16 nov 2009

El Padre Ellacuría

Ahora sí puede pasar/José Ellacuría, hermano del padre Ignacio.
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 16/11/09;
En los años 1960-1970, la República de El Salvador (Centroamérica) se encontraba en estado de ebullición, con asesinatos de gente indefensa, organizados por los paramilitares, con una pobreza creciente y con movimientos sindicales que protestaban porque la reforma agraria no acababa de llegar.
Gran parte de la tierra estaba en manos de las ‘14 familias’, que ni la trabajaban ni permitían que otros lo hicieran. Los cultivos existentes eran típicamente coloniales, o sea, no orientados a las necesidades de los habitantes del país, sino al comercio exterior. Durante esos años se cultivaba sólo café y algodón.
En su tesis doctoral, ‘La teología histórica de Ignacio Ellacuría’, José Sols Lucia escribe: En 1976, el Gobierno de Molina se había decidido a llevar a cabo una reforma agraria, de la cual el país estaba muy necesitado. La Universidad Centroamericana (UCA) apoyó abiertamente la reforma, pero el presidente Molina se echó atrás y la abandonó ante la presión de las grandes familias ricas del país, propietarias de la tierra. Ellacuría, molesto por este retroceso, escribió un editorial en la revista de la Universidad ECA (Estudios Centroamericanos) que le dio la fama que ya no perdería hasta su muerte. El editorial se tituló irónicamente: ‘A sus órdenes, mi capital’. En él afirmaba que ‘en esa lucha había ganado la dictadura de la burguesía (…). El Estado ha sido vencido sin gran esfuerzo por una clase minoritaria y eso que Molina había proclamado valientemente ante la Asamblea Legislativa de aquel mismo año que nada ni nadie nos hará retroceder un solo paso en la transformación agraria, y había prometido tenacidad hasta el final aún a costa de pagarlo con la muerte’. Este editorial le costó a la UCA el subsidio del Gobierno y cinco bombas, colocadas por la llamada Unión Guerrera Blanca.
En 1977, los paramilitares asesinaron al jesuita Rutilio Grande, junto con un anciano y un niño, cuando iban a decir misa a uno de los barrios. Hasta entonces parecía que los militares no se atrevían a asesinar a sacerdotes. Poco más tarde los jesuitas, como colectivo, eran amenazados de muerte: o abandonaban el país o serían asesinados. Permanecieron allí.
En 1979, Ellacuría fue nombrado rector de la Universidad y en 1980 se filtró la información de que estaba en la lista de personas a asesinar por el Ejército. Un salvadoreño me contó que, estando Ignacio dando clase en un día lectivo, se le acercó un hombre de mediana edad, diciendo que venía de parte de la Embajada de EE UU, con el mensaje de que se escondiese, que venían a matarlo. Ellacuría interrumpió su clase y fue a ocultarse. Fueron años de matanzas en El Salvador. El total de muertos, en los años 80, suma más de 75.000.
Durante este tiempo, se hicieron famosas las homilías de monseñor Romero. Su fuerza iba en aumento, se convirtió en ‘la voz de los sin voz’. El país se paralizaba cada domingo por la mañana para escuchar a monseñor. Lograba una síntesis única entre la escucha de la palabra, procedente de la Biblia, y la escucha del hablar de Dios a través del clamor de las mayorías populares. En aquellas homilías, exigía a los militares que dejaran de matar y al Gobierno, que instaurara un orden justo.
El domingo 23 de marzo de 1980 -dice José Sols-, su homilía tuvo tal fuerza que ese mismo día D’Aubuison, fundador del partido Arena, decidió acabar con él cuanto antes. Los que escucharon en directo aquel sermón aún recuerdan los escalofríos que produjeron sus últimas palabras. «Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional de la Policía, de los cuarteles. Hermanos, (ustedes) son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos; y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice ‘no matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo, les suplico, les ruego: cese la represión».
Fue al día siguiente, lunes 24 de marzo, en una pequeña capilla, mientras celebraba una misa funeral por la madre de un amigo, cuando una bala acabó con su vida. Quedaba claro que si el Gobierno-Ejército no respetó a monseñor Romero, mucho menos lo haría con todos los demás. La residencia de los jesuitas fue ametrallada con unos cien disparos. Más tarde dos bombas destruyeron la imprenta de la Universidad. Cuando en tiempos del Gobierno de Duarte había nerviosismo y le decían a Ellacuría que se cuidara, él respondía que eso no sucedería porque la política de Estados Unidos no lo iba a permitir. Ahora, con el partido Arena en el poder, pensaba que ese freno era más débil y decía: «Ahora sí puede pasar».
En la década de los 70, Ellacuría se ve confrontado con grupos radicales de izquierda en el país y, en general, a la ideología marxista. A inicios de los ochenta cobró fuerza el movimiento guerrillero salvadoreño, constituido por el Frente Farabundo Marti para la Liberación Nacional (FMLN) y el Frente Democrático Revolucionario (FDR). El Gobierno y el Ejército pretendían representar al pueblo. El FMLN se sentía representante de las mayorías populares y quería liberarlas de la oligarquía y del Ejército. Una guerra entre ambos no sería la solución. Por la especial relación de Ellacuría con el comandante del FMLN Joaquín Villalobos, que había sido su alumno, así como con el Gobierno, por haber mediado en la liberación de la hija del presidente, Ignacio propuso un diálogo entre las partes, señalándoles que ninguna de ellas representaba al pueblo. Es en este tiempo cuando Ellacuría dijo: «Si me matan durante el día es la guerrilla; si por la noche, el Ejército».
El 6 de noviembre de 1989, Ellacuría pronunció su última conferencia en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona, al recibir el premio internacional Alfonso Comín, otorgado a la Universidad Centroamericana y a su rector, por la decisiva aportación cultural a su país y el compromiso con la justicia a favor de los oprimidos. En su discurso parece que dejó su legado: «El mundo está gravemente enfermo, en trance de muerte. Hay que revertir la Historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección. De la civilización del capital a la civilización de la pobreza». Desde Barcelona fue a Salamanca, a la reunión que tenían todos los rectores de las Universidades Católicas de habla hispana. Allí se eligió la UCA de San Salvador para la próxima reunión. Ellacuría terminó con estas palabras: «Les recibiré con lo que somos y tenemos, si es que estoy vivo».
De Salamanca partió para coger el avión de vuelta a El Salvador. Familiares y amigos le decían que esperara unos días, que se había agravado la situación en la capital. Alguien ha escrito que quiso hacerse el héroe, pero él preguntó al provincial de los jesuitas en España si era temerario volver a Centroamérica. El provincial le contestó: «Haz lo que creas más oportuno». Cuando llegó el 13 de noviembre, la ciudad estaba en toque de queda. A la media hora de llegar, un grupo de soldados realizó un registro, distinto de otras veces: no buscaban libros subversivos, sino controlar bien todas las entradas y salidas. Ellacuría protestó pero se quedó tranquilo, ya que no habían encontrado nada ilegal. La comunidad mostró división de pareceres. La mayoría optó por la decisión de Ellacuría y se quedaron. Muchos han comentado cómo Ellacuría, siendo tan inteligente, no se dio cuenta de la trampa. La noche del 16 de noviembre, soldados del batallón Atlacatl irrumpieron en la residencia y mataron a los 6 jesuitas y a las colaboradoras Elba y su hija Celina. No por actos revolucionarios, sino por querer desvelar la verdad y dar a conocer la realidad de lo acontecido. Les destrozaron el cráneo porque sus cerebros eran vehículos de una conciencia que veía la realidad, cargaba con ella y se hacía cargo de ella.

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