9 ene 2007

Stanislaw Wielgus


El Papa Benedicto XVI aceptó este domingo siete de enero la renuncia de monseñor Stanislaw Wielgus, como arzobispo de Varsovia; el motivo: haber colaborado con los servicios secretos comunistas de Polonia. Duro en su cargo apenás dia y medio. Su renuncia fue inxtremis.

En una nota difundida el domingo por la Santa Sede, la nunciatura apostólica en Polonia comunicó que monseñor Wielgus, presentó al Papa "las dimisiones del oficio canónico, de acuerdo con el canon 401 § 2 del Código de Derecho Canónico". El canon dice: "Se ruega encarecidamente al obispo diocesano que presente la renuncia de su oficio si por enfermedad u otra causa grave quedase disminuida su capacidad para desempeñarlo".


Se nombró en su lugar al el cardenal Józef Glemp, primado de Polonia, administrador apostólico de la arquiiócesis de Varsovia hasta nueva indicación, añade la nota emitida por el arzobispo Józef Kowalczyk, nuncio apostólico en Polonia.


Monseñor Wielgus reconoció en una declaración que en su juventud colaboró con los servicios secretos, después de que el viernes 5 de enero se publicara una declaración de la Comisión histórica eclesiástica de Polonia en la que se confirma que la relación del entonces joven sacerdote con la Sluzba Bezpieczenstwa.


El padre Federico Lombardi S.I., director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, emitió el mismo domingo una declaración en la que menciona "que el caso de monseñor Wielgus no es el primero y probablemente no será el último caso de ataque a personalidades de la Iglesia en virtud de la documentación de los servicios del pasado régimen”.


También lo intentaron con el Papa Wojtyla
Joaquín Navarro-Valls, ex director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede desde 1984 a 2006.

Tomado de EL PAÍS, 09/01/07):


El nombramiento y posterior dimisión de monseñor Wielgus y la sensación que ha causado la confesión de su colaboración con los servicios secretos polacos, me han hecho pensar en dos anécdotas que me ocurrieron hace algunos años.


Era el mes de junio de 1988 y me encontraba en Moscú junto al cardenal Casaroli, con motivo de la celebración del Millennium cristiano de Rusia. Habían pasado sólo tres años desde que Gorbachov llegara al poder, Wojtyla y su perestroika aún no era más que una hipótesis. A las 16.30, recibí una llamada en la habitación del hotel Sovietskaya, donde me alojaba. Al principio la voz empezó a hablarme en ruso, pero después, ante mi petición de pasar al inglés, oí que me respondía: “¡Niet!”. Entonces le pedí que me hablara en francés, italiano o español, pero a cada una de mis propuestas la voz repetía: “¡Niet!”. La conversación habría terminado allí si, en ese momento, no me hubiese pedido que hablara en latín. Yo respondí con cierto embarazo: “Intelligo”. Él continuó diciendo: “Ego episcopus ucrainum sum” [Soy un obispo ucraniano].

Me dijo que se llamaba Ivan Markitis. Me explicó que había leído en Pravda un artículo sobre la presencia en Rusia de una delegación católica y que había viajado a Moscú desde Ucrania para reunirse con nosotros. Yo pensé que seguramente el KGB había grabado la llamada. Dos días después Gorbachov nos iba a recibir en el Kremlin, ocasión que fue la primera piedra del recorrido que condujo, un año más tarde, al histórico encuentro con Juan Pablo II en el Vaticano. Luego comprobé el nombre que la persona me había dado y vi que no correspondía a ningún obispo que conociéramos. En ese momento, después de haber reflexionado largo rato, decidí no reunirme con él. Pensé que nuestro encuentro habría supuesto su fin.

También en otra ocasión tuve una experiencia semejante. Era 1995 y yo estaba en Pekín para participar en la Conferencia Internacional sobre la Mujer, organizada por la ONU. En el Palacio de Congresos, donde tenía lugar la iniciativa, se me acercó una joven china, quizá fingiendo ser periodista, que hablaba un inglés muy rudimentario. Me dijo que era católica y que quería informarme de que tres obispos underground [clandestinos] habían sabido de nuestra presencia y querían vernos.
Expliqué a mi interlocutora que nosotros no tendríamos problemas para reunirnos con esos prelados, porque nos protegía el estatus diplomático, pero que esas personas habrían sido detenidas inmediatamente. También en aquella ocasión decidí no mantener ese encuentro.
En definitiva, según he aprendido, también directamente, durante mis estancias en Polonia a principios de los años ochenta, hay que conocer bien la situación de esos mundos para situar los hechos en su justa perspectiva. En este sentido, los motivos que ha dado el nuevo obispo polaco sobre la posibilidad de estudiar en el exterior o de garantizar su propia seguridad personal describen una situación, una lógica, que en ese momento estaba muy difundida en los países del Este. Wielgus nunca habría podido obtener los visados para estudiar en la Universidad de Múnich si no hubiera aceptado el compromiso que le ofrecía el régimen. Y esta condición era común a muchos otros conciudadanos suyos, sacerdotes o no.

En esos países, la situación para muchos sacerdotes y obispos era muy difícil de llevar y muy fácil de explicar: se vivía en una tensión continua entre el heroísmo y el compromiso. Y no era una lucha en la que hubiera que decidir una vez por todas: la decisión debía renovarse al menos cada día y a menudo varias veces al día. Todo dependía del capricho ideológico del poder. Antes de 1957, muchos sacerdotes fueron torturados o desaparecían y eran asesinados. Después de 1957, primero con Gormulka y luego con Gierek, sólo se arriesgaban al ostracismo, la soledad impuesta, la prohibición sistemática de estudiar en cualquier universidad extranjera y la imposibilidad de tener un pasaporte de su propio país.


La percepción de toda esta realidad estaba muy clara también para el hoy más famoso sacerdote de Polonia: Karol Wojtyla. Pero él nunca había aceptado ningún compromiso con el régimen comunista. Hay que decir que tenía una gran ayuda en su extrema pobreza, lo que le hacía inmune a cualquier chantaje: no tenía nada, no le podían ofrecer nada. No deseaba nada; por lo tanto, no se le podía chantajear. Él nunca accedió a implicarse, aunque conocía a fondo las dificultades que había que afrontar para sobrevivir en Polonia.

Se puede decir que, en el fondo, su comprensión de las dificultades del prójimo formaba parte de su profunda espiritualidad, de su profunda libertad y, finalmente, de su misma vida de fe. Su reacción frente a los hechos que veía era un ejemplo de su forma de ser y de su rica experiencia vital, muy comprensiva hacia los demás. “Hay que aprender a perdonar”, me dijo una vez refiriéndose a estos hechos. Y lo decía él, que no necesitaba ningún perdón por las “culpas” de tantos en aquellos años. Y esta actitud para justificar algunas elecciones de esos años permaneció en él también cuando, años después, tuvo que ejercer el perdón en nombre de toda la Iglesia.

Pero él, ciertamente, había elegido otro camino. Wojtyla había vivido en el ecosistema de la mentira institucionalizada, desde el día de su ordenación como sacerdote hasta el de su elección como Papa. Todos los años de su formación y desarrollo de su personalidad habían tenido como humus este ambiente social y cultural. Creo que sólo las características de su persona han sido el verdadero motivo por el que Wojtyla eligió un camino distinto del de tantos otros.

Desde luego, tuvo que recurrir a pseudónimos para publicar sus poesías, sus obras de teatro y sus ensayos de antropología personalista, incluso para realizar su estrategia de enfrentamiento al régimen. Pero no recurrió al anonimato para esconderse o para aceptar subterfugios, sino para poner en práctica con mayor libertad su lucha, centrada en el sentido de la cultura, por la educación y los valores en los que creía, sin tener que exponer pública y oficialmente a la Iglesia a riesgos inútiles.

Su elección “diplomática” fue en el fondo muy poco diplomática, aunque al final se vio coronada por el éxito, por ser portadora de una visión más rica en humanidad. En efecto, el profundo respeto que todos tuvieron a Juan Pablo II, también con ocasión de su muerte, estaba muy ligado a su carisma y a su peculiar forma de ser tan comprensivo hacia los demás, pero tan intransigente en las elecciones fundamentales. Esta actitud la entendían perfectamente también quienes no le amaban: infundía respeto y, al final, admiración. En aquellos años, el cardenal Wyszynski pedía sistemáticamente a los jóvenes sacerdotes que suscribieran un compromiso formal de lealtad hacia la Iglesia en Polonia. A Wojtyla no se lo pidió nunca y Wojtyla nunca formalizó compromisos de este tipo. No era necesario. Wyszynski lo sabía y lo sabían también todos los demás sacerdotes. Y lo sabía él mismo. Una vez le oí hablar, con un velo de ironía, sobre las veces en que le había convocado la policía y sobre los inevitables y frecuentes interrogatorios. Le preguntaban sobre su posición en política, en la sociedad, en la estructura del poder. Él no tenía prisa en sus respuestas. Y hablaba del hombre con una concepción personalista, citando a algunos de los pensadores contemporáneos, pero también la ética de Aristóteles, e incluso la política de Platón. Luego distinguía entre la ética de los valores en Max Scheler y los peligros de un solipsismo que se concretaba en el “reflexionar sobre la reflexión”. Naturalmente, los funcionarios no entendían nada de esos largos monólogos. Al final le dejaban irse: “No es peligroso”, anotaban en sus apuntes. “Y pensaban -me decía años después riendo- que algún día yo habría podido colaborar”.

No es casualidad, por ejemplo, que Karol Wojtyla haya sido el único obispo polaco que obtuvo el pasaporte con el visado para participar en todas las sesiones del Concilio Vaticano II. Al principio, las autoridades polacas pensaban erróneamente que habría cedido y aceptado alguna forma de encuentro con el régimen, y se pasaría, si no a su bando, al menos a una parte gris e intermedia; es decir, a ese ámbito borroso que normalmente llamamos “tierra de nadie”. Probablemente el aparato político había tenido en cuenta la habilidad diplomática y la grandeza de pensamiento del interlocutor, pero desde luego se le escapaba su visión del hombre y sobre todo su libertad espiritual.

Cada vez que se ponían en duda los valores fundamentales, ya no era el momento de discutir sino de afirmar la verdad. Cuando no existe libertad en el aire que se respira, pensaba, la única forma de sobrevivir consiste en no traicionar la verdad que se lleva dentro, porque en la defensa y la protección de la verdad interior está la única forma de libertad que es realmente esencial al ser humano. Wojtyla no sólo decía la verdad, sino que más bien vivía en la verdad: la verdad que el ecosistema totalitario de esos años ahogaba de forma sistemática con la mentira estructurada. Y al ser tan libre interiormente, nunca fue sometido a ninguna esclavitud, ni siquiera a esas formas de pequeña esclavitud que tan comunes eran a su alrededor para, como decían, poder seguir adelante. Escuchando sus narraciones de aquellos años, se tenía la evidencia de la extraordinaria elegancia con la que había llevado el peso que de una u otra forma todos soportamos: el peso de ser hombres. El valor y la coherencia hasta el heroísmo, como todos sabemos, son virtudes, y no todos disponen fácilmente de ellas.

Por esto, y sobre todo por ese “hay que aprender a perdonar” que más de una vez escuché a Juan Pablo II al referirse a aquellos años, creo que la mayor dificultad consiste no en juzgar -empresa siempre arriesgada- sino en comprender. O al menos en intentar comprender. Lo que no excluye la admiración y quizá también la gratitud hacia quienes, en la ambivalencia entre la comprensión y el heroísmo, han elegido el camino de la verdad.

THe Arzhbishop´s Bargain-an Poland´s/
By Anne Applebaum

THE WASHINGTON POST, 09/01/2007);


Like so many other scandals, this one unfolded in a pattern at once familiar and depressing. First there was an unsubstantiated leak in a somewhat marginal weekly; then a denial. Then there were more substantial leaks in more mainstream media; then more denials. Then, all at once, there were behind-the-scenes maneuvers, interventions at high levels and, finally, at the last possible minute, a resignation.
But this scandal had a few twists: Instead of a politician, the authority figure in question was the newly appointed archbishop of Warsaw, Stanislaw Wielgus. Instead of political hacks, the behind-the-scenes maneuvers featured Pope Benedict and high-ranking priests. Instead of sex or money, the scandal revolved around the archbishop’s alleged collaboration with communist secret police in the 1970s. And instead of announcing his resignation at a news conference (customarily with a supportive wife weeping softly in the background), the archbishop made his surprise speech during the Mass celebrating his new appointment.
Surely this could have happened only in post-communist Poland. Where else would millions be avidly watching the live broadcast of an archbishop’s inaugural Mass? Where else would absolutely everyone — from officials in the Vatican to the national archives to the presidential chancellery — be leaking like a giant sieve? There are no secrets in Warsaw, a city that, not unlike Washington, often feels more like a village than a metropolis.

Coming now, more than two years after Poland’s accession to the European Union, this little morality play also usefully illustrates the weird crossroads at which the citizens of formerly communist Europe find themselves. On the one hand, many have absorbed the Western “normality” to which they so long aspired. Warsaw dinner parties that once ended in gloomy discussions of the Yalta agreement now feature lively discussions of property prices, just as in London or Paris. Supermarket chains sell the same products in Poland as in Germany or France. The same range of media exists here, too, everything from satellite television to scandal-driven tabloids to newspapers with serious foreign coverage. The media here act with enormous speed, also just as everywhere else. For all its attempts at modern media-friendliness, even the Catholic Church couldn’t keep up with its rapidly reported leaks.

Yet even in this city of new office buildings and 24-hour news, there is no escaping the past. Behind this scandal, there are layers upon layers of it, starting with the still-open and still-bitter debate about the compromises people made in the communist era. The archbishop’s past collaboration was in some ways very typical. Intelligent and ambitious, he wanted to study abroad. The secret police told him that in exchange for a passport, he would have to report what he heard when he got there. He apparently agreed. Many others, offered the same deal, did not agree — and as a result they did not study abroad, and possibly did not advance as far in their chosen professions as Wielgus did in his. Some of them are still angry about it.

It is true, of course, that the archbishop has said that he “never informed on anyone and never tried to hurt anyone.” It is also true that nothing negative about him has been proven: This was trial by media, not a balanced judgment. The documents that would clarify the extent of his collaboration, one way or another, apparently no longer exist. But their absence is also a historical legacy, this time from 1989, when the last communist chief of the secret police — who remained in charge rather longer than is generally remembered — destroyed most of the files concerning church officials and possibly those of other public figures, too. Odd though it sounds, in some ways the memory of 1989 bothers Poles more than the memory of the 1970s. Certainly the deals done at that time — political power for the former dissidents in exchange for amnesty for the former rulers — laid the foundations for the country’s perpetual bad mood.

Contrary to some Western reporting, the first Polish post-communist governments did not conduct significant investigations into the affairs of their predecessors. At the same time, laws that neatly allocated shares in privatized factories to their former managers — thus allowing communist cadres to transform themselves into capitalist owners — were allowed to remain in Poland, as they were in Russia, Hungary and elsewhere. Thanks to those shady privatizations, the former ruling class became rich in the 1990s, and their former opponents did not. Hence the generalized gloom, which has never been justified by the economic statistics, and the prevailing sense that justice was not done. Hence the lack of tolerance for archbishops who made mistakes as younger men.

It isn’t going to go away anytime soon, this discussion of Polish communism and post-communism, and perhaps it shouldn’t. After all, Germans are still talking about the Third Reich; Americans were still talking about slavery and segregation when Trent Lott resigned from the Senate majority leadership. Maybe these overheated arguments about things that happened 30 years ago are a sign that Poland has, at last, truly joined the West

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