Tío
Umberto nos dejó con la mierda/Gregorio Morán
La
Vanguardia | 27 de febrero de 2016
Hay
intelectuales de los que sospecho que mueren agotados porque están hartos de
aguantar la sociedad que les ha tocado vivir. Ya es suficiente. Me voy. Podría
ser el caso de Umberto Eco. En enero cumpliste 84 años, te has bebido todo el
whisky de las grandes destilerías, tienes más azúcar en tu sangre que una
pastelería, has ayudado a crear una familia, con una esposa amable, e incluso
tienes el privilegio de algún nieto inteligente. ¿Qué más puedes hacer?
¿Aguantar la enésima entrevista sobre la relación entre cultura académica y
cultura popular, corriendo el riesgo de abofetear el periodista o mandarle
literalmente a la mierda, echándole de tu casa y perdiendo así la fama de
hombre tranquilo, educado, piamontés consolidado en Milán, esas cimas de la
vieja cultura?
Fíjense
si mi intuición no está exenta de sentido que varias necrológicas españolas han
señalado como grave asunto que a Umberto Eco no le hubieran dado el premio
Nobel. (Lo dijo un furrier de la cultura oficial que llegó hasta ministro del
ramo, César Antonio Molina. Incluso otro señaló, con buen ojo de lector de
solapas, que el Tío Umberto abrió el camino para escritores de fuste como el
espadachín Pérez-Reverte o el oficinista patriótico Jaume Cabré).
Están
perplejos porque en las necrológicas de Umberto Eco no figuran premios. (Le
dieron dos sin chalaneo, de los que no se acordaba ni él). ¿Alguien imagina en
España un escritor sin premios? Un escritor o escritora sin un Planeta, un
Nadal, un premio de la Crítica, de la Asociación de Amigos de la Capa, de los
libreros de Catalunya o de Bilbao… Un tío así no es nada, una chufla con
suerte. ¿Y académico? Me sorprende, no figura como académico. ¿Acaso no hay
academias en Italia? ¿Cómo puede ser un escritor serio alguien que no exhiba
premios ni sea académico, aunque le toque el sillón de la “ñ minúscula”? Como
diría un taurino de los de antes, “a la cultura italiana modelna le falta
señorío”.
Pertenezco
a otro siglo, a veces dudo si al XX o al XIX, soy de los que aún manejan
recortes. El trabajo más brillante periodísticamente hablando que se publicó en
España sobre Umberto apareció en La Vanguardia (1989), y lo firmó Ana Gargatagli,
de la que desconozco todo, pero que situaba perfectamente el personaje de un
intelectual de las características de Eco. Conservo el texto. ¿Qué otorga a
Umberto su singularidad de hombre de otro tiempo a punto de afrontar,
acojonado, literalmente, lo que denomina “el tercer milenio”? Lo escribe muy
claro: “Las redes sociales conceden el derecho a la palabra a legiones de
imbéciles que antes se expresaban solamente en el bar tras tomarse un vino”.
Hace
ahora exactamente cinco años –enero del 2011– dediqué una Sabatina a Umberto
Eco, que he rescatado de mis papeles y que lleva una ilustración soberbia de
Meseguer, que me conmovió admirándola. Como no sabría escribirlo mejor que
entonces, me permito la osadía de repetir el primer párrafo que abre el artículo:
“Se
necesitan varias cosas para escribir un libro como El cementerio de Praga. En
primer lugar, talento. Luego, valor y audacia; infrecuentes en los tiempos que
corren, donde parece que los escritores tienen un contrato con las casas
aseguradoras. También es obligada una cultura que trascienda la erudición y que
entienda que detrás de todo, desde la manera de hablar hasta la forma de comer,
se debate siempre una cuestión de poder. ¿Quién manda y quién obedece? No hay
que olvidar tampoco el humor, derrotado entre nosotros por la sal gruesa del
estupidario. Y la ironía, que se reduce en la prosa a la complicidad entre el
autor y el lector, apenas un guiño. Por último, y fundamental, se necesita ser
Umberto Eco”.
Me
impresionó El cementerio de Praga (2010), que no gustó a los críticos
profesionales de la época. Había en el libro muchos elementos que te hacían
preguntar cómo era posible que un libro de esas características fuera
impensable entre nosotros. Y llegué a la conclusión de que el “humus”, esa capa
cultural compartida, discutida, pasada por universidades dignas de tal nombre,
y colegas con los que uno peleaba por las ideas, no por el departamento.
Umberto
Eco inició su vida cultural y social y política como dirigente de las
Juventudes de Acción Católica. Su tesis sobre El problema estético en Tomás de
Aquino (1954) le hace romper con la Iglesia, como dirá él mismo, y con la fe
católica, y da un triple salto mortal. Nada menos que Las poéticas de Joyce
(1962). Luego vendrán los Diarios mínimos y Apocalípticos e integrados (1965).
Pero decir esto es bibliografía muerta, canónica, en la que no cuenta el
“humus”, eso que facilita la creación, el debate, el aprendizaje más allá del
rigor de unas lecturas y una formación clásica rigurosa y competente: Turín,
Pisa, Bolonia, Milán. La gente desconoce que aparece fugazmente nada menos que
en una de las películas más significativas de la época, La notte (1961), de
Antonioni. Que comparte amistad y vecindario con el músico Luciano Berio.
Está
en el mundo de la cultura viva. La polémica con Pier Paolo Pasolini, creo que
en 1975, es histórica, al menos para mí. Se trata del aborto. Pasolini, como
buena parte de los gays, es radicalmente contrario al aborto, hecho que
exigiría explicaciones que ahora no vienen a cuento, pero Umberto Eco, con un
desparpajo que roza el sarcasmo, desmonta las posiciones de Pasolini, con el
que nunca se entendió bien. Pertenecían a mundos diferentes y debo confesar que
estuve siempre más cerca de Eco que de Pasolini, del que no valoro su obra en
exceso, ya sean Las cenizas de Gramsci (su poesía) ni su cine –hecha la
salvedad de Accattone ( 1961), que vi en aquellas sesiones dominicales y
matutinas que nos concedía el franquismo, y que quedará grabada en mí con mayor
fuerza aún que Mamma Roma (1962)–.
Gocé
con El nombre de la rosa, no me interesó El péndulo de Foucault, seguí sus
colecciones de artículos con la pasión del descubridor de joyas, y reconocí
como una verdad incontestable su teorema del lector vital: “Quien no ha leído
un libro en 70 años, sólo habrá vivido su vida. Quien lee libros vivirá cinco
mil”.
Consideraba
que Italia había entrado en esa fase de decadencia corrupta y sin salida, que
tan cercana está a nosotros, con la aparición del Berlusconi líder, en 1994.
Cuando, tras muchos intentos de impedir la unión de las editoriales bajo la
marca berlusconiana de Mondadori, que vendía sus libros por millones, no digo
miles, se lanzó a la aventura con otros cuatro escritores. Crearon La Nave de
Teseo, donde fueron publicando sus libros conforme se iban cancelando los
contratos. Ahora aparecerá póstumamente una colección de artículos suyos cuyo
subtítulo nos ayuda a entender por qué llega un momento en el que uno no se
muere sino que manda a la mierda a sus contemporáneos: Crónicas de una sociedad
líquida. Una recopilación de reflexiones a las que da pie un verso, del canto
7.º del Infierno de Dante. Es decir, en vecindad con nosotros mismos. Quizá
porque, ateniéndose a una de sus últimas reflexiones, “en tiempo de talibanes
resulta un placer generoso leer un libro”.
Escribió,
allá por el 2014, una carta a su nieto en la que hacía un homenaje a nuestro
pasado escolar que alimentaba la memoria. “La escuela –decía– debe enseñarte a
memorizar lo que pasó antes de que nacieras, pero parece ser que no lo está
haciendo bien”.
En
uno de sus libros menos conocidos, La bustina di Minerva (2000), escribió un
sarcástico texto titulado “Sobre las ventajas y los inconvenientes de la
muerte”. Ahí está quizá la más brutal reflexión sobre la muerte. Lamentablemente
no puedo seguir su discurso porque exigiría espacio y tiempo, pero apunta
maneras:
“Recientemente
un discípulo pensativo me preguntó: ‘Maestro, ¿cómo puede uno aproximarse bien
a la muerte?’. Yo le respondí que la única manera de prepararse para la muerte
consistía en convencerse de que todos los demás son gilipollas”.
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