31 jul 2011

Más información, menos conocimiento

Más información, menos conocimiento/ MARIO VARGAS LLOSA
La imparable robotización humana por Internet cambiará la vida cultural y hasta cómo opera nuestro cerebro. Cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos nosotros
El País, 31/07/2011
Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.
Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: "Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo".
Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español, Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.
Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.
Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall MacLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. MacLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr, y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo, indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.
Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.
No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la "inteligencia artificial" que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado "la mejor y más grande biblioteca del mundo"? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?
No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O'Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: "Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos". Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para "informarse". Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: "Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros".
Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y Paz o El Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?
La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce "la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos". En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.
Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que -para qué engañarnos- no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la "inteligencia artificial" es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.
The internet shrinks your brain? What rubbish/By David Aaronovitch THE TIMES, 13/08/08;
Winners of the Nobel Prize for Literature are entitled to grand pronouncements, or else what is it for? So Doris Lessing, last winter, anathematised the entire internet, declaring that it had “seduced a whole generation into its inanities”. According to Lessing, the web helped to create “’a fragmenting culture, where our certainties of even a few decades ago are questioned, and where it is common for young men and women who have had years of education to know nothing of the world”.
One might wonder how she knew this with such certainty. How many of these young men and women had she met, and held conversations with? Slightly more, perhaps, than the average immobile person in her late eighties.
But Lessing has received confirmation in recent weeks from much more contemporary quarters. In the latest Atlantic Monthly, the headline over a major article by Nicholas Carr asked the question: “Is Google making us stupid?” to which Carr’s answer was a Dorisian affirmation. Not long afterwards, Bryan Appleyard penned a long piece entitled “Stoooopid… why the Google generation isn’t as smart as it thinks”, which – as you can imagine – also took the Lessing line.
“Once,” wrote Carr, “I was a scuba diver in the sea of words. Now I zip along the surface like a guy on a jet ski.” The culprit was the net, which, with its search engines, YouTubes, blogs and Facebooks, seemed to be “chipping away my capacity for concentration and contemplation”. And not just his. Carr quoted a writer who blamed the internet for changing his mental habits. “I can’t read War and Peace any more,” this writer complained, leaving unclear whether he was trying to re-read Tolstoy’s masterpiece, or had got halfway through before webweariness overtook him.
Carr’s view was that there are two kinds of reading: deep reading, which – essentially – is books, and web reading, where all we’re doing is the much lesser decoding of information. In the first we make “rich mental connections” and in the second we just don’t. In one we are properly engaged, in the other we ain’t. “In the quiet spaces opened up by the sustained, undistracted reading of a book,” says Carr, invoking an ideal, “or by any other act of contemplation, for that matter, we make our own associations, draw our own inferences and analogies, foster our own ideas.” With the net and its instant access to information we turn into “pancake people”, widely and thinly spread.

Appleyard had just been inside that quintessential British experience-former, the intercity train carriage. On the train to Wakefield, with his new 3G iPhone, he was “distracted from distraction by distraction”. There were the calls, the texts, the e-mails, “and I’d better throw in the 400-odd news alerts that I receive from all the websites I monitor via my iPhone”. I get seven or eight a day on my phone – Sky news, Tottenham Hotspur and London weather. Four hundred on one train trip seems excessive. Anyway…
“The digital age is destroying us by ruining our ability to concentrate… it’s killing me and it’s killing you,” says Appleyard, who might die more slowly if he elected to receive fewer news alerts.
“Attention,” he asserts, “is the golden key to the mystery of human consciousness… the opposite of attention is distraction, an unnatural condition.” Which argument, if taken to its logical conclusion, would make the idiot savant, with the inability to be distracted, the most natural human being of all.
The rot set in with television, but “the internet multiplies the effect a thousandfold… Now teenagers just go to their laptops on coming home from school and sink into their online cocoon,” wasting their time on stuff like MySpace on which, apparently, they create connections which are all “threadbare”, lacking “the complexity and depth of real-world interactions”, lacking in loyalty and feeling.
Appleyard fears that we are now “infantilised cyber-serfs”, whose lives the internet has made easier, “but only by destroying the very selves that should be protesting at every distraction, demanding peace, quiet and contemplation”. Yes, we all should all be monks. Matins, then work in the fields, then simple food, then Compline, some contemplation, then up – slowly – to the Scriptorium to illuminate some manuscripts, supper, prayers and bed.
How often do such weh ist mir arguments rest on an idea of our “natural” selves being alienated by the world of progress? Wasn’t it better when we all skinned our own rabbits and made our own music? Let us salute the ideal, St Simeon Stylites, up his pillar in the Syrian desert. Now there was an undistracted man.
Let us begin then at the level of personal experience. I have no problem with reading long novels, despite being a daily and constant user of the internet. I was one of the few people I knew who had read War and Peace 35 years ago, and I still am. Far from turning me into a bibliphobe, the internet has made it much easier for me to find and buy books that were hard to get before.
Nor do I recognise in Lessing’s and Appleyard’s strictures the experiences of my own daughters. I think they know, not just as much as Lessing did in her teens, but a lot more. Nor, from what I can see, are their Facebook contacts “threadbare”. They are almost all people the girls know in real life and see regularly, supplemented with contacts that might otherwise have easily been lost, such as friends from earlier schools. In this sense the internet has helped my kids’ social life be just as rich, if not richer, than my own was.
How can, for example, the Google project to place on the internet as many books as possible be productive of anything other than greater learning? What we are asked to do is to look. If we have that capacity, then we don’t need to be ordained into the learned priesthood, or try to wangle ourselves library cards to which we aren’t entitled. Just type three words, in the right order, and as Aladdin says, Open Sesame, and connections are made – some predicted, many fortuitous. Perhaps it is this uncontrollable, self-sustaining spread of knowledge that threatens the “certainties” that Lessing recalls.
Of course, what all three of my Jeremiahs entirely miss about the internet is its quality of engagement. That’s what makes the new era so much better than the television age. As Clay Shirky, the American writer, put it, the new media are a triathlon: “People like to consume, but they also like to produce, and they like to share…” Isn’t that superior, he asks, to being stuck in a basement watching reruns of Gilligan’s Island?
The challenge is not to lament, but to equip, to teach ourselves how to search and how to discriminate. A GCSE in search engine skills, perhaps.

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