18 jun 2011

La tercera patria de Jorge Semprún

La tercera patria de Jorge Semprún/Por Jean Daniel, fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 17/06/11):
“A la hora de la verdad, cuando insisten en saber si mi patria es el español o el francés, me entran ganas de responder: Tengo el número 44904 grabado en mi cuerpo desde que me deportaron a Buchenwald”.
Jorge, Jorge Semprún: de nuevo un hombre excepcional que, al irse, se lleva una parte de nosotros. Una gran parte. Otro testigo más de ese siglo XX patético y bárbaro, del que nuestro siglo XXI es heredero en la confusión y la vulgaridad. Conocí bien a este hombre. Pero no lo suficiente. Nuestros encuentros nunca fueron indiferentes. El homenaje que le rinde Juan Goytisolo me permite ahorrarme lo que podría decir sobre este grande de
España al que le gustaba expresarse en alemán pero escribía en francés; sobre este novelista que convirtió la deportación en su universo y sus héroes en personajes que se le parecen como si fueran sus hermanos y que son siempre o revolucionarios o deportados.
No obstante, he aquí algunos puntos de su trayectoria que me marcaron e incluso me fascinaron. En primer lugar, y no se subraya como es debido, era ante todo un escritor, muchas veces admirable. A los ocho años ya sabía que iba a ser escritor, pero ¿en qué lengua? Sus institutrices le enseñaron alemán, así que quizá dudaría entre sus dos lenguas maternas, el español y el alemán. Estaba muy lejos de sospechar que decidiría expresarse en francés, como Cioran, Ionesco y Kundera. Semprún cita a Thomas Mann, que, después de nacionalizarse estadounidense, siguió afirmando que la lengua alemana era su única patria, pero se niega a hacer suya esa declaración. Habla de su “bilingüismo inveterado” y su “esquizofrenia lingüística”. Tal vez tiene dos patrias, o incluso tres. Porque confiesa: “Me atrevería a decir, en cierto modo, que las fuentes alemanas -poéticas, novelescas o filosóficas- son un componente esencial de mi paisaje espiritual. (…) Siempre he sido, soy y seré un lector insaciable y maravillado del alemán. ¡Incluso el Quijote lo leí por primera vez en alemán!”.
Semprún va más allá. Habla de “la relación fuerte, apasionada, esencial para mi formación intelectual, que he tenido y tengo siempre con la cultura alemana. Ella es la que me proporcionó los argumentos decisivos de mi lucha contra el nazismo”. Y, continuando sobre el mismo tema, escribe: “A la hora de la verdad, cuando insisten en saber si mi patria es el español o el francés, me entran ganas de responder: tengo el número 44904 grabado en mi cuerpo desde que me deportaron a Buchenwald”. Es sabido que, en espíritu, nunca saldrá de aquel campo. Cuando, con solo 40 años, publica su obra maestra, El largo viaje, es porque ni la Resistencia, ni suresponsabilidad en el Partido Comunista español, ni la militancia contra Franco han conseguido hacerle olvidar Buchenwald.
Antes de volver sobre la relación de Semprún con Alemania, no quiero olvidarme de recordar el fuerte vínculo que le unía a Francia. El joven adolescente al que sus padres, que habían huido de la guerra de España, matricularon en el Liceo Henri IV se embriaga de inmediato por el universo de las letras, las ideas y los filósofos ilustres. Cuando obtiene el segundo premio en el Concurso General de Filosofía, conoce la gloria en la única aristocracia española que los suyos consideraban respetable: la de los príncipes intelectuales. Y eso le hace abordar con avidez la cultura francesa. Puede recitar Paludes, de Gide, y fragmentos enteros de La sangre negra, de Louis Guilloux.
¿Y Alemania? Me parece lo más fascinante. Una especie de descubrimiento sorprendente. De estudiante, es uno de los pocos que muestran interés por la relación del filósofo Edmund Husserl con su célebre discípulo Martin Heidegger. Después de que le deporten, su dominio del alemán le es tremendamente útil en su relación con los comunistas alemanes que organizan la resistencia clandestina y desean comprobar la sinceridad de los “rojos españoles”. Pero también con varios de los kapos que causan estragos en el infierno de Buchenwald.
Sin embargo, Semprún reflexiona sobre lo que sucede en Auschwitz, donde no están encerrados resistentes, sino judíos. ¿Por qué el genocidio? ¿Cómo es posible que la nación a la que no ha dejado de admirar y amar pueda haber concebido un proyecto tan monstruoso como el exterminio de los mejores alemanes? En Buchenwald sufren lo indecible, pero saben por qué: porque han luchado contra el nazismo. En Auschwitz es distinto: les llevan allí porque pertenecen a una raza impura. A partir de ahí nace en él un sentimiento extraño y doloroso: parece descubrir que el país de su lengua preferida, al desjudaizarse, se ha desgermanizado. Para él, Alemania, sin los judíos alemanes, no puede seguir siendo Alemania.
Más que el judaísmo, lo que le interesa de los judíos es su excepcional germanismo. En realidad, ninguno de los judíos alemanes a los que más respeta, ni Heine, ni Einstein, ni Freud, ni Hofmannsthal, ni Walter Benjamin, ni Paul Celan, ni Elias Canetti, está especialmente integrado en el judaísmo. En cambio, todos forman parte del río relumbrante de una germanidad universal.
Eso es lo que dirá Semprún cuando reciba el premio de Jerusalén; entonces cita unas palabras importantes de Milan Kundera, premiado antes que él, que le había dicho que los judíos europeos eran el corazón de Europa. Amparándose en esa amistad tan intensa, Semprún se permite la libertad de recordar que los palestinos también tienen derecho a un Estado, pero el problema ya no es el mismo. ¿Qué puede ser de Alemania sin sus judíos? Al atreverse a hacer esa pregunta, el deportado número 44904 de Buchenwald, mi querido Jorge Semprún, me parece más original que nunca. Y solo ahora he descubierto, después de mis nuevas lecturas, que para él, durante mucho tiempo, el judaísmo alemán fue lo que mejor encarnaba la esencia de la germanidad.

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