2 sept 2022

Una biografía que define una época

La vida física de Ratzinger es hoy un pabilo casi apagado. Pero su vida espiritual y su riqueza intelectual es luz que refulgirá siempre para todos nosotros.


Una biografía que define una época/ Federico Romero Hernández fue secretario general del Ayuntamiento de Málaga y Profesor Titular de Derecho Administrativo de su Universidad.

El Debate, Viernes, 02/Sep/2022 

La biografía de Joseph Ratzinger merecía el tamaño y la profundidad de un autor como Seewald, capaz de aunar el conocimiento del personaje y la viveza periodística necesaria para profundizar en el pensamiento y marco temporal de Benedicto XVI. Nos aproximamos a un final de época que, pese a sus tintes apocalípticos, no tiene por qué ser escatológica, sino más bien iniciadora de una era en la que, el protagonismo de la llamada Civilización Occidental, va a declinar con la aparición de unas culturas que van a contrapesar su aparente hegemonía. Desconocer que uno de los componentes esenciales de dicha Civilización es el Cristianismo es negar una evidencia histórica, pero mantener la ciega confianza en su valor determinante para el continuo progreso de la humanidad, es mera utopía. Gracias a sus estudios sobre San Buenaventura, Ratzinger fue inmune a esas deformaciones de perspectiva, pero también, gracias a la profundidad de su mente, ha realizado unas aportaciones fundamentales a un catolicismo que, necesariamente, ha de dejar de ampararse en el manto de la sencillez –bueno para relacionarse con Dios y con los hermanos– pero, sin perder por ello, el necesario bagaje doctrinal para enfrentarse al debate de quienes pretenden descalificar cualquier forma de religión, incluyendo la Católica, considerándola propias de un rancio pasado acientífico que, como mucho, merece condescendencia.

Una vida, no podía limitarse a ser un mero relato documental, sin traicionar la realidad de la riqueza de su pensamiento y su aportación a la teología, la filosofía y la cultura que, desde luego, ha de completarse con la lectura de la totalidad de su obra. Y dicha lectura radiografía y explica el pasado y la situación actual de la Iglesia Católica en el contexto del mundo que vivimos. La primera gran escisión de dicha Iglesia fue la producida por Lutero en Europa debido a la capacidad difusora derivada del dominio de los nuevos medios de comunicación que potenció la imprenta. Y, curiosamente, su éxito residió en dar respuesta al deseo popular, utilizando un lenguaje entendible, de volver al espíritu primigenio, «a la sola scriptura», que también impregnó los debates del Concilio Vaticano II.

Siendo Ratzinger uno de los teólogos más influyentes en las comisiones conciliares, pronto advirtió del peligro –y lo digo con sus propias palabras que pueden resultar llamativas–: «la escritura y la tradición no son las fuentes esenciales de la Revelación, no; la fuente de la Revelación es el hablar y automanifestarse de Dios, de donde emanan esos dos ríos que preceden a los testimonios materiales». El último Concilio ha sido objeto de múltiples deformaciones y malas interpretaciones que deformaron la importancia de su contenido y han dado lugar a un aggiornamento erróneo, cuando no a derivas comparables a las que produjo el mayo del 68, por no acabar de entender lo que es la genuina libertad de pensamiento y de acción, que tanto inundó a la juventud y a la propia Iglesia. La liturgia «a la carta»; la simplificación y empobrecimiento del amor, concebido casi como genitalidad; la sola confianza en aquello que somos capaces de ver y tocar y, finalmente, el rechazo a cualquier dogma, referido casi siempre a un misterio, son manifestaciones de la tergiversación de los frutos conciliares. Ampararse en el misterio para no complicarse y arriesgar en encontrar la verdad, no impide la persistencia de éste. Pero el dogma no es limitación de pensamiento, sino una liberación que permite la dilatación de la mente en la búsqueda de la verdad, aunque ésta no le sea accesible. Como ha dicho Läpple, «la teología no es una huida al refugio de las seguridades racionales y religiosas, al contrario, es un riesgo que se corre en Cristo. Un plus de peligros y tensiones».

La biografía de Benedicto XVI nos enseña en qué consiste correr esa clase de riesgos en Cristo. Y nos anticipa un futuro en el que, la llamada Civilización Occidental, habrá perdido de hecho, por el olvido o la indiferencia, el ingrediente nuclear del cristianismo o, si se quiere, del catolicismo. Pero, como ha dicho De Lubac, «la Iglesia es Católica porque se dirige a la totalidad del hombre y concibe a éste por su naturaleza entera». El término «católico» no tiene que ver con el número de sus miembros o la propagación geográfica de su doctrina. «La Iglesia era católica ya desde la mañana de Pentecostés, cuando sus miembros cabían en un pequeño cuarto». «El proceso será largo y penoso» –augura el Papa emérito– «pero después de la prueba de estas decantaciones, brotará una gran fuerza de esa Iglesia interiorizada y simplificada».

La vida física de Ratzinger es hoy un pabilo casi apagado. Pero su vida espiritual y su riqueza intelectual es luz que refulgirá siempre para todos nosotros.


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