Dickens sigue diciendo la verdad/Benjamín Prado, escritor
Publicado en EL PAÍS, 07/02/12:
Algunas personas mueren y
otras solo desaparecen. El novelista Charles
Dickens, por ejemplo, dejó este mundo en 1870 pero sigue estando aquí. Y no
solo porque obras suyas como David
Copperfield, Cuento de Navidad, Oliver Twist o Historia de dos ciudades,
entre otras muchas, sean clásicos imprescindibles en cualquier biblioteca que
intente ser tomada en serio, sino también porque la mayoría de sus temas
característicos, como la lucha de clases, la explotación infantil o la
ineficacia de la justicia, siguen de actualidad y porque sus personajes
continúan entre nosotros, con nombres diferentes pero con los mismos problemas.
¿O es que no podrían estar dentro de Oliver Twist, junto a los niños callejeros
que la protagonizan, esos otros niños reales que hoy son abandonados en las
calles de Grecia por sus familias, con la esperanza de que alguien los
alimente? ¿No nos recuerdan los convictos de La pequeña Dorrit, presos en la cárcel
de Marshalsea,
a orillas del río Támesis, por no poder pagar sus deudas, a los
desahuciados que aquí y ahora, en la España del siglo XXI, arrojan a la miseria
los bancos cuando ya no pueden pagar la hipoteca salvaje que tenían con ellos?
¿No nos hacen pensar muchos de los métodos y teorías del neoliberalismo a los
del usurero Scrooge en Cuento de Navidad o a los del avaro Uriah Heep en David
Copperfield? Dickens fue uno de los abanderados del realismo, junto a Balzac,
Tolstói, Stendhal o Benito Pérez Galdós, y un escritor social que denuncia en
sus libros las desigualdades que se producían en la Inglaterra victoriana y
especialmente el modo en que se explotaba a los trabajadores para conseguir la
industrialización del país. Su contemporáneo Carlos Marx dijo de él que “en sus
libros se proclamaban más verdades que en todos los discursos de los políticos
y los moralistas de su época juntos”. Y sin ninguna duda, el autor de Grandes
esperanzas es la mejor prueba de que Balzac estaba en lo cierto cuando dijo que
las buenas novelas son la historia privada de los países. Hoy se cumplen 200
años de su nacimiento y nuestro mundo, por desgracia, se parece en demasiadas
cosas al suyo. Para comprenderlo, no hay más que leer el principio de Historia
de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la
edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la
incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza
y el invierno de la desesperación”.
En Tiempos difíciles, Dickens
critica ácidamente las lamentables condiciones de vida de los obreros ingleses
y la desproporcionada distancia que había entre su existencia y la de los ricos
del país. Hoy, en plena crisis, con la Bolsa en números rojos, los impuestos
por las nubes y los sueldos por los suelos; con los Gobiernos de Europa
intentando llenar con dinero público el pozo sin fondo del sistema financiero y
las cifras del paro creciendo en nuestro país hasta el borde del abismo, es muy
posible que el lector se asombre al ver cómo esa novela publicada en 1854
describe la actualidad. ¿O acaso el desequilibrio entre las miserables casas de
los proletarios que dibuja Dickens, frías, oscuras y casi sin muebles, y las
lujosas mansiones de los capitalistas, que consideran a sus empleados simples
bestias de carga, no es comparable al que hay entre los salarios de los
mileuristas y los sueldos astronómicos que se ponen a sí mismos los directivos
de los bancos, hoy día? La única diferencia entre aquellos privilegiados y
estos es que entonces se llamaban utilitaristas y hoy se llaman neoliberales, y
que unos citaban a Stuart Mill y otros a Milton Friedman, pero nada más.
Cuando Dickens retrata en Los
papeles póstumos del club Pickwick, David Copperfiel o La pequeña Dorrit a unos
seres sin escapatoria y de la familia de los pícaros españoles, el Lazarillo de
Tormes, Rinconete y Cortadillo o El buscón, sabía de qué hablaba, porque él
mismo había sufrido en su infancia los latigazos de la miseria, cuando su padre
estuvo tres meses encerrado en la prisión de Marshalsea, por una deuda con un
panadero que hoy equivaldría a 3,50 euros y que hizo que él fuese enviado a
trabajar en una infernal fábrica de betún. Su batalla contra la injusticia ya
anticipaba el fracaso de un sistema que se basara en la explotación, aunque sus
advertencias a los poderosos fuesen voces en el desierto: “¡Oh, economistas
utilitarios”, escribe, “comisarios de realidades, elegantes incrédulos… si
seguís llenando de pobres vuestra sociedad y no cultiváis en ellos la
esperanza, cuando hayáis conseguido arrancar de sus almas todo idealismo y
ellos se encuentren a solas con su vida desnuda, la realidad se convertirá en
un lobo y os devorará”. Se equivocó, y no hace falta más que volver una vez más
los ojos hacia la Grecia de hoy, verá que los dos extremos siguen en su sitio:
las televisiones hablan de niños que a media mañana se desmayan en los colegios
a causa del hambre y los diarios dicen que mientras el país solicitaba un
rescate de la Unión Europea, sus potentados se llevaban a Suiza más de 200.000
millones de euros. En el fondo, y como demuestran de forma brutal las colas
ante las oficinas del Inem y en los comedores de beneficencia de nuestras
ciudades, las novelas de Charles Dickens son una constatación de hasta qué
punto el capitalismo ha fracasado en su búsqueda del famoso Estado de
bienestar.
Otra de las obsesiones de
Dickens es la lentitud, ineptitud y en ocasiones impureza del sistema judicial,
que tiene su mejor expresión en Casa desolada, donde se refleja la mezcla de
incompetencia y prepotencia de una Corte de la Cancillería que a algunos les
podrá hacer pensar en ciertos magistrados y causas de nuestra Audiencia
Nacional y nuestro Tribunal Supremo. O en Oliver Twist, donde se puede ver la forma
en que la ley es cuidadosa con los fuertes y abusiva con los débiles por el
modo en que el juez Fang insulta y castiga con desproporción a su desventurado
protagonista. O, una vez más, en Tiempos difíciles, donde el escritor se burla
de la incompetencia del sistema y de su invento más perverso, la burocracia, un
laberinto sin salida simbolizado en un supuesto Departamento del Circunloquio
cuya función es “hacer lo que sea necesario para que no se pueda hacer nada”.
En un país como España, donde solo el 27% de los ciudadanos opina que los
medios que el Estado destina para garantizar la defensa jurídica son
suficientes y la gran mayoría piensa que funciona mal, está anticuada y es
ininteligible, los libros de Dickens siguen contando la verdad: nuestro mundo
no ha sabido mantenerse a flote porque no ha sabido ser ni solidario, ni
ecuánime, ni flexible, y al final se ha quedado sin respuestas.
En junio de 1865, Dickens viajaba en un tren que sufrió un accidente
terrible cuando cruzaba un puente en obras. Los siete vagones que precedían al
suyo se despeñaron por un precipicio y él pasó horas atendiendo a los heridos
hasta que llegaron las ambulancias y pudo ocuparse de regresar a su asiento y
recuperar el manuscrito, aún sin acabar, de su penúltima novela, Nuestro común
amigo. No hay que tener una gran imaginación para ver en esa escena una
metáfora de esta Europa que hoy descarrila poco a poco, primero Grecia, luego
Irlanda, después Portugal… Tal vez el derrumbe se detenga a tiempo, y los que
nos conducen a la catástrofe recuperen el sentido común igual que lo hizo el
tacaño señor Scrooge en Un cuento de Navidad, que al ver el negro porvenir que
le anunciaban los espíritus del Pasado, el Presente y el Futuro, donde podía
verse una tumba con su nombre y sin ninguna flor encima, supo cambiar a tiempo
y convertirse en un hombre generoso. Es una parábola que, hoy más que nunca,
merece la pena no olvidar.
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