19 sept 2006

Paz en Medio Oriente ¡Ya!

Artículos diferentes sobre Libano y el Medio Oriente.

Después de Libano de Henry Kissinger (ABC, 18/09/2006); Países de la luna creciente de Carlos Fuentes (El País, 15/09/2006); Cimitarra versus misil del nobelista Abel Posse (El Mundo, 14/09/06); la UE en Líbano: luces y sombras de Yezid Sayigh;

Después del Líbano/Henry Kissinger

Tomado de ABC , 18/09/2006
Dos ideas falsas dominan la discusión pública sobre la crisis del Líbano. La primera es que Hizbolá es una organización terrorista tradicional que actúa encubiertamente y fuera de la ley. La segunda es que el alto el fuego señala el fin de la guerra del Líbano. Ninguno de estos puntos de vista es válido. Hizbolá es, de hecho, una metástasis del patrón Al Qaida. Actúa abiertamente como estado dentro de un estado. Manda un ejército mucho más fuerte y mucho mejor equipado que el del Líbano en suelo libanés, en contravención de dos resoluciones de Naciones Unidas. Financiada y entrenada por Irán, libra guerras con unidades organizadas, contra un importante adversario. Como partido chií, tiene ministros en el Gobierno del Líbano que no se consideran vinculados por las decisiones de éste. Una entidad no estatal en el suelo de un estado, con todos los atributos de un estado y respaldada por una potencia regional.
Desde su creación, Hizbolá ha estado en guerra casi permanente. Las primeras de sus tres guerras se produjeron cuando, en 1983, en un ataque a cuarteles estadounidenses, mató a 241 marines y convenció a Estados Unidos de que retirara de Beirut sus fuerzas de paz. La segunda fue una campaña de acoso que indujo a las fuerzas israelíes a retirarse del sur del Líbano en 2000. La tercera se abrió este año con el secuestro de dos soldados israelíes dentro de Israel, lo cual desencadenó un ataque en represalia de este país.

Somos testigos de un asalto cuidadosamente concebido, no ataques terroristas aislados, al sistema internacional de respeto a la soberanía y a la integridad territorial. La creación de organizaciones como Hizbolá y Al Qaida indica que las lealtades transnacionales están sustituyendo a las nacionales. La fuerza impulsora de este ataque es la convicción yihadista de que el ilegítimo es el orden existente, no Hizbolá y su método yihadista. Para los partidarios de la yihad, el campo de batalla no puede definirse por fronteras basadas en los principios del orden mundial que rechazan; lo que nosotros denominamos terrorismo es para los yihadistas un acto de guerra.

Un alto el fuego no pone fin a esta guerra; inaugura otra fase. Este doble asalto contra el orden mundial, mediante la combinación de estados radicales con grupos no estatales de carácter internacional, organizados a veces en forma de milicias, constituye un desafío particular en Oriente Próximo, donde las fronteras todavía no tienen un siglo de antigüedad. Pero podría extenderse a todos los grupos islámicos radicales que existen. Por consiguiente, los líderes dudan entre seguir el orden internacional del que puede depender su economía, o ceder al movimiento transnacional del que podría depender su supervivencia política.
La crisis del Líbano es un caso clásico de ese patrón. Según las reglas del antiguo orden internacional, la guerra tuvo lugar técnicamente entre dos estados -Líbano e Israel- que, de hecho, tienen muy pocos intereses enfrentados. Su única disputa territorial hace referencia a una pequeña franja de territorio, las Granjas de la Chebaa, ocupada por Israel a Siria en 1967, y que no pertenecía al Líbano, como certificó indirectamente la ONU en 2000. La resolución de alto el fuego de la ONU afirma que la crisis fue provocada por Hizbolá, que desde hace 30 años mantenía a las fuerzas armadas libanesas fuera del sur del Líbano. Pero de acuerdo con las normas internacionales, la Secretaría de Estado se vio obligada a negociar el alto el fuego con el Gobierno libanés, que no controlaba fuerza alguna que estuviera en condiciones de hacer que se respetara, mientras que las únicas fuerzas capaces de hacerlo nunca lo han aceptado formalmente.
Los verdaderos objetivos de la guerra en el Líbano han sido transnacionales y no libaneses: superar la división milenaria entre suníes y chiíes basándose en el odio a Israel y Estados Unidos; aliviar la presión diplomática sobre el programa nuclear de Irán; demostrar que Israel sería tomado como rehén si la presión se agudizaba en exceso; establecer a Irán como factor fundamental en cualquier negociación; hundir el proceso de paz palestino; demostrar que Siria -segundo gran mecenas de Hizbolá- sigue manteniendo sus ambiciones en el Líbano.

Por eso el balance de la guerra debe evaluarse en gran parte desde el punto de vista psicológico y político. No cabe duda de que infligió fuertes bajas a Hizbolá. Sin embargo, la realidad psicológica dominante es que esta organización se ha mantenido intacta y que Israel ha resultado incapaz (o no tiene intención) de suprimir los ataques con cohetes contra su territorio, o de orientar su poder militar hacia objetivos políticos capaces de facilitar bazas de negociación tras el cese de hostilidades.

Buena parte de la discusión sobre la observancia del alto el fuego aplica verdades tradicionales a una situación inaudita. Uno de los actores principales en la guerra no forma parte del alto el fuego y se ha negado a desarmarse o a liberar a los dos prisioneros israelíes que secuestró. Los países que deben aplicar el acuerdo mantienen una postura ambigua debido a la importancia que dan a las relaciones con Irán, al miedo a sufrir atentados terroristas en su territorio, y a su interés por mejorar las relaciones con Siria.
La orden de desplegar una fuerza de Naciones Unidas en el sur del Líbano refleja estas dudas. El secretario general, Kofi Annan, ha declarado que la misión de las fuerzas de la ONU no es desarmar a Hizbolá sino fomentar un proceso político que, en palabras suyas, debe alcanzarse mediante un consenso interno en el Líbano, un proceso político al que la nueva Fuerza Interina de Naciones Unidas en el Líbano (Finul) no sustituye ni puede sustituir. Siria ha declarado que consideraría el despliegue de la Finul a lo largo de sus fronteras un acto hostil, y Naciones Unidas ha mostrado su conformidad. ¿Cómo va a funcionar el proceso político cuando a la Finul se les impide afrontar los retos más probables? El ejército libanés -en gran medida chií y con un armamento obsoleto- no está en condiciones de desarmar a Hizbolá ni de controlar la frontera siria.

Para complicar más la situación, Hizbolá, al ser un partido político, participa en el Parlamento libanés y en el Gobierno. Por lo general, ambas instituciones toman las decisiones por consenso. En consecuencia, Hizbolá tiene como mínimo un derecho de veto sobre aquellos asuntos en los que se necesita la cooperación del Gobierno.
Es probable que la próxima maniobra de Hizbolá sea intentar dominar al Gobierno de Beirut mediante la intimidación y, utilizando el prestigio alcanzado en la guerra, manipular los procedimientos democráticos. En esas circunstancias, Irán y Siria estarán en mejor posición para influir en las condiciones del alto el fuego. El reto para la política estadounidense y todos los implicados en el orden mundial es reconocer que el alto el fuego exige una gestión decidida. Uno de los objetivos principales debe ser evitar el rearme de Hizbolá o su dominio de la política libanesa. De lo contrario, las fuerzas de Naciones Unidas proporcionarán un escudo para crear las condiciones de otra explosión aún más peligrosa.
La guerra en el Líbano ha transformado drásticamente la posición de Israel. Hasta ahora, la cuestión palestina, a pesar de toda su intensidad, hacía referencia a los principios tradicionales del sistema estatal: la legitimidad de Israel; la creación de un Estado palestino; el trazado de fronteras entre estas entidades; el acuerdo sobre seguridad y las normas para la coexistencia pacífica. Desde la fórmula de «tierra a cambio de paz», propuesta por el primer ministro Isaac Rabín, hasta la oferta por parte de Arabia Saudí de paz y reconocimiento mutuo, o el concepto de retirada unilateral de los territorios ocupados propugnado por Ariel Sharón, se consideraba que el proceso de paz culminaba con una paz internacionalmente aceptada entre estados internacionalmente reconocidos.

Hizbolá y otros grupos que rechazan esta evolución están decididos a evitarla. Hizbolá, que se hizo con el sur del Líbano, y Hamás y otros grupos yihadistas que han marginado a la Autoridad Palestina en Gaza, desdeñan los planes de los árabes moderados y de los líderes israelíes. Rechazan la existencia misma de Israel, no una frontera concreta. Una de las consecuencias es que el proceso de paz tradicional se viene abajo. Después de ser atacado con cohetes lanzados desde Gaza y el Líbano, a Israel le resultará difícil contemplar la retirada unilateral como una senda hacia la paz, y tampoco podrá encontrar en las actuales condiciones un socio que garantice su seguridad. Por último, después del Líbano, el Gobierno israelí carece de autoridad o de apoyo público para retirar siquiera a los 80,000 colonos de Cisjordania, como preveía el plan de Sharón.
Al mismo tiempo, la continuación indefinida de la situación actual es insostenible. Debe establecerse una nueva hoja de ruta que apuntale la política integral para Oriente Próximo que debe seguir a la guerra del Líbano. Es necesario un proyecto común de Estados Unidos, Europa y los países árabes moderados para elaborar una estrategia conjunta. Sólo de este modo pueden surgir en los territorios ocupados unos liderazgos que acepten la coexistencia pacífica.

Todo nos devuelve al desafío de Irán. Entrena, financia y equipa
Países de la luna creciente/Carlos Fuentes, escritor mexicano
Tomado de El País, 15/09/2006.
Para alguien que desciende -es mi caso- de árabes, judíos y cristianos (rayado, además, de negro y azteca) no puede serle indiferente el interminable conflicto en el Medio Oriente. Se enfrentan dos pueblos hermanos, ambos semitas -descendientes de Sem, el hijo de Noé-: judíos y palestinos, hebreos y libaneses. Unida la región, antes de 1918, bajo la férula islámica del Imperio Otomano, dividida enseguida, por la paz de Sèvres y el Tratado de Lausana, en siete entidades, unas independientes (Arabia Saudí y Yemen), la mayoría colonias (Líbano y Siria, de Francia; Irak, Jordania y Palestina, de Inglaterra). Turquía e Irán fueron considerados Estados tapón contra el emergente poder soviético. La Declaración Balfour de 1917, en fin, le prometió a los judíos un “hogar nacional” en Palestina, no como compensación por los venideros y terribles años del Holocausto, sino en honor a la causa sionista que con tanto fervor impulsó, desde el Congreso de Basilea en 1897, Theodor Herzl.

La “pérfida Albión” continuó en el Medio Oriente la lección heredada del anterior imperio mundial, Roma: divide y reinarás. Francia no hizo sino extender su dominación colonial africana, establecida desde 1830 en Argelia, desde 1881 en Túnez y desde 1912 en Marruecos, como lo hizo la Gran Bretaña, refrendando su autoridad colonial sobre Egipto (1882), el Sudán (1898 y la saga novelesca de “las cuatro plumas”), el sur de Arabia y los Estados costeros del golfo Pérsico. O sea: sean cuales sean las características locales de la región, toda ella conoce la dominación y la explotación colonial de Occidente. Esto las une. Las separa, en cambio, la confrontación interna entre ricos y pobres, entre bañados y mugrosos, entre fervientes y ligeros, entre demócratas y autoritarios, entre internacionalistas y chovinistas.
Arnold Toynbee hizo una distinción interesante entre “herodianos” y “fanáticos”. Los primeros, a la usanza de Herodes son dictadores asociados a Occidente, parte de una élite que desprecia a las “imbañables” masas. Los segundos, fanáticos, pueden compararse a los celotas que combatieron al Imperio Romano (hoy Occidente y, más precisamente, EE UU) a fin de alcanzar el reino de los cielos.

Antiquísimas historias y verdades actuales. Agotado el colonialismo europeo al finalizar la Segunda Guerra Mundial, poco a poco EE UU se convirtió en la potencia dominante en la vasta luna creciente que va del Mediterráneo al Caspio. Pero el poder no siempre se tradujo en inteligencia, como lo demuestran los hechos actuales.
Los esfuerzos de paz de los presidentes Carter y Clinton han sido abolidos por la torpeza incalculable de Bush. Si antes, en Oriente Medio y también en el mundo, se solía distinguir al Gobierno norteamericano del pueblo y la cultura estadounidenses, hoy esa distinción se ha desvanecido. La junta gobernante en Washington es vista, casi universalmente, como promotora de violencia, políticas bélicas e ignorancia de los terrenos culturales y políticos que, como búfalos, entran a pisotear.
Ello dificulta enormemente la tarea de quienes, en la región, buscan soluciones democráticas, templadas, lejos de Herodes y los Fanáticos. Porque antes y después del militarismo rampante de Donald Rumsfeld, hay en Pakistán el enfrentamiento de suníes y chiíes, repetido en Irak con el aditivo kurdo. Hay en Egipto grupos islámicos promotores de la democracia que reciben palo del Gobierno. Hay en Irán tendencias moderadoras (Jatamí e incluso Rafsanyani) satanizadas por Bush y su “eje del mal” a favor del fanático Ahmadineyad. Pero hoy ningún islamita democrático se atreve a levantar la voz, so pena de ser visto como paniaguado de Bush, Cheney, Rumsfeld y aun de la simpática Condolencia Arroz o, como la llama la gran revista conservadora británica The Economist, Condoleezza Polyanna Rice, refiriéndose a la folclórica “niña feliz” de la mitomanía estadounidense.

El resultado de la incursión israelí en el sur de Líbano debiera servir de lección, profunda lección. Mientras Bush, tartamudeando, anuncia una victoria sobre los terroristas de Hezbolá y sus patrones iraníes, éstos se congratulan. Hezbolá aparece como el defensor triunfal de la soberanía libanesa contra la alianza de Washington y Tel Aviv y ello aumenta el crédito de Teherán. Ahmadineyad, sentado sobre millones de barriles, puede mofarse de Estados Unidos y de Europa. Líbano, la bella huérfana del Mediterráneo, debe acostumbrarse a vivir con -y aun ser dominada por- la autoridad de Hezbolá, vista por muchos libaneses como la única barrera a la expansión de Israel y como el poder de facto que da trabajo, salud y escuela a los libaneses en sus territorios.

Victoria pírrica la del bisoño premier israelí, Ehud Olmert, y de su ministro de Defensa, Amir Peretz. Desde la derecha y la izquierda de la democracia judía, les llueven las críticas. Cito, mísero de mí, al temible reaccionario Benjamín Netanyahu cuando critica “los fracasos” de la incursión israelí en Líbano. “Fracaso en identificar la amenaza, fracaso en la preparación y el manejo de la guerra, fracaso en el frente interno”. ¿Cómo puede, mísero de él, cantar Bush victoria?

Todos sabemos que el quid de la cuestión en Medio Oriente está en el conflicto entre Israel y Palestina. Si esto no se resuelve, no se arregla nada. La inexperta conducción de Olmert en Israel tiene su contraparte en el temible ascenso del ala extremista Hamás en Palestina. Mientras Hamás no reconozca el derecho a la existencia del Estado de Israel, el camino de la paz estará bloqueado. Esto sería, digamos, como si México se negase a reconocer la existencia del Estado de Tejas. Cierto: el fait acompli es terriblemente injusto. Hay que negociar con los hechos, sin embargo. Yo no sé si el sureste de EE UU vuelva a ser mexicano o sólo un campo de batalla entre mano de obra indispensable y “vigilantes” racistas dispensables.

Quiero creer, empero, que el creciente entendimiento político entre los palestinos moderados (Fatah y el presidente Abbas) y los extremistas (Hamás y el primer ministro Haniya) pueda concluir en una posición negociadora aceptable para ambas partes, Israel y Palestina. El cogollo del acuerdo sería: a) el retorno a las fronteras anteriores a la guerra de 1967, y b) la renuncia de Hamás, ya suscrita por Fatah, a destruir el Estado de Israel.
Son estas condiciones básicas, anteriores a los demás acuerdos imaginables, para una paz duradera en la región. Es lamentable que el Gobierno actual de EE UU, en vez de construir para y desde estas bases, se empeñe en desplantes arbitrarios, ideológicos, supremacistas e ignorantes.
Los países de la luna creciente han experimentado, después de la Segunda Guerra Mundial, con las formas políticas del nacionalismo, el comunismo, el socialismo, la democracia y el panarabismo. Sucesivos fracasos y una situación internacional que los países árabes no controlan y de la cual se sienten víctimas, parecen conducirles hoy al islamismo político, a la adherencia a la religión más que a la nación, a la fe más que a la ley.
Este retroceso sólo puede corregirse, al cabo, en una mesa de negociación que reconozca a los factores reales de poder en la región y en la que se sienten también, con otras caras y otras intenciones, futuros gobernantes de EE UU. Hoy por hoy, Washington juega una carta fracasada, los países islámicos sienten que la religión puede más que la política y convierten a la religión en política.
Entretanto, la Unión Europea podría jugar un papel moderador, esperando que no sea demasiado tarde. España, por su peculiar condición multicultural -cristiana, islámica y hebrea- tiene un papel importante. Y el mejor negociador europeo es hoy, sin duda, un español, Javier Solana.
Yo sólo puedo desear que la luna, hoy tan incierta en su luz nocturna, deje de ser menguante y se vuelva, para bien de todos, luna creciente.
Cimitarra versus misil/Abel Posse, novelista y embajador argentino en España ante la UNESCO
Tomado de El Mundo, 14/09/2006
Lo que Israel desarrolló como una represalia contra actos terroristas, planificando una acción de una o dos semanas, terminó en un hecho nuevo en todo el horizonte bélico del Cercano y Medio Oriente: el fortalecimiento del poder combativo del mundo árabe e islamista a partir del inesperado desempeño de la fuerza militar de Hizbulá. Seguramente hubo un error de concepción de Israel en esta guerra. Tal vez un error de arrogancia y de omnipotencia incubada en un historial de batallas vencidas ya desde 1948. Hasta ahora se hablaba de lucha antiterrorista. Estados Unidos impuso el concepto, pero las formas terroristas son sólo una parte del poderío islámico.

Tanto en Afganistán, en Irak, como en Palestina y Líbano hay un elemento militar que fue tal vez subestimado por los estrategas occidentales: se trata del factor religioso como forma de poder militar y político. Ese factor está en el origen del poderío de la misma cristiandad desde el tiempo de las Cruzadas, la Reconquista de España y la misma Conquista de América. El poder religioso, la extraordinaria determinación del que combate desde un absoluto que lo lleva a considerar la muerte como puerta de salvación de su pueblo y de sí mismo, es un arma decisiva. Hoy estamos ante la confrontación del soldado laico, apenas o casi nada motivado para el heroísmo y el sacrificio, con el guerrero sagrado, preparado espiritualmente para el martirio. Cuando se habla de suicidio es erróneo. Para el kamikaze se trata del sacrificio vital y salvador. Es vida, en la dimensión teológica de su fe.

No se puede interpretar lo que está ocurriendo desde conceptos y subestimaciones que finalmente culminan en errores estratégicos. La guerra técnica, donde cuenta más la tecnología de demolición que el combatiente de infantería, está actualmente desafiada por lo ocurrido tanto en Afganistán e Irak, como hoy en Líbano. Parecería un homérico enfrentamiento entre técnica y obstinación y convicción espiritual. La cimitarra versus el misil.

Lo cierto es que parece inimaginable que cualquier ejército occidental pueda reclutar suicidas sagrados como los que prepara el islam para demoler las torres de New York y para tantos otros brutales atentados.

Volviendo a un tema antes sugerido, Occidente se olvida de cómo construyó su poderío a partir de las ruinas del Imperio Romano: se trató de una fervorosa religiosidad cristiana que maduró culturalmente en los conventos de la alta Edad Media y que se plasmaría en poder militar en la Reconquista de España en 1492, en las Cruzadas, en el Renacimiento y en la Conquista de América. Los hombres de Cortés estaban más cerca de ese absoluto sagrado del islamismo actual, que de la frivolidad del servicio militar, donde ni siquiera está sobreviviendo la noción de patria. La ideología de la revolución es el último dios occidental muerto. Al transformarse la idea revolucionaria en protoforma de fe (como lo describió Berdiaev), la revolución fue vivida religiosamente. Pero a partir de la fracasada Revolución Cultural china, luego de la implosión de la URSS, de la melancolía cubana o del fin del héroe sin pueblo de Guevara, ya la revolución es otro dios occidental fenecido.
Un memorable estratega de Occidente, Winston Churchill, proclamó un axioma vencedor: «En la guerra, determinación». Hoy esa determinación, por la razón y sinrazón de lo religioso, está ausente de los ejércitos occidentales.
Quienes nos hemos desempeñado o vivido en Israel sabemos que es el único país occidental que puede oponer una fuerza espiritual capaz de mover sus ejércitos hacia el triunfo, como ocurrió en 1967 cuando en pocos días venció a tres países limítrofes.
¿O acaso Israel perdió aquella fuerza avasalladora y ya es víctima de la decadencia espiritual de una subcultura de hedonismo y de materialismo mercantil, ese Occidente que niega su metafísica fundacional?
Me acuerdo del cine de la calle Hayarkon, en Tel Aviv, y de las tres chicas de uniforme que se sentaron y pusieron sus metralletas colgadas de las butacas de delante. Era 1986, en tiempos de la primera Intifada o rebelión palestina. Una de las chicas era argentina de origen y estaba determinada totalmente a combatir en la dimensión sagrada de Israel, como no lo hubiese hecho seguramente por nuestra Argentina, donde estamos anulando todo sentido de lo heroico.
Más allá de la tragedia del Líbano y de Irak, se abre una profunda reflexión sobre nuestra crisis metafísica y en el orden de las valores. Occidente se entera de la materia en los libros escolares, como de un recuerdo perimido. El islam vive hoy sus guerras con la convicción de aquel Ricardo Corazón de León capaz de cabalgar meses por los desiertos más áridos para liberar el Santo Sepulcro de su fe.

Tanto los grandes pueblos de Asia, esas importantes potencias que hoy se afirman en todos los campos, como ese islam mismo que rechaza casi con horror los niveles de degradación del mundo moderno y occidental, son una realidad que obligaría a un dramático y urgente rearme moral.
Hay un rechazo de la cultura occidental que adquiere cada vez más fuerza. La admirable sociedad tecnológica produce un hombre dependiente del consumismo y del exitismo. Se rechazan la intoxicación de falsa libertad, de la que hoy son víctimas primordiales los jóvenes, asediados por la droga, el ensordecimiento roquero, la banalización sexual, la ruptura generacional y el rechazo de los valores de sus padres y de su tradición. Toda una subcultura en expansión que oculta el nihilismo, la autodestrucción. Estamos llegando al peligroso extremo de una oposición o confrontación mundial entre fe y laicismo, y cuesta entender a este Occidente que mata sus propios dioses fundadores en nombre de un cada vez más difícil y excluyente consumismo del placer.
El tipo de vida, o de imagen de vida, que hasta hace dos décadas era motivo de admiración y de imitación, hoy ya sólo atrae a pocos sectores. La sociedad tecnológica triunfante termina produciendo un orteguiano hombre masa, que más bien parece un residuo de la máquina productiva que creó y que le sojuzga.
Sería inútil seguir hablando de odio antioccidental, de integrismo o de fanatismo religioso. Hay que contemplar la esencia filosófica y teológica del rechazo de una mala calidad de vida conocida por todos los analistas de Occidente, pero tratada con un conformismo inoperante: todos los esfuerzos son económicos y políticos, sin comprenderse que el cáncer es espiritual (palabra ésta fuera de moda, casi políticamente incorrecta).
Hoy estamos ante el peligro de una nueva omnipotencia surgida de un triunfo militar parcial. Pero en realidad, corresponde reconocer que el islam está más situado en su fe. Es capaz de transformar sus guerreros en místicos y sus místicos en guerreros.
La UE en Líbano: luces y sombras/Yezid Sayigh, profesor de Estudios de Oriente Medio en el King´s College de Londres. (traducción de uan Gabriel López Guix)
Tomado de La Vanguardia, 15/09/2005

La decisión de la UE de enviar un importante contingente de soldados a la fuerza de la ONU que se está desplegando en Líbano nada más concluir la última guerra ofrece oportunidades, pero también riesgos. En el lado positivo, la misión de la ONU constituye para la UE la oportunidad de estabilizar la situación de la seguridad en Líbano y reforzar su papel político y diplomático en todo el Oriente Medio. Se trata de algo especialmente importante, dada la pérdida de credibilidad e influencia europea desde su integración en el Cuarteto en el 2002 y la posterior adopción de la hoja de ruta para Oriente Medio patrocinada por Estados Unidos: el Cuarteto se vio marginado por EE. UU., que lo utilizó para neutralizar la diplomacia independiente europea, mientras que la hoja de ruta nació muerta y sigue sin resucitar. Además, si la UE desempeña con éxito su tarea en Líbano - es decir, refuerza los diversos elementos de la resolución 1701 del Consejo de Seguridad sin verse arrastrada a choques armados y se convierte en protagonista en un lado u otro-, habrá logrado paliar en gran medida el daño causado por la implicación militar de varios de sus países miembros en la ocupación de Iraq dirigida por EE. UU.
Sin embargo, hay también riesgos. El menor no es la frustración de las expectativas: en primer lugar, en la propia UE, entre quienes deciden y entre la propia ciudadanía; en segundo lugar, en Líbano y Oriente Medio en general. La decepción se producirá en toda la región si al final laUE no quiere o no puede aprovechar el éxito en Líbano para enfrentarse a otros conflictos y contenciosos. No menos importante es la esperanza, alimentada por la inesperada - y no por ello peor acogida- energía mostrada en relación con Líbano, de que la UE tenga el coraje de proseguir con una diplomacia activa en el conflicto palestino-israelí. Los obstáculos son evidentes: no sólo el sesgo del Gobierno estadounidense y su manifiesta falta de interés en invertir un capital político serio para relanzar el proceso de paz palestino-israelí, sino también la creciente posibilidad - de hecho, casi la realidad- de una guerra civil en Iraq, lo cual desviará inevitablemente la atención y los recursos de la UE y disminuirá la repercusión de los beneficios o el predicamento que pudiera obtener como resultado de su papel en Líbano.

Los ciudadanos europeos también pueden quedar decepcionados si la misión de la ONU se ve envuelta en problemas en el Líbano y los actores locales la perciben con suspicacia u hostilidad. La consecuencia sería una falta de disposición pública a apoyar un mayor protagonismo diplomático, lo que reduciría la capacidad de la UE para desarrollar y extender su iniciativa diplomática en otros lugares de la región. Ello influiría negativamente en el próximo viaje del comisionado de Política Exterior europeo, Javier Solana. Muchas cosas dependen de cómo le vaya a la fuerza de la ONU en Líbano, cuyo núcleo político y militar es europeo. Las perspectivas inmediatas son esperanzadoras, pero es muy posible que aparezcan graves problemas si los principales actores de la resolución 1701 (el Gobierno estadounidense, Francia y la UE de modo más general) no logran lanzar una iniciativa diplomática orientada a abordar los contenciosos causa de enfrentamiento entre Israel, Siria y Líbano.
La UE debe presionar a los principales actores para que inicien debates sobre las granjas de Chebaa reclamadas por Líbano y sobre los altos del Golán sirios, dos territorios capturados por Israel en junio de 1967. De otro modo, la reciente resolución de la ONU relativa al alto el fuego no hará más que suspender el statu quo, sin poner fin ni reducir el riesgo de una reanudación de las hostilidades entre Israel y Hezbollah. A diferencia de esta última guerra, la próxima podría arrastrar también a Siria y es posible que también dé lugar a un intercambio estratégico entre Israel e Irán.
A corto plazo, es improbable que la fuerza de la ONU se vea desafiada por Hezbollah ni tampoco por Siria. La aplicación del embargo de armas ordenado por la ONU podría ser motivo de conflicto entre el primer ministro libanés, Fuad Siniora, y la alianza política antisiria Marcha del 14 de Marzo a la que pertenece, y Hezbollah. Si no se maneja con éxito este asunto, podría debilitar la misión de la ONU y alimentar las tensiones confesionales en el interior de Líbano. Ahora bien, da la impresión de que a Hezbollah le interesa evitar una ruptura abierta con el Gobierno, quizá porque es consciente de sus límites o de los de Siria e Irán para desafiar la resolución 1701.

El tema más susceptible de originar tensión es el desarme de Hezbollah. Pero es evidente que la UE ha aceptado la fórmula alcanzada por el Gobierno libanés para permitir a Hezbollah conservar una presencia armada invisible en el sur de Líbano y retener lo que quede de su equipo y sus armas estén donde estén. Evitar un choque resulta factible a la vista del reconocimiento israelí de que Hezbollah no puede ser desarmado completa ni inmediatamente, ni siquiera en el sur. El compromiso libanés sobre desarme viola la resolución 1701, pero, consciente de la fragilidad del Gobierno libanés y la vulnerabilidad de Siniora, la secretaria de Estado estadounidense. Condoleezza Rice, ha permitido que el tema deje de ser una prioridad, razonando que, “ante todo, hay que tener un plan para el desarme de la milicia, y luego es de esperar que algunos abandonen las armas de modo voluntario”.
El otro riesgo potencial que corren la misión de la ONU y la estabilidad libanesa a corto plazo es la amenaza siria de responder al despliegue de soldados internacionales a lo largo de la frontera común cerrándola, como hizo en reacción a la revolución de los cedros que desembocó en la expulsión de sus tropas de Líbano en abril del 2005. Ello bloquearía todo el comercio terrestre libanés e impediría la recuperación económica. Dado el continuado bloqueo aéreo y marítimo israelí, que no es probable que se levante hasta que la ONU sea capaz de vigilar los puertos libaneses y el aeropuerto internacional, el resultado será impedir la llegada de la ayuda y la reconstrucción. Siniora podría responder impidiendo la entrada de los cientos de miles de sirios que trabajan en Líbano, con lo que reduciría el flujo de una divisa fuerte hacia la apurada economía siria y exacerbaría su problema de desempleo. Sin embargo, actuando de este modo paralizaría los sectores de la economía libanesa que dependen de la mano de obra barata procedente de su vecino, además de granjearse la fuerte oposición de los aliados políticos de Siria en el país.

Cabe hablar del escenario a medio plazo, las elecciones presidenciales. Como en el tema del desarme de Hezbollah, lo más probable es que Siria evite un enfrentamiento político directo con la ONU o el Gobierno libanés. Siria ha declarado que cumplirá el embargo de armas sobre Hezbollah, aunque sigue oponiéndose a un despliegue de la ONU a lo largo de la frontera común. En última instancia, podría alcanzarse un acuerdo que permita que los observadores de la ONU vigilen los pasos fronterizos o al menos realicen visitas ocasionales de inspección con ayuda del reconocimiento aéreo o de imágenes de satélite que pueden ser suministradas por Estados Unidos o por la Unión Europea.

No obstante, la resolución del problema fronterizo no eliminará el riesgo más importante: que la fuerza de la ONU se vea envuelta en unas tensiones políticas y unos desafíos a la seguridad crecientes cuando se aproximen las elecciones presidenciales previstas para dentro de un año, en septiembre del 2007. La inminencia de las elecciones hará que entren en juego todas las divisiones políticas y confesionales libanesas que fermentan ininterrumpidamente desde el asesinato del primer ministro Rafiq al Hariri, ocurrido en febrero del 2005 en unas circunstancias que apuntan a una responsabilidad siria.
En estas circunstancias, son muchas las cosas que dependen del comportamiento de actores externos como Israel, Estados Unidos y, cada vez más, la Unión Europea, dado su peso en la fuerza de paz enviada por las Naciones Unidas a Líbano. Sin embargo, el actor que más se juega en el resultado final es Siria, cuya menor razón no es el deseo de su presidente Bashar el Assad de desviar la investigación internacional sobre el asesinato de al Hariri.
Siria, en efecto, busca recobrar influencia sobre la política exterior y de seguridad de Líbano, incluso una vuelta plena a ese país, y desafía la resolución 1701 en gran medida debido a la negativa estadounidense a entablar contactos diplomáticos con ella.
El actual presidente libanés, Émile Lahud, es considerado como un títere sirio por la Alianza del 14 de Marzo, que sospecha de su complicidad en el asesinato de Al Hariri. A pesar de la reducción de poderes presidenciales establecida en el acuerdo de Taif, que puso fin en 1989 a quince años de guerra civil, Lahud conserva unos poderes considerables y ha bloqueado en repetidas ocasiones las iniciativas del Gobierno encabezado por Siniora. Lahud es, además, aliado de Hezbollah, como también lo es su sucesor más probable, el antiguo jefe del ejército y ex presidente Michel Aun. De modo que en las elecciones todos los partidos se jugarán bazas vitales, con la consiguiente posibilidad de una fuerte polarización política dentro del país.

El riesgo es que la fuerza de las Naciones Unidas acabe convertida en objetivo si uno u otro actor libanés - o agentes sirios- ponen a prueba su determinación o amenazan con reanudar la resistencia contra Israel como forma de ganar influencia en el ámbito nacional. En 1983, Estados Unidos transformó precipitadamente la fuerza multinacional que supuestamente debía supervisar la retirada israelí de Líbano en un actor partidista en el desarrollo de la guerra civil libanesa y convirtió a ese contingente en blanco de unos atentados suicidas masivos que ocasionaron la muerte de 250 marines estadounidenses y 58 soldados franceses. Las esperanzas europeas de desempeñar un importante papel diplomático y estratégico en Oriente Medio no sobrevivirían a un golpe así.
En cuanto a la cuestión de la diplomacia regional como estrategia de salida, cabe añadir que la fuerza de las Naciones Unidas corre el riesgo de verse atrapada en una trampa: no puede abandonar Líbano mientras Hezbollah no haya sido desarmado, porque entonces sería cuestión de tiempo la reanudación de la lucha entre Hezbollah e Israel; ahora bien, permanecer indefinidamente incrementa la probabilidad de verse arrastrada a los juegos de poder que implican a diversos partidos libaneses y Siria. La estrategia de salida alternativa sería iniciar un proceso diplomático que involucrara a Israel, Siria y Líbano para discutir bajo el paraguas de las Naciones Unidas acerca de las granjas de Chebaa y los altos del Golán. Con la dura batalla política que se cierne sobre Líbano y en la que Siria intervendrá de modo inevitable política y encubiertamente, la Unión Europea cuenta con un plazo limitado para realizar ese esfuerzo.
Europa la hora del Líbano/ Pasqual Maragall, presidente de la Generalitat de Catalunya
El País, 14/09/2006

El conflicto del Líbano se ha convertido sin duda en el acontecimiento más importante y trascendente de este verano, por encima incluso de algunos de nuestros acuciantes problemas más próximos. Desde esta esquina del Mediterráneo lo hemos vivido con preocupación y angustia crecientes. Hoy, después de las interminables semanas en que sólo hablaron las armas, el alto el fuego alcanzado constituye una brizna de esperanza entre tanta injusticia y sufrimiento causados por la guerra.


Por destino y por vocación, todo lo que sucede en Oriente Próximo nos interesa y nos afecta. Desde nuestra inequívoca identidad mediterránea, estamos comprometidos firmemente con la causa de la paz y la cooperación entre los vecinos de las dos orillas del Mediterráneo.

Precisamente este compromiso euromediterráneo es lo que nos hace más conscientes de la complejidad de la situación de Oriente Próximo. Y lo que nos lleva a rechazar las visiones simplistas y maniqueas que no hacen otra cosa que alimentar el conflicto.

Estamos predispuestos a entender las razones, los temores y los anhelos de los diversos actores del drama. Las de un Estado de Israel que tiene derecho a existir y a defenderse. Las de un pueblo palestino que tiene derecho a crear su propio Estado en condiciones de dignidad. Las del Líbano que tiene derecho a dotarse de un Estado que organice la convivencia de sus diversas comunidades sin injerencia extranjera. La de los países árabes que tienen derecho a desarrollarse en un contexto de paz y seguridad.

Y más allá, incluso estamos predispuestos a escuchar las razones de los movimientos islamistas que -agrade o no- forman parte del problema y por consiguiente tendrán que formar parte de la solución. Posiblemente este reconocimiento elemental sea una condición necesaria para hacer posible el abandono de la violencia.

Estados, Estados en precario, movimientos político-religiosos, milicias armadas… son la expresión de la complejidad de un conflicto que -como explica Joschka Fischer en su reciente libro El retorno de la historia- se desarrolla simultáneamente en tres planos: el nacional, el regional y el religioso.

La conciliación de todos estos derechos e intereses es la obligación formalmente asumida por Naciones Unidas. Así lo ha venido haciendo con las sucesivas resoluciones del Consejo de Seguridad sobre Oriente Próximo desde 1947 hasta hoy mismo. Es el camino que va de la resolución 181 -por la que se abre la puerta a un Estado judío y a un Estado palestino- a la resolución 1701 -que arbitra el alto el fuego en el Líbano-. Entre ambas, se han sucedido las resoluciones que han ido perfilando la fórmula para resolver el conflicto árabe-israelí: el pleno reconocimiento del Estado de Israel y la creación de un Estado palestino con las fronteras anteriores a 1967.

Nada de todo esto es nuevo. Los esfuerzos por aproximarse a la paz en Palestina son lo más parecido a los trabajos de Sísifo: un eterno volver a empezar. Pero éste es el único camino ante una alternativa peor: el de la resignación a una guerra infinita, que es lo que parece predicarse en los círculos neoconservadores.

Crear las condiciones para el cumplimiento efectivo de las resoluciones de Naciones Unidas sobre Oriente Próximo es responsabilidad de todos los actores que tienen un peso real en el escenario mundial. Esta era la intención del denominado cuarteto compuesto por Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea y la propia Organización de Naciones Unidas, con su hoja de ruta para avanzar hacia la paz.

De las dificultades actuales en llevar adelante dicha iniciativa surge precisamente la convicción de que Europa debe y puede ser un actor mucho más implicado en la resolución del conflicto de Oriente Próximo. Entre otras razones porque -a diferencia de Estados Unidos- el futuro de una Europa próspera y en paz depende en buena medida de una evolución pacífica de toda la región del Oriente Próximo y Medio.

Por eso nos hemos de felicitar de la rápida reacción de la Unión Europea para intervenir en el Líbano bajo el mandato de Naciones Unidas. Lo ha resumido perfectamente Javier Solana: sin la fuerza de intervención de la ONU no habrá paz, pero sin Europa no habría fuerza de intervención de Naciones Unidas. Esta vez podemos afirmar que Europa no ha llegado tarde como sucedió en Bosnia y en Kosovo. La rápida decisión europea debe mucho a la determinación mostrada por el Gobierno de Prodi, que ha acabado por arrastrar a una Francia reticente ante las dificultades ciertas de la empresa.

No menor ha sido la determinación mostrada por el Gobierno español, coherente con la orientación de nuestra política en Oriente Próximo, basada en algunos puntos incuestionables. El apoyo al proceso de paz entre palestinos e israelíes, sobre la base de la existencia de dos Estados soberanos y viables que convivan en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas; el impulso a las relaciones bilaterales con Israel; la contribución activa a la modernización de las estructuras de gobierno de la Autoridad Nacional Palestina; la contribución a la pacificación y a la reconstrucción civil de Irak; el diálogo político constante con Egipto y Jordania; el apoyo -hoy con más razón que nunca- a los esfuerzos del Líbano para consolidar su independencia; y el reconocimiento de la importancia de las relaciones con Siria para garantizar este proceso con su retirada del Líbano. Sin olvidar la implicación para encontrar vías de diálogo en el difícil contencioso nuclear entre Irán y la comunidad internacional.

Se trata de una política de Estado y así lo han entendido todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso al dar luz verde a la decisión del Gobierno de participar en la misión de Naciones Unidas. Aunque no deja de sorprender -casi hasta el escándalo- que desde posiciones conservadoras se haya intentado inducir al líder del Partido Popular a adoptar una posición contraria a la participación de nuestras tropas en el contingente de la FINUL, con la perversa intención de querer convertir el Líbano en la tumba política del presidente Rodríguez Zapatero, para vengarse así de la oposición socialista a la participación española en la guerra de Irak.

A diferencia de entonces, se trata ahora de intervenir en una misión de interposición para garantizar un alto el fuego, con un mandato explícito de Naciones Unidas, con la autorización del Parlamento español y con una opinión pública prudentemente favorable a nuestra intervención.

Sin embargo, no puede esconderse el riesgo que asume España y Europa al aceptar el compromiso de defender a Israel de nuevas agresiones y al mismo tiempo de garantizar la plena soberanía del Líbano. La delicadísima cuestión del desarme de Hezbolá parece ser la piedra de toque de esta misión. Cuestión sobre la que Naciones Unidas busca una fórmula satisfactoria para todas las partes y que probablemente se resuelva más por la propia evolución del proceso político libanés que como resultado de una condición previa y ejecutable a corto plazo.

Sea como sea, hay que asumir el riesgo que comporta nuestro reafirmado compromiso euromediterráneo. Es también el riesgo asociado a la voluntad de Europa de ser un actor eficaz y reconocido en la escena internacional. Es, en definitiva, el riesgo que afrontamos para devolver a Naciones Unidos su papel de garante multilateral de la paz, una vez constatado el fracaso del unilateralismo norteamericano en Irak.
Y es evidente que no basta con la intervención militar para hacer factible y duradero el alto el fuego en el Líbano. Javier Solana nos advierte de que no podemos cometer la ingenuidad de pensar que podemos intentar arreglar el conflicto de Oriente Próximo con intervenciones parciales: o se resuelve el conflicto entre israelíes y palestinos o continuará la guerra infinita.

Desde la convicción generalmente compartida de que el conflicto no tiene solución militar, es preciso volver a poner en pie la hoja de ruta, con una implicación europea mucho más decidida y con la voluntad de contemplar globalmente el problema.

En resumen, tres líneas de acción:
- Pleno apoyo a la decisión del Gobierno español y de la Unión Europea de implicarse activamente en la Fuerza de Intervención de Naciones Unidas en el Líbano para asegurar el alto el fuego permanente entre Israel y la milicia de Hezbolá.

- Acentuar el compromiso de la Unión Europea en Oriente Próximo, con la cooperación al desarrollo, con la revitalización de la hoja de ruta del cuarteto y con la presencia en el territorio ayudando a la viabilidad del Estado palestino.

- Potenciar la política mediterránea de la Unión Europea, con unos aliados bien decididos como la Italia de Prodi.

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