Sadam Husein: el último de su categoría/Ian Buruma, escritor holandés. profesor de Derechos Humanos en el Bard College. Autor de Crimen en Amsterdam: El asesinato de Theo van Gogh y los límites de la tolerancia
Publicado en El País, 08/01/2007;Traducción de M. L. Rodríguez Tapia
Incluso los que han criticado su forma de morir estarán de acuerdo en que Sadam Husein era brutal. Pero era brutal y curiosamente anticuado. Es posible que no volvamos a ver a alguien como él. La muerte de Sadam no significa el final de las dictaduras, por supuesto, pero quizá sí el final de cierto tipo de dictadura cuyos símbolos y aditamentos eran típicos del siglo XX y ahora resultan tan desfasados como, por ejemplo, los cigarros y los sombreros de Winston Churchill, que ya en su día desprendían un aire peculiar y decimonónico.
Como todos los dictadores, Sadam era una especie de urraca a la hora de promocionarse: utilizaba cualquier cosa que tenía a mano. Aparecía con frecuencia con uniforme militar (pese a que, como la mayoría de los dictadores militares, nunca luchó verdaderamente en combate) y le gustaba pavonearse disfrazado de gángster, con traje de raya diplomática y disparando tiros al aire. Para mostrar su faceta panarabista, se presentaba como Saladino, el general musulmán que liberó Jerusalén de los cruzados en 1187. Cualquiera que aspire a dirigir a todos los árabes tiene que ponerse el manto de Saladino, aunque éste, en realidad, era kurdo. Claro que, por suerte para Sadam, Saladino había nacido en Tikrit, como él.
La imagen de Saladino con los rasgos de Sadam, haciendo cabriolas en su caballo blanco y blandiendo la cimitarra, puede parecer absurda, pero es menos anticuada que los uniformes militares y los trajes chillones al estilo de Chicago. No hay nada más pasado de moda que las modas de ayer mismo. El déspota con uniforme caqui es un producto de principios del siglo XX, cuando cayeron los viejos imperios y surgió la amenaza del caos. Los modos tradicionales de gobernar y los cultos de siempre fueron barridos por unos personajes marciales que prometían un nuevo orden, disciplinado y, a menudo, agresivamente laico. Los dictadores fascistas y los comunistas, tan diferentes en muchas cosas, tenían un estilo semejante. A Sadam le fascinaba Stalin, pero la dictadura de su partido, el Baaz, pese a llamarse socialista, había tomado prestados muchos elementos del fascismo.
Los imperios en declive eran en su mayoría, especialmente a mediados del siglo XX, imperios coloniales, y los tiranos de uniforme procedían muchas veces de las luchas antiimperialistas, pese a que, como Idi Amin o el emperador Bokassa, habían sido soldados en los ejércitos coloniales. El tío y mentor de Sadam Husein, Jairullah Tulfah, fue un opositor fanático al colonialismo británico. Fue él quien alentó a Sadam a convertirse en Saladino.
La imagen de gángster, tan pintoresca ya como el uniforme caqui, remite a una idea romántica del proscrito que lucha contra los ricos y poderosos para favorecer a los pobres. El presidente Mao devoraba libros sobre los Robin Hood tradicionales en China, y el propio Stalin era un rufián de Georgia antes de dedicarse a la política. El déspota típico del siglo XX era un populista que aseguraba dirigir a la gente corriente contra los plutócratas, los aristócratas y los empresarios ávidos como sanguijuelas. Algo muy parecido a Sadam Husein.
Estamos presenciando, como en los años treinta, el eclipse de las clases dirigentes tradicionales. Los burócratas europeos, casi aristocráticos, son objeto universal de miedo y antipatía, y los políticos de nuestras cansadas democracias parlamentarias no inspiran mucha más confianza. Los racistas y extremistas de otras clases obtienen cada vez más votos en Polonia, Francia, Holanda, a expensas de la burguesía media. Sin embargo, resulta improbable que mucha gente quiera verdaderamente ver a personajes como Jean Marie Le Pen en el poder. Son demasiado groseros.
Es más atractiva la figura del rico hombre de negocios, el “político directivo”, el supermánager, que promete hacer por su país lo mismo que ha hecho antes en beneficio propio. Como bien entendió Hitler, la comunicación de masas es fundamental para hacerse con el poder absoluto. Los autócratas modernos tienen que ser magnates de los medios de comunicación y, como proveedores contemporáneos del pan y circo, suelen ser dueños de uno o dos clubes de fútbol. Hitler también supo ver que la comunicación de masas se apoya en el espectáculo, la seducción y la capacidad de adormecer o acallar las discrepancias mediante sonidos embriagadores.
Podemos ver los esbozos de las dictaduras del futuro, no en rincones remotos de África o Latinoamérica, sino dentro de nuestras propias democracias. No quiero decir que nuestras democracias vayan a convertirse en tiranías, sino que las técnicas que sirven para vendernos a nuestros líderes tendrán pronto su copia en sistemas que luego no permitirán votar para librarse del tirano. El triunfo de Silvio Berlusconi en Italia fue un presagio de lo que se avecina. Este ex cantante supo exactamente cómo seducir a su público con una mezcla de propaganda y espectáculo en todos sus canales de televisión y con la sugerencia de que él, un magnate más macho que nadie, era capaz de hacer cosas a las que los simples políticos no podían ni aspirar.
Si los déspotas del siglo XX, como Hitler, Stalin y Sadam, consideraban que las creencias religiosas tradicionales eran obstáculos a sus fantasías modernistas, el político-directivo autocrático puede estar más dispuesto a controlar la religión para su causa. La alianza del cristianismo evangélico y el capitalismo de empresa en Estados Unidos señala ya en esa dirección. En el futuro, como ha ocurrido siempre, los tiranos adoptarán el aspecto que haga falta para triunfar, pero, sean quienes sean, hay muchas más probabilidades de que se parezcan a Richard Branson o Donald Trump que a Sadam Husein.
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