6 jul 2013

Una nación dividida/José M. de Areilza Carvajal


  • Una nación dividida/José M. de Areilza Carvajal

ABC, 4 de julio de 2013
EL 4 de julio es el gran día de celebración patriótica en EE.UU. y, sin embargo, hoy la gran mayoría de los norteamericanos sienten que su país está más dividido que nunca. Así lo dice la encuesta presentada durante el Aspen Ideas Festival, una cita importante al comienzo del verano en esta renombrada montaña de Colorado. Pero la cuestión de fondo es que ni siquiera hay acuerdo en cuáles son los temas que separan a la gente, y mucho menos los motivos de esa desunión igualmente patente a ojos de los Estados aliados. La claridad de conciencia ante su actual desunión se contrarresta con el inmenso deseo de los ciudadanos en esta gran democracia de emprender reformas para conseguir más unidad. La causa más citada para explicar la sensación extendida de esta división es la influencia del dinero en la política, algo muy llamativo en una sociedad que no hace ascos al triunfo social del empresario, pero sí a la influencia indebida.

Por primera vez cada elección presidencial cuesta más que el marketing de productos de comida rápida en los meses de campaña, y este gasto absurdo se debe en buena medida a varias decisiones del Tribunal Supremo, que ha levantado las restricciones legales a las donaciones para influir en política, al considerarlas parte de la libertad de expresión. Esta desregulación permite a donantes individuales invertir cantidades ingentes para intentar cambiar el sentido del voto. Pero también la captación de fondos a través de internet ha transformado la naturaleza de las elecciones. Se trata de millones de donaciones de cantidades reducidas, una técnica en la que el equipo de Barack Obama aventaja todavía a los republicanos. Por arriba, la democracia es plutocracia, pero por abajo el dinero de los contribuyentes rompe esas huchas privilegiadas.
Los ciudadanos están de acuerdo en que algo no marcha bien en el sistema federal más federal del mundo. El permanente bullicio de la Cámara de Representantes, ese hormiguero de legisladores de corta existencia, le ha perdido el respeto al Ejecutivo. El bloqueo por parte del poder legislativo a cualquier iniciativa del presidente Obama parece indicar que en el fondo a los republicanos les interesa más que llegar a la Casa Blanca conservar su poder en el legislativo, gracias a la capacidad que tienen de delimitar sus propias circunscripciones electorales, en las que incluyen de modo artificial a muchos votantes blancos. Pero muchos achacan parte de estas disfuncionalidades a un presidente demasiado académico, que no siente la necesidad de escuchar y de pactar. La encuesta mencionada explica por otro lado que Barack Obama es al mismo tiempo la figura más divisora y la más unificadora del país, según a quien se le haga la pregunta por el primer presidente de color de la historia. Las elecciones de 2012 no han servido para superar la dialéctica «Estados rojos Estados azules», por la radicalización de los republicanos y también por la táctica elegida por Obama de presentar de forma muy negativa a Mitt Romney. Mientras el sistema federal renquea, la política más innovadora se encuentra en algunas ciudades creativas, con estrategias propias para competir en la globalización y motores de un crecimiento todavía muy frágil, como Portland, Nueva York, Detroit o Boston.
Tanto el Partido Republicano como el Demócrata saben que es el momento de renovar sus señas de identidad. Para los perdedores de las dos últimas elecciones presidenciales, el objetivo es conseguir más votos de ciudadanos blancos, pero también ampliar su apoyo electoral y atraer, como hizo Bush, a la pujante minoría hispana.
Esta ha sido en los debates de Aspen la propuesta de Karl Rove, el artífice de las victorias de Bush hijo y hoy uno de los más respetados e interesantes activistas republicanos. El analista de Denver sorprende a quien no lo conoce con un discurso integrador y aperturista. Quiere evitar que su partido se convierta en una formación anti-Gobierno, incapaz de llegar a la Casa Blanca. Con una experiencia inigualable en Washington, critica a un poder legislativo en el que pululan legisladores que comen en las manos de media docena de patricios, a imitación de la peor tradición parlamentaria europea de disciplina de partido y donde su partido bloquea por una cuestión de principio cualquier propuesta del presidente. Rove propone abrir un diálogo que es en realidad de mutuo auxilio entre las dos grandes formaciones. También sugiere mantener a raya a los dirigentes del «Tea Party», incapaces de atraer a votantes moderados. No se trata de motivar a la base republicana, sino de modificarla. La insistencia de Ronald Reagan en un conservadurismo compasivo vuelve a tener relevancia, para que el partido de Lincoln represente al conjunto del país y no solo a una parte del mismo.
La gran oportunidad que tienen los republicanos para indicar que empiezan a cambiar es la reforma de la inmigración, recién aprobada en el Senado. En el caso de los demócratas, hay una preocupación creciente por la acumulación de problemas en el segundo mandato de Obama. Muchos trabajadores sienten que la recuperación económica es débil y no cambia sus malas perspectivas. El presidente se enfrenta además a las difíciles decisiones de reemplazar a Ben Bernanke al frente de la Reserva Federal y retirar los estímulos fiscales. En otros frentes, la sensación es que Obama no lidera: pronuncia buenos discursos y luego dedica sus mejores energías a la puesta en marcha de su reforma sanitaria, aún por concretar en muchos aspectos. Muchos demócratas ya trabajan con Hillary Clinton para preparar su asalto a la presidencia en 2016. Quieren que Obama, resistente al yugo de la política exterior, al menos haga más esfuerzos por entenderse con los republicanos e insista en el mensaje demócrata a favor de la igualdad de oportunidades y la movilidad social, la clave para recuperar una fuerte clase media.
Algunas de las buenas noticias de la sociedad norteamericana son que hay el doble de licenciados universitarios que cuando empezó a gobernar Bill Clinton, casi ninguno desempleado (a diferencia de España, la Universidad no es una fábrica de parados), no existe un conflicto intergeneracional –la mayoría de los jóvenes son igual de críticos y de patriotas que sus mayores–, y las tendencias populistas del «Tea Party» o, en el otro extremo, del movimiento «Ocuppy Wall Street» son minoritarias y no afectan al gran consenso sobre la importancia del pluralismo, la tolerancia y la aceptación de las diferencias. En parte por eso, la sociedad norteamericana ha evolucionado muy rápido sobre los derechos de los homosexuales y, al mismo tiempo, es capaz de valorar muy positivamente la religión y la familia tradicional, o de ser más crítica que otras sociedades occidentales con el aborto. Walter Isaacson, nuestro anfitrión del seminario de verano y presidente de Aspen Institute, repetía estos días que tanto el foundingfather Benjamin Franklin como los músicos callejeros de diversos orígenes que empezaron a tocar jazz tenían una mirada común: cómo dejar atrás la cueva tribal y tejer bien el manto del pluralismo con que vestir a la gran nación norteamericana.

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