaz Shariff para otorgar alguna credibilidad a un proceso que carece de ella. Pero también hay que tener cuenta que el objetivo que persiguen los autores del magnicidio es que no se celebre elección democrática alguna en Pakistán, ni dentro de 13 días, ni nunca.
La gestación del asesinato de Benazi/Hassan Abbas, trabajó en los gobiernos de la primera ministra Benazir Bhutto y del presidente Pervez Musharraf, y es hoy profesor en la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard. Autor de Pakistan’s Drift into Extremism: Allah, the Army and America’s War on Terror.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicada en EL PAÍS, 30/12/2007;
El asesinato de Benazir Bhutto, la primera mujer que gobernó un país islámico, es un duro golpe contra las perspectivas democráticas de Pakistán e incluso su viabilidad como Estado. Mientras el caos y la confusión se apoderan del país, no debemos perder de vista la responsabilidad parcial del presidente Pervez Musharraf en este giro de los acontecimientos. Como mínimo, Musharraf no puede ser absuelto del hecho de que su gobierno no proporcionó a Benazir Bhutto suficiente seguridad.
Benazir Bhutto tuvo que pagar con la vida su valor al desafiar a extremistas de todo tipo: Al Qaeda, los talibanes, los partidos políticos religiosos y los militares de la línea dura. Como heredera de Zulfikar Ali Bhutto, el legendario dirigente democrático que murió ahorcado en 1979 por orden del general Muhammad Zia-ul-Haq, Benazir fue un símbolo de la resistencia desde joven, pero se consumió en la cárcel y en el exilio durante los años ochenta. El gran legado de Zulfikar Ali Bhutto fue su intento de dar más poder a los pobres y defender los derechos de la gente corriente, todo ello en medio de políticos feudales y gobiernos militares. En vez de inclinarse ante la junta militar, prefirió ir al cadalso.
Benazir pudo ver a su padre por última vez unas horas antes de que éste fuera ahorcado, y escribió en su autobiografía: “En la celda donde esperaba la muerte, le juré que continuaría su labor”. En general, cumplió su promesa.
Su primera etapa como primera ministra (1988-1990) fue breve y desorganizada. El teniente general Hamid Gul, responsable del ISI (los todopoderosos servicios de inteligencia paquistaníes), apadrinó una alianza de partidos políticos de derecha para impedir que ella obtuviera la mayoría parlamentaria. Además, a Benazir Bhutto se le negó acceso a las informaciones sobre el programa nuclear de Pakistán y sobre las actividades del ISI en Afganistán.
Su segundo mandato (1993- 1996) fue más largo y mejor, pero el Gobierno de Benazir Bhutto volvió a caer prematuramente por las acusaciones de mala gestión y corrupción. En realidad, en ese asunto algo tuvieron que ver las maquinaciones de los servicios de inteligencia. Y es que se había extendido por el Ejército paquistaní una fuerte desconfianza respecto a ella, por ser una líder pro-occidental que contaba con el apoyo popular y deseaba la paz con India.
Tras casi 10 años en un exilio voluntario, la vuelta de Benazir Bhutto a Pakistán, el pasado octubre, le permitió empezar de nuevo. Pakistán había cambiado: la dictadura militar y el extremismo religioso en el norte estaban desgarrando el tejido social del país. Un principio de acuerdo con Musharraf y el apoyo de Occidente -sobre todo, de Estados Unidos y Reino Unido- le facilitaron el regreso, que cientos de miles de personas recibieron con los brazos abiertos, aunque los terroristas lo saludaron con una cadena de atentados suicidas.
Los contactos de Benazir Bhutto con el gobierno militar de Musharraf suscitaron críticas, pero ella siempre pensó que sólo era posible volver a la democracia mediante una transición en la que Musharraf renunciara a su cargo militar, se convirtiera en un jefe de Estado civil y convocara unas elecciones libres y justas. Para desolación de algunas fuerzas democráticas, se mantuvo en sus trece incluso después de que Musharraf impusiera, el 3 de noviembre, el estado de emergencia y destituyera a los máximos jueces del país con el fin de garantizarse la reelección. Benazir Bhutto convenció a otros líderes políticos importantes de que, aún así, participaran en las elecciones previstas para el 8 de enero, que consideraba una oportunidad para enfrentarse a las fuerzas extremistas religiosas en el espacio público. Una oportunidad que aprovechó viajando sin miedo por todo el país, a pesar de las graves amenazas contra su vida, y propugnando un Pakistán democrático y pluralista.
Es fácil entender por qué extremistas como Al Qaeda y los talibanes querían atacarla. Ahora el Gobierno de Musharraf asegura que es imposible proteger a alguien contra un atentado suicida. Pero, según se dice, Bhutto murió por disparos de un tirador que luego se suicidó con una bomba. De ahí que el pueblo de Pakistán, y en especial los partidarios de Bhutto, piensen que los servicios de inteligencia, solos o en colaboración con los extremistas, decidieron eliminarla.
Independientemente de que el Gobierno haya tenido algo que ver o no, Pakistán ha perdido a una dirigente que le era muy necesaria. El futuro del país está en la balanza; la ayuda de Occidente va a ser crucial. Pero esa ayuda pasa por aceptar que Musharraf no es el único dirigente capaz de resolver los miles de problemas de Pakistán y de dirigir la guerra contra el terrorismo. Más bien al contrario: con su forma de alimentar la inestabilidad y la incertidumbre, el propio Musharraf es uno de los mayores problemas de Pakistán.

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Mitt Romney



"La libertad requiere de la religión como la religión requiere libertad"(...) "Si tengo la fortuna de ser presidente, no serviré a ninguna religión, a ningún grupo, a ninguna causa, a ningún interés. Ningún candidato debería ser el portavoz de su fe". Mitt Romney.
La fe, la razón y el espacio público/Timothy Garton Ash, historiador británico y profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en EL PAÍS, 30/12/2007;
En este tiempo de buena voluntad, he estado intentando encontrar un adjetivo amable que corresponda a la definición “perteneciente o relativo a la revelación del ángel Moroni”. ¿Moronish? ¿Moronical? [en inglés, moron quiere decir “imbécil”]. Según se cuenta, el ángel Moroni se apareció alrededor de 1820 a un joven buscador de tesoros norteamericano que se llamaba Joseph Smith, y, al parecer, le guió hacia unas placas de oro -”bellamente grabadas, no tan gruesas como el estaño corriente”, dijo Joseph- enterradas en una colina próxima a su casa, en la parte occidental del Estado de Nueva York. Estaban escritas, según se cuenta, en una lengua que no se conocía, llamada egipcio reformado; los textos, descifrados con ayuda de unas piedras de nombre Urim y Thummim, se convirtieron en el Libro del Mormón, que los mormones consideran la revelación divina, junto con la Biblia. “Mormón”, explicó Smith en una carta a un periódico, derivaba del egipcio reformado mon, que significaba bueno; “por tanto, añadiendo more, tenemos la palabra mormón, que significa, literalmente, más bueno”.
En este libro sagrado, Norteamérica se describía como “una tierra que es más elegida que ninguna otra tierra” (II Nephi 1:5), y se aseguraba a los estadounidenses del siglo XIX, en una especie de profecía retrospectiva, que “será una tierra de libertad” (II Nephi 1:7). Es más, si los indios americanos se convertían a la fe verdadera, tendrían la posibilidad de volver a ser “un pueblo blanco y encantador” (II Nephi 30:6). (La versión oficial del Libro del Mormón que figura en Internet lo ha corregido y dice “un pueblo puro y encantador”). Los fieles de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pueden aspirar a convertirse ellos mismos, mediante mucho esfuerzo y muchas buenas obras, en dioses. En su defecto, pueden aspirar a convertirse en lo más parecido a un dios: presidente de Estados Unidos.
Porque el único motivo de que traigamos a colación esta tradición de Moroni es, por supuesto, que uno de los principales candidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos, Mitt Romney, profesa ser devoto mormón, y su religión se ha convertido en uno de los temas de las elecciones. Según un perfil publicado en The New York Times, el padre de Mitt, George Romney, nació en México “en una colonia de mormones que habían huido de una ofensiva policial contra la poligamia… Como misionero mormón, tuvo la tarea de hacer proselitismo en Londres, subido sobre un cajón en Hyde Park, y allí desarrolló unas dotes de vendedor que caracterizaron toda su carrera”.
Mitt también hizo labor misionera en Francia (habla francés, como John Kerry, aunque no es probable que le oigamos practicarlo mucho durante la campaña). El mormonismo de Mitt es un problema para muchos cristianos evangélicos de la derecha religiosa. Ellos deberían constituir su electorado natural, pero quizá prefieran al baptista sureño Mike Huckabee, que se limita a interpretar el libro del Génesis de manera literal.
Para eludir esta amenaza, Romney pronunció hace unas semanas un discurso que situaba la línea divisoria en otro lugar, no entre los mormones y los auténticos cristianos sino entre todos los que tienen fe y todos los impíos. Sólo los primeros, implicó, pueden ser verdaderos estadounidenses: “Debemos reconocer al Creador como hicieron los fundadores, con ceremonias y de palabra”. “Podéis estar seguros de una cosa”, trató de tranquilizar a los votantes, “cualquiera que crea en la libertad religiosa, cualquier persona que se haya arrodillado para rezar al Dios todopoderoso, tiene en mí un amigo y un aliado… No insistimos en un solo tipo de religión, sino que agradecemos la sinfonía de creencias de nuestra nación”.
Es decir, en realidad, no importa qué creencia irracional tenga una persona, mientras tenga alguna. Lo único que, por lo visto, resulta completamente intolerable e impide pertenecer plenamente a la comunidad nacional es afirmar que la razón científica sugiere, con un grado de probabilidad que es casi certeza, que no existe Dios todopoderoso. La fórmula de Romney es TMA: todos menos los ateos.
Esto hará que no pierda muchos votos republicanos, pero como receta para un país libre es inaceptable. Como mínimo, los políticos religiosos en los países libres deben dar con un lenguaje que coloque al mismo nivel público a todos los que creen en una religión y todos los que no creen en ninguna. También en Gran Bretaña nos encontramos con estos intentos de sugerir que la “fe” es intrínsecamente superior a la falta de fe religiosa. Justo antes de Navidad, el ex ministro del Interior Charles Clarke me mandó por correo electrónico el texto de una conferencia que había pronunciado al respecto. La idea con la que empezaba Clarke era que “ante todo, la fe es, en general, una fuerza positiva”.
Ni como afirmación sobre la historia ni como valoración contemporánea se sostiene esta frase. Dado que, durante la mayor parte de la historia, casi todos los hombres y mujeres han tenido algún tipo de fe, e incluso en el mundo contemporáneo, la mayoría sigue teniéndola, casi todo lo que unos seres humanos han hecho a otros seres humanos, o al mundo natural, se ha justificado por una creencia u otra: muchas cosas buenas y muchas cosas malas. Tan ahistórico es negar que algunas personas han hecho cosas que a los liberales laicos nos parecen buenas por supuestos motivos religiosos como que otras han hecho cosas terribles por esos mismos supuestos motivos religiosos.
Mi posición al respecto es empírica: por sus frutos los conoceréis. Tal vez llegue un día en el que todos se convenzan de las verdades científicas del darwinismo, aunque la propia ciencia está sacando a la luz indicios de que existe cierto tipo de instinto religioso “integrado”, por así decir. Hay que seguir librando la batalla de las ideas sobre lo que es verdad; pero, mientras tanto, es menos importante lo que creen los políticos en el rincón religioso de su mente que lo que hacen.
Si presentan siempre propuestas políticas adecuadas, no importa que sean mormones, católicos (como el recién convertido Tony Blair) o musulmanes; debemos apoyarles. Si proponen malas políticas, aunque sean ateos científicos, debemos oponernos a ellos.
El problema que sigo teniendo con el hecho de que Romney sea mormón no es que el mormonismo sea una religión (que es un problema para el ateo), ni que el mormonismo no sea claramente cristiano (un problema para los cristianos), sino que es una extravagante colección de paparruchas. Y yo me pregunto: aunque sea un conservador natural, aunque el mormonismo sea, como dice él, “la fe de mis padres”, incluido el padre más reciente, al que adoraba, ¿cómo puede un hombre bien preparado, que aspira a dirigir el país más poderoso y moderno del mundo, creerse todo eso en serio? Como dicen en el norte de Inglaterra: qué rara es la gente.




Religión, fundamentalismo y secularización/JULIÁN CASANOVA


Oublicado en El País, 21/12/2007;
La historia de por qué las religiones se mantienen tan vivas a comienzos del siglo XXI y son cada vez más relevantes, no resulta fácil de contar. En realidad, las predicciones de muchos intelectuales, especialmente europeos, indicaban lo contrario. La secularización, inherente a las sociedades modernas, conduciría a un gradual e inevitable declive de las religiones. Se suponía que el proceso iniciado en el siglo XVIII con la Ilustración, y continuado con la revolución liberal y los movimientos socialistas, impondría la ciencia y la razón frente a la opresión religiosa. Cuanto más moderna y democrática fuera una sociedad, menos peso tendría la religión. Hubo incluso quienes profetizaron el fin de la religión, la muerte de Dios.
Destacados sociólogos de la religión, como José Casanova o Máximo Introvigne, creen que esa teoría de la secularización es el resultado del "eurocentrismo" vigente en parte del pensamiento occidental, la generalización de una situación que en la práctica sólo se produce en pocos países europeos, Francia y Alemania, fundamentalmente. No sería el caso, por supuesto, de Estados Unidos, una sociedad muy religiosa pese a ser moderna, racional y democrática. El "aspecto religioso" de Estados Unidos es algo que ya le llamó la atención a Alexis de Tocqueville, tal y como dejó escrito en sus reflexiones sobre la democracia en América. Quienes han tratado posteriormente de explicar esa aparente paradoja recuerdan que la vitalidad de la religión en Estados Unidos deriva de las condiciones creadas por la Primera Enmienda de su Constitución, que prohibía el establecimiento de cualquier religión en el Estado, mientras que garantizaba el libre ejercicio de la religión en la sociedad.
Pero la situación de Estados Unidos no resulta hoy tan excepcional y hay datos que prueban que la religión es, en muchas sociedades, más predominante que hace unas décadas, que crece en casi todos los países el número de personas que se definen "religiosas" y que los medios de comunicación dedican mucha más información que antes a los líderes y movimientos religiosos. Y el crecimiento afecta tanto a las religiones organizadas desde hace siglos como a las nuevas, que desde la ortodoxia suelen llamarse sectas.
Aunque desde Europa occidental resulte extraño, para entender algunas de las cosas que están pasando en el mundo, en la política internacional y en algunos de sus principales conflictos, hay que prestar la debida atención a esas manifestaciones religiosas y a algunos de los movimientos conservadores estrechamente conectados con ellas. Porque la primera constatación es que, contrariamente a lo que muchos creían, la mayoría de las religiones se han hecho en los últimos años más conservadoras y fundamentalistas, lo cual es cierto del islam, al que suele identificarse como el paradigma del fundamentalismo, pero también lo es del judaísmo, del hinduismo y del cristianismo, tanto protestante como católico.
El fundamentalismo, que une siempre la religión con la política, se manifiesta por su antimodernismo militante y, sobre todo, por su condena de cualquier forma de pluralismo, sea intelectual, social o religioso. En el caso del islam se percibe como un proceso de purificación dirigido a eliminar supuestas contaminaciones y a establecer un futuro inmediato que acabe con la historia y el presente profanos e impuros. Pero en Estados Unidos, la combinación de fundamentalismo y nacionalismo, tan presente en el actual mandato de George W. Bush, se ha propuesto eliminar del mundo no sólo al terrorismo sino también al mal. Tal tentación fundamentalista está muy presente en algunos de los políticos que aspiran a la candidatura republicana, como el mormón Mitt Romney o el predicador baptista Mike Huckabee.
Todos esos movimientos conservadores y fundamentalistas están sacando un enorme provecho de las oportunidades ofrecidas por la globalización y las nuevas tecnologías. Traspasan fronteras, controlan algunas de las redes de comunicación más avanzadas y compiten entre ellos por imponer su visión de cómo organizar el orden mundial, en tiempos de grandes movimientos migratorios y de reafirmación de identidades culturales. Así se explica el notable crecimiento experimentado por religiones que apenas tienen un siglo, como los mormones o los testigos de Jehová, la creación de cientos de nuevas iglesias y la consolidación de movimientos integristas dentro del catolicismo, el pentecostalismo y el islam.
Las prácticas religiosas tradicionales dejan paso a nuevas formas de misticismo. Las ideas y movimientos que criticaron a la religión desde el progreso y la razón han perdido fuerza, mientras que las religiones, reconvertidas y refundadas, se mantienen. Los sociólogos discuten la relación entre ese crecimiento de las religiones y el descrédito de las utopías políticas. Pero teorías e interpretaciones al margen, lo que resulta preocupante es ese impulso fundamentalista en la religión y en la política, que traspasa fronteras, ataca el pluralismo y persigue a los disidentes. Quienes crean que sólo está en el mundo islámico o en la América de Bush, que miren un poco dentro de sus casas
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