17 may 2007

New York, New York...,

Nueva York y la literatura hispanoamericana/Claudio Iván Remeseira, periodista y escritor argentino, y director del Hispanic New York Project de la Universidad de Columbia
Tomado de EL PAÍS, 17/05/2007;
En un artículo reciente, Mario Vargas Llosa evocaba con nostalgia el París de la década del cincuenta, cuando una serie de escritores primerizos de toda América Latina daba allí los primeros pasos de su experiencia europea. Pocos años después, esos escritores darían a conocer las obras que terminaron de proyectar a la literatura latinoamericana al primer plano de la atención mundial. “El aire, el suelo y el ambiente cultural que los envolvió en la Ciudad Luz -dice Vargas Llosa-, contribuyó de manera decisiva a desarrollar de manera plena su potencia creativa”.
Lo que fue París para la generación del Boom, es hoy Nueva York para una nueva generación de escritores hispanoamericanos. La historia de la cultura en lengua española ha estado íntimamente ligada a esta ciudad desde sus orígenes, pero nunca como hasta ahora se había congregado aquí un número tan grande de narradores, poetas y ensayistas de todas las regiones de nuestro idioma común. Esta masa crítica es el humus de una renovación potencialmente tan importante como la que en su momento representaron el Modernismo o el Renacimiento italianizante que precedió al Siglo de Oro.
Una lista provisional de autores que residen en un radio de dos horas de Manhattan incluye a los españoles Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo, Eduardo Lago y Paquita Suárez Coalla, editora de la flamante antología Aquí me tocó escribir -publicada en Asturias por Trabe-, que reúne a la mayoría de los nombres menos conocidos fuera de Nueva York; los mexicanos Carmen Boullosa, Naief Yehya y Mónica de la Torre; los cubanos José Manuel Prieto, Enrique del Risco, Sonia Rivera Valdés y hasta hace muy poco, José Kozer; los puertorriqueños Lourdes Vázquez, Orlando José Hernández, Ángel Lozada y Giannina Braschi; los dominicanos Sherezada Vicioso y Keysi Montás; los colombianos Jaime Manrique, Carlos Aguasco y Eduardo Marceles; los venezolanos Dina Piera di Donato y Alejandro Varderi, los peruanos Isaac Goldenberg y Mariela Dreyfus; los bolivianos Edmundo Paz Soldán y Eduardo Mitre; los chilenos Cecilia Vicuña, Pedro Lastra, Lina Meruane y, por un breve pero activo tiempo, Rafael Gumucio; los argentinos Tomás Eloy Martínez, Sylvia Molloy, María Negroni, Lila Zemborain, Mercedes Roffé y Sergio Chejfec. Otra docena de autores más o menos consagrados podría agregarse a esta nómina, debajo de la cual se extiende un amplio estrato de jóvenes llegados con la marea inmigratoria de los últimos años. Mientras sobreviven semiocultos todavía en las penurias del periodismo local, la traducción o la enseñanza, muchos de esos jóvenes están borroneando ahora mismo el manuscrito de su primera novela; entre ellos puede hallarse el García Márquez, el Cortázar o el Vargas Llosa de su generación.
Buena parte de la literatura hispanoamericana actual está escrita por expatriados, pero hay tres factores que diferencian a esta ciudad de otros destinos de la diáspora y confieren a la experiencia de Nueva York un papel crucial en la renovación intelectual del mundo de habla española:
1. Como el París de antaño, Nueva York es hoy la capital cultural del globo. Vivir aquí no sólo permite acceder de primera mano a las principales corrientes de la cultura contemporánea (y gracias a sus museos y bibliotecas, también del pasado), sino que obliga literalmente a codearse con una masa humana venida de todos los puntos del planeta. La ciudad de Whitman sigue siendo la ciudad mundial, la ciudad por antonomasia (a los que la identifican con el imperialismo yanqui, les explico que para la mayoría delos norteamericanos Nueva York es otro país). Frente a la tradición de sacristía y autorreferencia estéril que prevalece en nuestros países, este contacto diario con todas las nacionalidades, razas, religiones y lenguas fertiliza el crecimiento cualitativo de la consciencia. Desde esta plataforma podemos tomar distancia de nuestras respectivas sociedades y cuestionar actitudes y opiniones fosilizadas allá por la costumbre.
2. La obligada confrontación con la cultura anglosajona es esencial a este enriquecimiento de perspectiva. De Poe a Faulkner, al jazz, a Warhol y un largo etcétera, la influencia norteamericana en la literatura y el arte hispanoamericanos ha sido decisiva. Hoy, quizá más que la ficción, es la no-ficción de las revistas de interés general publicadas mayormente en Nueva York la que ofrece la lección más aprovechable. Esta literatura es un espejo en donde podemos redescubrir las ventajas que la vieja tradición grecolatina de una prosa expositiva clara y precisa tiene frente a la oscuridad de las jergas académicas. La cultura de debate público que predomina en los círculos intelectuales de habla inglesa es también un antídoto contra el regodeo hispanoamericano en jugueteos retóricos que a menudo disfrazan la pobreza de las ideas.
3. Nueva York es actualmente la más latinoamericana de todas las ciudades de las Américas. En cualquiera de nuestros países, América Latina es una abstracción; aquí es una realidad palpable y sobre todo, audible. Como señala Muñoz Molina en su artículo publicado con ocasión del congreso de Cartagena, en Nueva York se escuchan todos los tonos, todas las variedades de la lengua madre; inmersa en la corriente viva del idioma, la tradición literaria del español adquiere un sentido nuevo. Esta expansión de la potencia creativa del lenguaje está acicateada además por el estímulo del omnipresente bilingüismo y de la vasta literatura escrita en inglés por latinos, ventana a través de la cual accedemos a un ángulo a veces perturbador pero insoslayable de la creciente complejidad de la identidad hispanoamericana.
A primera vista, mi argumento es una declaración de buenas intenciones con poco o ningún asidero en la realidad. Algunos observarán que los autores que cito son muy dispares, y que salvo notables excepciones la calidad de su producción no se compara con los resultados que anticipo. Al mismo tiempo, vivir en Nueva York alejó a muchos escritores de su público y complicó la promoción de sus obras. Y aunque instituciones como el Cervantes y los centros universitarios dan marco a un verdadero movimiento cultural en español, la falta de medios periodísticos en nuestro idioma capaces de servir de efectiva caja de resonancia es causa de desaliento crónico.
Estas objeciones son válidas, y se combinan con el aspecto más angustiante de la experiencia de Nueva York: la vivencia del anonadamiento, esa reducción al anonimato con que nos aplasta la ciudad, una travesía por el desierto que todos hemos sentido alguna vez. Paradójicamente, este sentimiento y aquellas dificultades son también condición de posibilidad de una transformación radical, cuyas consecuencias pueden tener largo alcance.
El escritor paradigmático de esta experiencia es José Martí. Como tantos críticos han destacado, la obra de Martí es inseparable de su residencia de quince años en esta ciudad. Haber vivido en Nueva York mientras ésta se erigía en primera metrópolis contemporánea, inyectó en el desterrado cubano la savia de una modernidad de la que el mundo hispanoamericano carecía; la soledad impuesta por un ambiente hostil y el distanciamiento forzoso de la patria constituyeron la fragua en la que, inspirado por una literatura extranjera, redefinió la identidad continental. Su célebre Nuestra América, publicado en Nueva York en 1891, es rutinariamente citado como el gran manifiesto latinoamericano contra el imperialismo yanqui; lo que pocos recuerdan es que ese artículo -cuyas ideas centrales reflejan el trascendentalismo de Emerson- comienza con una dura crítica de nuestro parroquialismo vernáculo, sucinta jeremíada contra la estrechez de visión y el espíritu faccioso que nos condenan sistemáticamente al aislamiento y el fracaso. Es la misma triste comprobación que hizo decir a un Bolívar moribundo que había arado en el mar, la mayor amenaza que se cierne sobre cualquier proyecto en donde haya más de un hispanoamericano involucrado. Contra este raquitismo moral, Martí propugna una conversión cuasi-religiosa, la mutación de la mentalidad provinciana en un cosmopolitismo con raíces y alas, alumbramiento interior que nos transforme en protagonistas plenos de nuestro tiempo. “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”, afirma Martí. La idea de Nueva York y sus fecundos efectos sobre la sensibilidad, la imaginación y la escritura, no la expectativa comercial de un nuevo e improbable Boom, son la inigualable oportunidad que ofrece esta ciudad a los autores más ambiciosos.
Mientras escribo estas palabras, un denso manto de nieve cubre las calles. Debajo de la nieve, en el silencio precursor de la tierra, duerme la semilla de un futuro posible. De nosotros depende que esa semilla fructifique, que la crisálida de la promesa se abra a un presente venturoso.

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