17 sept 2006

El oficio periodístico


"Y para ello contaron con la complicidad de algunos medios de comunicación, de intelectuales alcahuetes, de periodistas deshonestos...: AMLO.
Un buen texto sobre el oficio periodístico nos regala hoy don José Antonio Zarzalejos, director del periódico español ABC, claro cita al profesor Ryszard Kapuscinski que siempre es lectura obligada. De repente me acorde de un artículo de Jean Daniel: "nuestra bella profesión", escrito hace siete años.
Los comparto en esta bitácora
El buen periodismo/José Antonio Zarzalejos, director de ABC
Tomado de ABC, 17/09/2006
Dice el maestro de periodistas -éste, sí-Ryszard Kapuscinski que «en la segunda mitad del siglo XX, especialmente en los últimos años con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre de repente que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante: que lo que cuenta en la información es el espectáculo. Y, una vez hemos creado la información-espectáculo, podemos vender esa información en cualquier parte. Cuanto más espectacular es la información, más dinero podemos ganar con ella».
Siguiendo la estela de esta observación evidente, parece fácil deducir que vende más una conspiración urdida por ignotas autorías que un vulgar auto de procesamiento en un proceso judicial más o menos importante. Y si alguien frustra la rentabilidad de la información-espectáculo reivindicando la noticia sobre la fabulación, se desatan contra el impertinente todas las furias de los negociantes que ven en riesgo el beneficio de su montaje. Por eso, el periodista polaco asegura que la profesión periodística «no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Esto es absolutamente necesario, de otro modo no se podría hacer periodismo. Algo muy distinto es ser cínicos, una actitud incompatible con la profesión de periodista. El cinismo es una actitud inhumana, que nos aleja automáticamente de nuestro oficio, al menos si uno lo concibe de una forma seria».
Kapuscinski continúa indagando en la morfología del periodista al sostener que «en nuestro oficio hay elementos específicos muy importantes» que son según el reportero más consagrado «una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Todas las profesiones son exigentes, pero ésta lo es de una manera particular».
Como segundo elemento característico de la profesión periodística, el autor se refiere a la necesidad de «una constante profundización en nuestros conocimientos», siendo el tercero el de no considerar este oficio «como un medio para hacerse rico». Pero creo que el requisito más esencial de todos los que sugiere Kapuscinski como convenientes para trabajar en esta profesión es sin duda el que formula de la siguiente manera: «Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias».
Robert Schmuhl, en su libro «Las responsabilidades del periodismo», recoge un escalofriante pasaje de la disertación del que fuera redactor jefe del «Detroit Free Press» y autor de «Absence of Malice», Kurt Luedtke, quien dirigiéndose a un grupo de profesionales les espetó lo siguiente: «De sus juicios discrecionales penden reputaciones y carreras, sentencias de cárcel y precios de mercaderías, espectáculos de Broadway y suministros de agua. Ustedes son el mecanismo de la recompensa y el castigo, los árbitros de lo justo y de lo injusto, el ojo incansable del juicio cotidiano. Ya no moldean, simplemente, la opinión pública, sino que la han suplantado». Todavía más impresionante es este otro pasaje del periodista americano, también recogido en la obra de Schmuhl: «Hay hombres y mujeres buenos que no se presentan para cargos públicos, temerosos de que ustedes descubrieran sus puntos flacos, o se los inventaran. Muchas personas que han tenido tratos con ustedes desearían no haberlos tenido. Ustedes son caprichosos e imprevisibles, son temibles y temidos, porque no hay manera de saber si esta vez serán honrados y exactos o no lo serán».
Schmuhl, que indaga sobre las responsabilidades del periodismo, formula la cuestión última que se plantea en unos términos muy sencillos: «Nosotros, los del negocio de las noticias, ayudamos a proporcionar a la gente información que necesita para conformar sus actitudes o, en todo caso, para autorizar o ratificar las decisiones sobre las cuales descansa el bienestar de la nación. No nos da tal condición ninguna categoría oficial o semioficial, pero en la medida en que la nación esté bien o mal informada, nosotros colaboramos en esta tarea».Me he acogido a las citas anteriores para tratar de argumentar que el ejercicio de la profesión periodística, sin ser ésta mejor o peor que otra, está cualificado por una obligación de dimensión social que concierne a la veracidad en el relato de las noticias y la lealtad al «bienestar de la nación» que se consigue cuando sus ciudadanos pueden confiar en la honradez intelectual de los periodistas, en la corrección de sus pautas de comportamiento y en su calidad humana. Cuando Kapuscinski aduce que «los cínicos no sirven para este oficio» -título de la obra que recoge sus conversaciones con un restringido auditorio moderado por María Nadotti, editado por Anagrama-, añade un subtítulo, que es éste: «Sobre el buen periodismo». El buen periodismo sería, así, aquel que es elaborado por periodistas que no son «cínicos», es decir, que no practican el cinismo que consiste en la «desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones vituperables».
¿Cómo evitar a los cínicos en la profesión periodística? ¿Cómo sortear en este oficio a las «malas personas»? Desde luego, no con normas o con tribunales, no con exámenes ni con indagaciones. Para Schmuhl, «no se puede pensar en una regulación desde el exterior» de la profesión, y propugna como «únicos caminos» los de «fomentar y alentar la responsabilidad ética desde dentro de los medios informativos».Cuando determinadas polémicas -muy abruptas, como ahora se producen en nuestro país- son calificadas como «guerras mediáticas» se está reduciendo a simple y rasa pelea de competencia lo que representa un debate de carácter ético y deontológico de gran calado que no afecta sólo a los periodistas, ni sólo a los editores, sino a toda la sociedad y, especialmente, a la sociedad que, en último término, con su dictamen debe establecer qué valores desea preservar y qué contravalores quiere desterrar de su convivencia.
Ahora en España delincuentes ocupan portadas; de forma impune se lanzan acusaciones contra policías, jueces y fiscales; se hace escarnio de políticos, empresarios y periodistas; se descalifican instituciones de manera irresponsable y se comercia con la propia democracia, y todo eso ocurre en un silencio ensordecedor, temeroso y egoísta. Por eso y porque amo esta profesión hasta la asunción del insulto diario como un peaje barato para continuar en ella, me pregunto y pregunto hasta dónde han de llegar las difamaciones, disfrazadas de superchería ideológica y de travestismo moral, para que se produzca entre los profesionales y en la sociedad una reacción que nos libre de los indignos por el sencillo procedimientode señalarlos como tales. Porque los cínicos tienen derecho a ser periodistas; también las malas personas. Pero es bueno que cada uno quede retratado tal como es: el agnóstico no puede pasar por creyente; ni el censor por liberal; ni el histrión por intelectual; ni el corrupto por honesto; ni el desleal por fiel. Ni el mal periodismo -el de los cínicos- puede pasar por el de calidad ética. Porque, si cada cual no queda en su lugar, padecerá «el bienestar de la nación».

Nuestra bella profesión / JEAN DANIEL, director del semanario Le Nouvel Observateur.
Publicado en El País, 5/11/1999

Cuanto peor prensa tiene el periodismo, más atrae a los jóvenes. ¿Se debe a razones equivocadas? Por otro lado, parece que no todos los periodistas ejercen la misma profesión. No hay semana en que algún libro no acuse al periodismo (al no poder citarlos todos, no destacaré ninguno). Nada más natural y más sano. El informador debe merecer el exorbitante poder que tiene. Es el mensajero, el mediador, el enlace y el vínculo. Puede elegir entre hinchar un rumor o revelar una verdad. Gracias a él, nada de lo que en este planeta hay de humano nos es extraño. Ni lo mejor ni lo peor. La mayor parte del tiempo, lo peor. Si incumple sus deberes, debe aceptar el que le llamen al orden. Y si, como es el caso hoy, la evolución de la sociedad modifica la naturaleza de su misión, entonces es necesario que los principios estén claros para todo el mundo.

Sé bien que ni todas las acusaciones son desinteresadas ni todos los fiscales irrefutables. Hay quien, al no haber aprendido ni olvidado nada, sólo ve en la denuncia de sus colegas una forma de acelerar la descomposición de la democracia formal, con la idea implícita de que una sociedad poscapitalista podría permitir acceder al reino de una prensa virtuosa. En ese caso, tendríamos que vérnoslas, empleando un viejo lenguaje que parece seducir de nuevo, con sermones ladrados por los nuevos perros guardianes del pensamiento políticamente correcto en su lucha contra el llamado pensamiento llamado único.

Personalmente, esto no me molesta, y admito estudiar la legitimidad de todos los argumentos, seguro como estoy de que la sociedad competitiva y de mercado es preferible a las demás sólo gracias a implacables regulaciones. Como sabemos, el último reproche de moda concierne a la connivencia. En la sociedad de los periodistas, de los redactores de periódicos y analistas, hay supuestamente una tendencia a vivir en un estado de simbiosis y de parasitismo con los hombres de poder. El informador traicionaría su misión, que, por supuesto, es ser independiente en relación con unos y otros. Una intimidad tan sospechosa le conduciría a silenciar los crímenes y delitos de sus cómplices de convivencia mundana.

Después de todo, es muy posible. Tuvo lugar en el pasado y ocurre hoy. Pero la acusación es aquí tan grave que los fiscales están obligados a proporcionar ejemplos y pruebas. La gran sorpresa, que subraya una virtud nueva en nuestra profesión, es que los fiscales, lejos de esgrimir los asuntos de "interés nacional", se ven reducidos a reprochar sobre todo a sus colegas el hecho de respetar la vida privada de sus supuestos protectores. Porque hoy no vemos qué escándalo ha sido silenciado. ¿Quién ha sido protegido, qué político? ¿Qué jefe no ha tenido las manos esposadas? Y si Roland Dumas no dimitió, no fue debido a que periodistas como Alain Duhamel y como nosotros no se lo suplicásemos.

Así, pues, nos encontramos ante una verdadera estrategia de la sospecha, apuntalada por una acusación de practicar la autocensura. Aquí es donde la mezcla de hipocresía y de cinismo se vuelve explosiva. Porque, sí, es cierto, nos pasamos la vida practicando la autocensura. Sí, dedicamos una parte de nuestra existencia a escoger las verdades que nos parece conveniente decir. Sí, ocurre que callamos los defectos menores de nuestros amigos y las debilidades desdeñables de nuestros ídolos cuando se trata de su vida privada. Uno de los orgullos de mi vida ha sido ser amigo de Pierre Mendès-France, y por nada del mundo hubiese creído que fuera mi deber revelar los sentimientos que él podía tener por algún ser querido. Entre él y yo existía una connivencia. De igual modo, me acuso de haber concedido un poco de tiempo a las antiguas colonias antes de subrayar su posible incompetencia. ¡Tenían derecho a ello!

Ninguno de nosotros, digo bien, ninguno de nosotros, ha pensado nunca que todas las verdades, sin excepción, debían ser dichas de todas todas, ni, sobre todo, que fuera moral decirlas. Porque, con toda seguridad, en cada momento seleccionamos, diferenciamos, elegimos y dejamos de lado muchas cosas. Ésa es nuestra profesión. Queda saber qué dejamos de lado y por qué. Cuanto más exigentes somos, más tiempo pasamos diciéndonos que la decencia dicta no hurgar en la basura para ensuciar la vida privada de nadie, por muy ajeno que nos sea. Nuestra ética profesional consiste en decidir a cada momento cuál es el punto a partir del cual tenemos el deber de informar a la sociedad sobre las faltas de algunos de sus miembros. En especial, tenemos el deber de decidir si tenemos suficientes pruebas en que basarnos cuando ponemos en tela de juicio una reputación.

Antes de que conociese la triste historia de las relaciones de Mitterrand con Bousquet, lo que me importó en un determinado momento no fue -¡por Dios!- saber si Mitterrand tenía o no una hija adulterina, sino descubrir por qué consideraba útil incluir en su Gobierno a ministros comunistas cuando consiguió hacerse elegir sin su apoyo y cuando fue precisamente por eso por lo que le respaldé. No pensaba, y con razón, en Mazarine. Pero si hubiese conocido el secreto, hubiese respetado mil veces el destino de esa joven. Mil veces.

Este universo de sospecha siempre me ha provocado náuseas, y, a decir verdad, cuando hoy leo a algunos colegas me pregunto si ejerzo la misma profesión que ellos. Si lo he hecho en algún momento de mi vida. Mi profesión tal vez no tenga una inspiración más elevada que la suya, pero, sin duda alguna, es diferente, y veo tres razones para ello.

En primer lugar, descubrí el poder de la prensa cuando, en mi infancia, me enteré del suicidio de un ministro, Roger Salengro, víctima de una infame campaña de prensa que le acusaba a diario de traición ante el enemigo durante la guerra. En definitiva, sólo descubrí la prensa con motivo de una de sus fechorías.

En segundo lugar, porque conocí el periódico Combat cuando Albert Camus decía a sus jóvenes colaboradores: "Os haré hacer cosas que son plomíferas, pero nunca cosas asquerosas". Y entre las cosas asquerosas estaba la delación en todas sus formas y, por tanto, el papel del confidente que cuenta al poli la vida privada de los demás.

Por último, porque conocí el periodismo desde el interior y desde el exterior. Durante cierto tiempo fui víctima de algunos periódicos colonialistas y estalinistas; sé, por lo tanto, desde dentro cuál puede ser nuestra capacidad para perjudicar, qué insomnios podemos provocar. Por todas estas razones, cuando alguien detiene los debates sobre la ética de los periodistas en nombre de la libertad, descubro en ello la más chocante de las hipocresías. Pero del mismo modo, cuando denuncian a los periodistas franceses como culpables de no imitar, en su agresiva vulgaridad, a los colegas extranjeros que nos ofrecen todas las barbaridades de la transparencia, entonces me alarmo, me indigno y me sublevo.

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