La prueba judía de Obama/Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur.
Publicado en EL PAÍS, 11/05/2009;
El embarazo que la visita del señor Avigdor Lieberman, nuevo ministro israelí de Asuntos Exteriores, parece haber causado en el Elíseo es comprensible. ¿Era necesario que Nicolas Sarkozy aceptase recibir a alguien de cuyo nombramiento un ex ministro también israelí, Shlomo Ben Ami, declaró que constituye una “provocación” para todos los implicados en los acuerdos de paz (es decir, para el grupo conocido como el “quinteto”: la ONU, la Unión Europea, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos)? El señor Lieberman, cuyas declaraciones han sido comparadas a menudo con las de Jean Marie Le Pen, y cuyas groserías hacia los árabes han sido severamente juzgadas, sólo tiene una obsesión: renunciar a todos los acuerdos concluidos anteriormente y trabajar para hacer de Israel un Estado de judíos, para los judíos y poblado únicamente por ciudadanos judíos.
Nicolas Sarkozy decidió ceñirse al protocolo: sólo le recibiría Bernard Kouchner, homólogo del ministro israelí. Aunque alguna vez se haya proclamado con entusiasmo “el mejor amigo de Israel”, Kouchner ha recordado en repetidas ocasiones que tanto Francia como la Unión Europea son partidarias del establecimiento de dos Estados soberanos, uno palestino y otro israelí. Ahora bien, el jefe del Gobierno israelí, Benjamín Netanyahu, ha decretado que esa solución ya no es pertinente y le ha encargado a su ministro que abogue por su causa ante distintos gobiernos europeos, antes de hacerlo él mismo en Washington. Un portavoz del Elíseo ha observado que ahora existe una “estrategia francoestadounidense” para Oriente Próximo, lo que, dicho sea de paso, significa que, tras dos años en el poder, el presidente francés reniega de su patética inclinación en favor de George Bush para sumarse a la política de Barack Obama, que le inspira unos sentimientos mucho menos evidentes. Por otra parte, todo lo que los comentaristas políticos y los especialistas universitarios escribieron sobre el atlantismo de unos y el antiamericanismo de otros ha quedado obsoleto.
Nicolas Sarkozy decidió ceñirse al protocolo: sólo le recibiría Bernard Kouchner, homólogo del ministro israelí. Aunque alguna vez se haya proclamado con entusiasmo “el mejor amigo de Israel”, Kouchner ha recordado en repetidas ocasiones que tanto Francia como la Unión Europea son partidarias del establecimiento de dos Estados soberanos, uno palestino y otro israelí. Ahora bien, el jefe del Gobierno israelí, Benjamín Netanyahu, ha decretado que esa solución ya no es pertinente y le ha encargado a su ministro que abogue por su causa ante distintos gobiernos europeos, antes de hacerlo él mismo en Washington. Un portavoz del Elíseo ha observado que ahora existe una “estrategia francoestadounidense” para Oriente Próximo, lo que, dicho sea de paso, significa que, tras dos años en el poder, el presidente francés reniega de su patética inclinación en favor de George Bush para sumarse a la política de Barack Obama, que le inspira unos sentimientos mucho menos evidentes. Por otra parte, todo lo que los comentaristas políticos y los especialistas universitarios escribieron sobre el atlantismo de unos y el antiamericanismo de otros ha quedado obsoleto.
Según nuestros colegas israelíes, Avigdor Lieberman tiene instrucciones de recuperar la argumentación que Ariel Sharon puso a punto durante la cruzada contra el terrorismo. Esta vez, sin embargo, ya no se trata de Irak, sino del diabólico Irán, que blande sobre Occidente y el denominado “mundo árabe moderado” una amenaza nuclear. Convendría, por tanto, persuadir a los países que se alejaron de Israel a raíz de la trágica expedición de Gaza de que deberían revisar la urgencia de sus prioridades con realismo. Sólo hay un enemigo y es Irán. Cualquier muestra de debilidad ante él constituiría una capitulación similar a la que protagonizaron los europeos ante Hitler en 1938. La negociación con los palestinos bien puede esperar.
Cuando abrazaba con tanto ardor la cruzada de George Bush contra Irak y el “eje del mal”, Ariel Sharon sabía el partido que podía sacarle a la hora de evitar negociar con Yaser Arafat. Bastaba con presentar (olvidando repentinamente a Hamás) al líder palestino como el mejor aliado de Sadam Husein. “Combatamos al enemigo número uno: Irak. Ya veremos luego qué hacemos con los palestinos”.
Es una maniobra que ya no puede sorprender a Barack Obama. Esta estrategia, que le hacía el juego a un George Bush deseoso de vérselas con Irak, no puede seducir a un Barack Obama preocupado por hacer la paz con Irán. Tras 100 días de mandato, el presidente norteamericano mantiene la visión sobre Oriente Próximo, los árabes y el islam que se formó durante la campaña presidencial. Ya he hablado de ella antes, pero la resumiré: la lucha contra el terrorismo no debe adoptar bajo ningún concepto la apariencia de una cruzada contra el islam ni agrupar sólo a unos cuantos occidentales que ignoran a la ONU. Por otra parte, la incorporación de árabes y musulmanes a una coalición antiterrorista sólo sería posible tras un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes.
Pese a que la supervivencia de tales convicciones podía ser motivo de cierto escepticismo -y más aún cuando implicaban una unidad entre los palestinos que no ha sido posible-, hay que convenir en que Barack Obama confirmó su firmeza inmediatamente después de la conferencia internacional de la ONU contra el racismo (Durban II) celebrada en Ginebra el pasado abril. Vale la pena detenerse en este punto.
La decisión de Estados Unidos de boicotear esta conferencia -había sido organizada por los libios y los cubanos y los textos que se proponían someter a discusión prácticamente sólo incriminaban a Israel- ha dado lugar a diversas interpretaciones. Tras escuchar el discurso, siempre exagerado, del presidente Ahmadineyad, nos preguntábamos si Barack Obama atenuaría su política de apertura.
Sin embargo, aún no había terminado la cumbre de Ginebra cuando un portavoz de la Casa Blanca declaraba que Estados Unidos ratificaba su “deseo de iniciar conversaciones con las autoridades iraníes”. Es más, ese mismo día, Barack Obama anunció su decisión de invitar a Washington sucesivamente a los presidentes egipcio, palestino e israelí. Finalmente, para coronarlo todo, algunos comentarios oficiosos subrayan que, por inaceptables que fuesen, las declaraciones del presidente iraní traslucían cierta suavización de las posturas, pues ni negaba la realidad del Holocausto ni estigmatizaba al conjunto de los judíos. Respecto al destino reservado al Estado de Israel, cuya creación pretendía ser una solución para el sufrimiento de los judíos, les correspondía decidir a los palestinos.
A través de una evocación de los profetas bíblicos, Ahmadineyad incluso llegó a manifestar un relativo respeto por la religión judía. Eso sí, persistía en una explicación, acorde a la del fundador de la república de los mulás, según la cual la explotación del sufrimiento de los judíos durante el genocidio condujo a los extranjeros de todos los países a instalarse en una tierra que pertenecía a los palestinos. Las circunstancias se encargarían de hacer desaparecer esa operación de usurpación. Seguramente esto no supone un gran cambio para los israelíes, ni para los judíos, ni para los partidarios del respeto a las leyes internacionales, pero para los diplomáticos expertos en iranología no carece de significación.
Tanto es así que pese al problema, ya de proporciones gigantescas, de un Pakistán talibanizado, pese a la crisis económica mundial, que conduce a las industrias al desastre y a una progresión exponencial del paro, y dando la espalda a los dramáticos debates sobre la oportunidad de una operación bélica contra Irán, Barack Obama mantiene intacta su visión, sus convicciones y su estrategia.
Una prueba de fuerza parece inevitable. No ante los judíos norteamericanos en su conjunto -el 72% de ellos votaron a Barack Obama-, sino ante el American Israel Public Affairs Committee (AIPAC), el lobby más poderoso después del American Riffle Association, que, desde hace una década, viene prestando un apoyo incondicional al Likud, el partido de Netanyahu. Sencillamente, resulta que, desde hace dos años, hay otros lobbies mucho más liberales en lo que respecta a la cuestión israelí y hoy parecen dispuestos a ayudar a Barack Obama.
Cuando abrazaba con tanto ardor la cruzada de George Bush contra Irak y el “eje del mal”, Ariel Sharon sabía el partido que podía sacarle a la hora de evitar negociar con Yaser Arafat. Bastaba con presentar (olvidando repentinamente a Hamás) al líder palestino como el mejor aliado de Sadam Husein. “Combatamos al enemigo número uno: Irak. Ya veremos luego qué hacemos con los palestinos”.
Es una maniobra que ya no puede sorprender a Barack Obama. Esta estrategia, que le hacía el juego a un George Bush deseoso de vérselas con Irak, no puede seducir a un Barack Obama preocupado por hacer la paz con Irán. Tras 100 días de mandato, el presidente norteamericano mantiene la visión sobre Oriente Próximo, los árabes y el islam que se formó durante la campaña presidencial. Ya he hablado de ella antes, pero la resumiré: la lucha contra el terrorismo no debe adoptar bajo ningún concepto la apariencia de una cruzada contra el islam ni agrupar sólo a unos cuantos occidentales que ignoran a la ONU. Por otra parte, la incorporación de árabes y musulmanes a una coalición antiterrorista sólo sería posible tras un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes.
Pese a que la supervivencia de tales convicciones podía ser motivo de cierto escepticismo -y más aún cuando implicaban una unidad entre los palestinos que no ha sido posible-, hay que convenir en que Barack Obama confirmó su firmeza inmediatamente después de la conferencia internacional de la ONU contra el racismo (Durban II) celebrada en Ginebra el pasado abril. Vale la pena detenerse en este punto.
La decisión de Estados Unidos de boicotear esta conferencia -había sido organizada por los libios y los cubanos y los textos que se proponían someter a discusión prácticamente sólo incriminaban a Israel- ha dado lugar a diversas interpretaciones. Tras escuchar el discurso, siempre exagerado, del presidente Ahmadineyad, nos preguntábamos si Barack Obama atenuaría su política de apertura.
Sin embargo, aún no había terminado la cumbre de Ginebra cuando un portavoz de la Casa Blanca declaraba que Estados Unidos ratificaba su “deseo de iniciar conversaciones con las autoridades iraníes”. Es más, ese mismo día, Barack Obama anunció su decisión de invitar a Washington sucesivamente a los presidentes egipcio, palestino e israelí. Finalmente, para coronarlo todo, algunos comentarios oficiosos subrayan que, por inaceptables que fuesen, las declaraciones del presidente iraní traslucían cierta suavización de las posturas, pues ni negaba la realidad del Holocausto ni estigmatizaba al conjunto de los judíos. Respecto al destino reservado al Estado de Israel, cuya creación pretendía ser una solución para el sufrimiento de los judíos, les correspondía decidir a los palestinos.
A través de una evocación de los profetas bíblicos, Ahmadineyad incluso llegó a manifestar un relativo respeto por la religión judía. Eso sí, persistía en una explicación, acorde a la del fundador de la república de los mulás, según la cual la explotación del sufrimiento de los judíos durante el genocidio condujo a los extranjeros de todos los países a instalarse en una tierra que pertenecía a los palestinos. Las circunstancias se encargarían de hacer desaparecer esa operación de usurpación. Seguramente esto no supone un gran cambio para los israelíes, ni para los judíos, ni para los partidarios del respeto a las leyes internacionales, pero para los diplomáticos expertos en iranología no carece de significación.
Tanto es así que pese al problema, ya de proporciones gigantescas, de un Pakistán talibanizado, pese a la crisis económica mundial, que conduce a las industrias al desastre y a una progresión exponencial del paro, y dando la espalda a los dramáticos debates sobre la oportunidad de una operación bélica contra Irán, Barack Obama mantiene intacta su visión, sus convicciones y su estrategia.
Una prueba de fuerza parece inevitable. No ante los judíos norteamericanos en su conjunto -el 72% de ellos votaron a Barack Obama-, sino ante el American Israel Public Affairs Committee (AIPAC), el lobby más poderoso después del American Riffle Association, que, desde hace una década, viene prestando un apoyo incondicional al Likud, el partido de Netanyahu. Sencillamente, resulta que, desde hace dos años, hay otros lobbies mucho más liberales en lo que respecta a la cuestión israelí y hoy parecen dispuestos a ayudar a Barack Obama.
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