17 sept 2006

Sobre Oriana fallaci

La impertinencia y el descaro (Oriana Fallaci)/Irene Lozano*

*Priodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005

Tomada del periódico español ABC, 16/09/2006

Quería morir en su casa de Nueva York, «en la cocina, como Emily Brönte», según confesó hace unos meses, pero ha sido en un hospital de Florencia donde Oriana Fallaci se ha convertido en un cuerpo. De su alma le quedaba ya bien poco, después de haberse pasado la vida entera poniéndola allí donde sus ojos miraban, sus oídos escuchaban y una de sus manos tomaba notas mientras la otra sostenía un cigarrillo. «Sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho y veo como si la cosa me afectase personalmente o hubiese de tomar partido y, en efecto, lo tomo, siempre, a base de una precisa selección moral», escribía Oriana Fallaci en el prólogo a Entrevista con la historia.

Celebremos hoy la figura de Oriana Fallaci porque dentro de aproximadamente una semana habrá caído en el olvido, ese hondo saco negro al que van a parar todos los que no pertenecen a un credo, una escuela o una militancia. Ella quiso vivir en tierra de nadie, a la intemperie, fiel a sí misma, sin el cobijo que proporciona una pertenencia. Oriana Fallaci se identificaba fundamentalmente consigo misma y ya se sabe que nadie reivindica a quienes optan por la soledad intelectual. Ella la eligió a base de no rendir pleitesía ni a su propia reputación, y decir exactamente lo que le venía en gana.
No fueron pocos los que se sintieron contrariados cuando Oriana Fallaci volvió a la palestra pública. Había permanecido en silencio muchos años, apartada de la actualidad que en otro tiempo se inyectaba en vena, retirada de guerras y conflictos como los que durante años persiguió por el mundo. Pero el 11 de septiembre de 2001 el terrorismo se presentó a limpiarse los pies en su felpudo y el dolor de Oriana Fallaci cobró cuerpo en forma de rabia y orgullo. Si había dejado jirones de su alma en cada línea, si el periodismo pulcro y pretendidamente aséptico no había figurado entre sus aspiraciones, a los 72 años era demasiado vieja para cambiar. Sería de necios esperar otra cosa.

El escándalo suscitado por su libro creció con la publicación de La fuerza de la razón, y El Apocalipsis, los otros dos volúmenes de la trilogía. No se puede obviar la visceralidad de esos textos, panfletos en el sentido más noble del género, destinados a persuadir a los lectores de verdades de las que ella estaba honestamente convencida. Pero no seré yo quien critique sus generalizaciones o entre en disquisiciones sobre el fondo y la forma, después de que la autora fuera procesada por sus palabras contra el islam e incluso condenada en un país tan civilizado como Suiza.
Por suerte el Gobierno rechazó la extradición de Oriana Fallaci arguyendo que en Italia se protege la libertad de expresión. Pese a todo, los procesos judiciales contra ella quedarán como pilares de lo que empieza a ser una contradicción insoportable, descrita por ella misma: «Si dices lo que piensas sobre el Vaticano, la Iglesia Católica, el Papa o la Virgen María…, nadie toca tu derecho a la libertad de pensamiento y opinión. Pero si haces lo mismo con el Islam, el Corán, Mahoma o algunos hijos de Alá, te acusan de blasfema xenófoba que ha cometido un acto de discriminación racial. Si le das una patada en el culo a un chino o a un esquimal que te ha molestado con una obscenidad, oyes «bien hecho, bien por ti». Pero si en las mismas circunstancias le das una patada en el culo a un argelino, a un marroquí o a un nigeriano, te linchan».

La trilogía era provocadora, desde luego, como lo fue ella siempre, con su razonamiento apasionado y su capacidad de servirse de sus vivencias y sentimientos íntimos como atizadores del pensamiento. Provocó regocijo entre la derecha italiana, pero desagradó a la izquierda. Justo lo contrario de lo sucedido treinta años antes con otro libro suyo tejido con idénticos mimbres: Un hombre, la estremecedora biografía de Alexandros Panagoulis, el héroe de la lucha contra la dictadura de los coroneles griegos, amado con locura por la periodista y muerto repentinamente en circunstancias no aclaradas; asesinado, según ella. Él le mostró un día lo que ella consideraba «el más bello monumento a la dignidad humana» grabado en una colina del Peloponeso. «No era una estatua ni tampoco una bandera», relata, «sino tres letras: «oxi», que en griego significa no. Hombres sedientos de libertad la habían escrito entre los árboles durante la ocupación nazifascista y durante 30 años aquel «no» había estado allí. Después, los coroneles lo hicieron borrar con una capa de cal. Pero enseguida la lluvia y el sol disolvieron la cal. Así que, día tras día, el no reaparecía, terco, desesperado, indeleble».Oriana Fallaci detestó el poder y la opresión política de joven tanto como se rebeló contra la opresión religiosa de vieja. Se puede discrepar de muchas de su opiniones; es más, resultaría difícil encontrar a alguien que coincidiera con ella en todo: en contra de la guerra de Vietnam, de la investigación con embriones humanos, o de «Eurabia»; a favor del divorcio y del aborto, «atea, gracias a Dios», en una época, y «cristiana atea» años después (confieso que mi ignorancia en asuntos teológicos me impidió entender esto último). Pero aun discrepando de ella, su impertinencia resultaba un alivio y su descaro un bálsamo, especialmente para quienes creemos, como le dijo la periodista israelí Amira Hass a Robert Fisk, que «nuestro trabajo es controlar los centros de poder».

Oriana Fallaci arremetía contra el cinismo del poder cuando lo tenía frente a sí. Por eso sus entrevistas a los grandes líderes parecen combates de lucha libre, y se ve volar un puñal muy cortés en cada pregunta: «Pero ¿no tiene la impresión, doctor Kissinger, de que ésta ha sido una guerra inútil?», le preguntó en referencia a Vietnam. A lo que él contestó, en la más sonada autoinculpación de la historia: «En eso puedo estar de acuerdo». Con mayor atrevimiento acogotó a Jomeini interpelándole sobre la vestimenta femenina islámica, hasta preguntarle cómo se nada con chador. Iracundo, contestó: «Nuestras costumbres no son asunto suyo. Si no le gusta la ropa islámica no está obligada a llevarla, porque estos vestidos son para las jóvenes buenas y correctas». Con toda tranquilidad ella le dijo: «Es usted muy amable, imán, y puesto que usted lo dice, me voy a quitar ahora mismo esta estúpida túnica medieval». Lo hizo y a continuación Jomeini abandonó la habitación, según ha contado Margaret Talbot en el New Yorker. Cuando Fallaci pudo reanudar la entrevista dos días después, con la condición de que no mencionara la palabra chador, lo primero que hizo fue volver a preguntar sobre ello. El imán se rió a carcajadas, hasta tal punto que su hijo le confesaría después a la periodista: «Creo que eres la única personaque ha hecho reír a mi padre». Oriana Fallaci fue rabia y orgullo, pero también osadía y candor, rebeldía y firmeza, impertinencia y descaro. Hasta la muerte y quizá más allá: sabiendo de su disgusto con Dios por permitir un mundo tan injusto, no quiero ni imaginarme cómo estará resultando su primera entrevista con él, si es que San Pedro le ha franqueado el paso

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