6 jun 2010

Mil voces

Mil voces
MIGUEL BAYÓN
Babelia, 5/06/2010;
La literatura africana refleja la diversidad y las tensiones entre la fe en el mañana y las oportunidades perdidas
El periodismo se parece a la vida en que generalizas para sortear problemas y, por generalizar, topas con más. Los medios hablan con toda impunidad de "África" o "África subsahariana", y resulta que hay mil Áfricas -Imaginar África. Los estereotipos occidentales sobre África y los africanos (Catarata), de Antoni Castel y José Carlos Sendín, editores-. No digamos en literatura. Para empezar, aún se trata de un continente donde la cultura oral tiene mucho que decir. Y si hablamos de escrituras, sólo académicamente es operativo clasificar África según la herencia idiomática (sean las lenguas coloniales o autóctonas) o incluso por Estados, ya que el Estado, y las fronteras, es sumamente artificial en un continente diverso y mestizo como ninguno -El pensamiento tradicional africano (Catarata), Ferran Iniesta-. En España, además, hay carencia de traductores literarios en suajili, kikongo o walof, por mencionar alguna lengua hablada por millones. Y la ignorancia es general sobre esas culturas: Casa África realiza una gran labor desde su sede en Las Palmas, pero casi desconocida fuera de ámbitos oficiales o universitarios. De alguna forma hay que orientarse, y pueden recomendarse ciertas sistematizaciones. Aunque hablemos de literatura, es clave conocer el contexto histórico de un África siempre silenciada o tergiversada: aún es válida la monumental Historia del África negra, del burkinés Joseph Ki-Zerbo (Alianza). El Cobre tiene una Historia de la literatura negroafricana. Una visión panorámica desde la francofonía, de la africanista belga Lilyan Kesteloot, que rechaza el acercamiento solo nacionalista. Y aunque su análisis se centra en lo francófono, aporta luz sobre nexos poco estudiados, como el existente entre el movimiento poético de la negritud y el surrealismo europeo. Muy útil es el Diccionario de literatura del África subsahariana, publicado por la asociación Translit. Las limitaciones de un artículo aconsejan una parcelación por temas.

Esclavitud, colonialismo. La trata de esclavos descuartizó el tejido social de África y grabó la experiencia de la crueldad en el ADN de sus gentes. Y tras la impunidad de traficantes árabes y europeos y de jefes locales cómplices, llegó el colonialismo, la maquinaria de la depredación. La literatura africana nunca podrá eludir esa memoria. Por lo que toca a España, Las tinieblas de tu memoria negra, de Donato Ndongo (El Cobre), pinta el alma de un niño guineano escindida entre la espiritualidad tradicional y una educación franquista en la que el himno Montañas nevadas se volvía Selvas tropicales, banderas al viento. Es libro con antecedentes ilustres como El fuego de los orígenes del congolés Emmanuel Dongala (Alcor) o Los soles de las independencias, del marfileño Ahmadou Kourouma (Alfaguara), que siempre satirizó la satrapía y corrupción que ha lastrado el África oficialmente libre: ejemplos, Alá no está obligado (Muchnik), Esperando el voto de las fieras (El Aleph) o Cuando uno rechaza dice no (Alpha Decay). La trata perpetrada por musulmanes es contada con gran pulso en Paraíso por el tanzano Abdulrazak Gurnah (Muchnik) y la vida de los colonos se refleja sobre todo en la narrativa en portugués: la saga familiar de El tiempo de los flamencos, del angoleño Pepetela (Texto Editores), o Nación criolla, de su compatriota José Eduardo Agualusa (Alianza), homenaje tropical a Eça de Queiroz. También convendría rescatar la guasa antiburocrática sobre la Angola posindependencia de Si pudiera ser una ola, de Manuel Rui (Seix Barral), historia de la crianza de un cerdo en una casa de vecinos de Luanda. Un escritor de peso político es el keniata Ngugi wa Thiong'o, cuyo Un grano de trigo (Ediciones Zanzíbar) denuncia la represión británica contra el Mau-Mau y no esconde los colaboracionismos y cuanto acarrea la putrefacción del sistema colonial.

Violencia. La violencia política o étnica es la imagen tópica que Occidente cultiva de África, como si África tuviera ese monopolio y los poderes del mercado occidental fuesen ajenos. Es importante ver cómo afrontan el tema los narradores africanos. Los nigerianos destacan: su país es un mosaico explosivo de petróleo -Nigeria. Las brechas de un petroestado (Catarata, Aloia Álvarez)-, choques religiosos, corrupción extrema, prensa plural, gente que lucha por la decencia. Tú di que eres uno de ellos (El Tercer Nombre), de Uwem Akpan, es un angustioso conjunto de relatos protagonizados por niños o adolescentes en diversas zonas de África (tremendo 'La habitación de mis padres', sobre el genocidio de Ruanda de 1994, o 'Coches fúnebres de lujo' sobre la limpieza étnico-religiosa en Nigeria). Desde luego es heredero del Nobel Wole Soyinka, sobre todo de La estación del caos (Alfaguara), feroz retratista de la anomia, y también del Chinua Achebe de Todo se desmorona (Bronce), análisis de la devastación de la cultura tribal. Ese mismo desgarro descrito con un delirio controlado por Ben Okri, que crea a un niño-espíritu, Azaro, para pintar una pesadilla de crueldad y privación en la gran trilogía compuesta por El camino hambriento, Canciones de encantamiento (ambas en La Otra Orilla) y Riquezas infinitas (El Cobre). Vocación de saga tiene Hijos del ancho mundo (Salamandra), de Abraham Verghese, indio nacido en Etiopía. Entre los cien universos de esta novela, está la objetiva crónica del derrocamiento del Negus y la posterior dictadura militar. Violencia, humor, conocimientos médicos, todo le vale a Verghese. Al sueco Henning Mankell se le conoce como padre del inspector Wallander, pero la mitad del año la pasa en Mozambique: en Maputo dirige un teatro de referencia, el Avenida. Comedia infantil (Tusquets) es una novela sobre niños de la calle mozambiqueños, cuyo estilo escueto redobla la eficacia; importante Moriré, pero mi memoria sobrevivirá (Tusquets), testimonio personal sobre el sida en Uganda y Mozambique, con prólogo de Desmond Tutu. La emigración es abordada como tema literario sobre todo por narradores de la otra África, árabe. El lector no deberá olvidar Época de migración al norte (Huerga / Fierro), del sudanés Táyeb Saleh, recientemente fallecido, que plasma la dureza del exilio económico y también la picaresca.




Mujeres. Quien pise África verá de inmediato que las mujeres son las víctimas y las salvadoras de todo. Innumerables las novelas que giran sobre sus vidas. Hay que citar obras imprescindibles que pueden abrir puertas a búsquedas posteriores. Pionera fue Jagua Nana (Alcor), publicada en 1961 por el nigeriano Cyprian Ekwensi, historia de una mujer que aprende a sobrevivir y medrar en un Lagos despiadado. Otro nigeriano, Ken Saro-Wiwa (ahorcado en 1995 por el régimen militar como opositor a los abusos de la Shell en el delta del Níger), en Historia de Lemona (Zanzíbar) da voz a una presa, que cuenta sus increíbles, tenaces peripecias para seguir viviendo con la frente alta. Hay una autora de referencia en protagonistas femeninos, la nigeriana Buchi Emecheta. Las delicias de la maternidad (Zanzíbar) arrastra -no paran de suceder cosas, nunca dejas de entender a cada personaje- el desquicie entre tradición y modernidad. Clave Kehinde (Bronce), mirada inédita de una mujer que debe volver de Londres a Lagos. Escritoras que iluminan la situación de las mujeres son las senegalesas Mariama Bâ (Mi carta más larga) y Ken Bugul (El baobab que enloqueció), en Ediciones Zanzíbar, donde también está un orientador estudio-antología, Otras mujeres, otras literaturas, coordinado por Inmaculada Díaz Carbona y Asunción Aragón.




Raíces y costumbres. Los escritores africanos huyen del folclorismo y del costumbrismo, porque están hartos del ensalzamiento eurocéntrico de un África llena de música, ritos y ocupaciones curiosas: esos aspectos aparecen en sus obras, pero contextualizados. Por ejemplo, la narrativa del mozambiqueño Mia Couto se basa en un personal realismo mágico: la última muestra, El otro pie de la sirena (El Cobre), donde el hallazgo de restos de un avión espía no tripulado da pie a una trama a caballo entre lo onírico y lo real. En terreno más legendario, Mi vida en la maleza de los fantasmas (Siruela), escrita en los años cincuenta por el nigeriano Amos Tutuola. O esa especie de Julio Caro Baroja, el maliense Amadou Hampaté Bâ, conocido por su frase: "En África, la muerte de un anciano es una biblioteca en llamas", un todoterreno del pensamiento, autor por ejemplo de Kaidara, cuento iniciático peule (Kairós) o Njeddo Dewal, madre de la calamidad (Zanzíbar), continuador de su maestro sufí Tierno Bokar, sobre cuya figura presentó en mayo en Madrid un montaje teatral Peter Brook. Costumbrismo trascendido a base de humor, El testamento del señor Napumoceno da Silva Araújo (Bronce) del caboverdiano Germano Almeida.




El hecho diferencial sudafricano. Sudáfrica tuvo el terrible hecho diferencial de la dictadura racista del apartheid y ahora respira el insólito ejemplo de democracia logrado por Nelson Mandela. Por mucho tiempo su literatura deberá ser leída a partir de ambos fenómenos. Sudáfrica, con Nigeria, es la potencia literaria del continente. No en vano el Premio Nobel ha recaído sobre dos sudafricanos, Nadine Gordimer y J. M. Coetzee. La riqueza narrativa de Sudáfrica la explica su gran cantera. El Cobre publica Trilogía de Z Town, y anteriormente Fruta amarga, de Achmat Dangor. La trilogía es una novela con tres capítulos que refleja como ninguna la vida en un barrio negro de Johanesburgo durante el apartheid, a través de historias de mujeres: "Un tiempo demacrado y leproso", donde cada personaje tiene sus razones, pero nada da igual éticamente.

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