10 oct 2006

Hacia la tolerancia

¿Víctima o culpable?/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa

Tomado de LA VANGUARDIA, 08/10/2006
Cuando apenas remite la turbación suscitada por las consideraciones del Papa Benedicto XVI sobre el islam, he aquí que estalla con fuerza en Francia otra polémica. Un profesor de filosofía, Robert Redecker, ha sido amenazado de muerte por un artículo de opinión publicado en Le Figaro.
De manera inmediata, se ha reavivado el debate sobre la libertad o no de criticar el islam y van a buen paso tanto los comentarios sobre el oscurantismo de esta religión como sobre los peligros que puede representar para las libertades públicas e incluso para los principios básicos de la República Francesa… En este sentido, los autores de las amenazas - necios criminales- han rendido un flaco servicio a quienes consideran que el islam no tiene sitio en Francia y, en realidad, han perjudicado la causa de los musulmanes a la que pretender servir.

Nadie debe ser amenazado por sus opiniones. Volvemos, en este punto, al principio de Voltaire : “No estoy de acuerdo con vos pero daría mi vida para que tengáis el derecho de expresaros”. En consecuencia, debemos ser solidarios de Robert Redecker en calidad de persona amenazada por sus escritos. Ahora bien, llegados a este punto esta solidaridad queda en suspenso. No puede convertirse en solidaridad con las opiniones de este autor, singularmente escandaloso en sus manifestaciones. Cuando escribe que “Jesús es maestro de amor, Mahoma es maestro de odio”, que “Occidente comprende la apertura a los otros mientras que el islam tiene la apertura de espíritu y los valores democráticos por signos de decadencia”, cuando añade que “odio y violencia asoman en el libro en el que se educa todo musulmán, el Corán”, de hecho va mucho más allá de la crítica de las religiones o de la blasfemia tolerada en Francia. Se traslada al ámbito del puro y simple racismo. Se convierte en un consciente propagador del choque de civilizaciones. Robert Redecker es favorable al choque de civilizaciones. Quienes le han amenazado también lo son. Sus ideas son nauseabundas, pero debe combatírselas en su propio ámbito mostrando - cosa sencilla y factible- que si alguien parece verse animado por el odio, ese alguien es él. Tratándose de un filósofo y profesor cuya labor no se halla exenta de cierta responsabilidad sobre la formación de la juventud francesa, no parece tomarse la molestia de llevar a cabo una reflexión más honda y se entrega a mezcolanzas indignas de un espíritu cultivado. Sus opiniones podrían haber tenido implicaciones jurídicas dado que contradice claramente las leyes francesas sobre la prohibición de propagar el odio racial. Sin embargo, todo concurre a un debate trampa…Las amenazas han convertido a Robert Redecker de culpable en víctima. Ahora ya nadie habla del carácter racista de sus manifestaciones sino de las amenazas que ha sufrido. Ocurre, sin embargo, que ambas son censurables. Las injurias racistas no exoneran las amenazas proferidas, pero estas últimas no deben justificar en modo alguno las opiniones racistas. Poco importa que todas las autoridades musulmanas hayan condenado tales amenazas, producto al fin y al cabo de un puñado de individuos, medios de comunicación y políticos amigos del lío y la confusión. Al cabo resalta inequívocamente la explotación malintencionada de la cuestión que por otra parte permite - una vez más- estigmatizar no a determinados musulmanes que han patinado, sino a todos los musulmanes en bloque.
Como observa otro profesor de filosofía, Pierre Tevanian, en el sitio de internet oumma. com, si Robert Redecker hubiera expresado sobre los judíos las opiniones que ha mantenido sobre los musulmanes, habría sido inmediatamente apartado de la enseñanza. El único modo de escapar del círculo vicioso de este debate trampa consiste en aplicar las mismas reglas en todas las circunstancias.

La primera de ellas es la solemne reafirmación de la prohibición de toda violencia y amenaza de violencia. No tienen sitio en una sociedad democrática moderna. Quienes se libran a ella deben ser sancionados.

La segunda regla estriba en el ilustrativo carácter de los acontecimientos sobre la degradación del clima intelectual en Francia: en efecto, cada vez se hace más difícil abordar el conflicto de Oriente Medio, de las relaciones entre el mundo occidental y el mundo musulmán ¡sin ser tachado de antisemita o de islamófobo! No obstante, es fácil distinguir entre la crítica legítima de un Gobierno o de tal o cual personalidad de una determinada comunidad en tanto que muestra y signo de la crítica política y el debate ideológico, y por otra parte el juicio sin matices de una comunidad considerada en su globalidad en tanto que muestra y signo de simple y puro racismo.
La tercera regla es, una de dos, que o bien se admite el derecho de decir cualquier cosa - incluidas las injurias raciales en nombre de la libertad, por considerar que todo exceso y exageración carecen de importancia- o bien se opina que dado que el aire está tan enrarecido y puede cortarse con un cuchillo - se trata de una atmósfera verdaderamente explosiva- es menester aplicar ciertas limitaciones a la libertad de expresión.

De cualquier modo, lo que no cabe hacer es suscribir la primera tesis en ciertos casos y la segunda en otros. Es menester mantener una línea de conducta constante.
¿Religiones y culturas a la greña?: un paso más allá/José Ignacio Calleja, profesor de moral social cristiana
Tomado de EL CORREO DIGITAL, 08/10/2006
Resuena por doquier la pregunta del título al fondo de la polémica sobre las palabras del Papa en Rastibona (Alemania), el pasado 12 de septiembre, en la parte del discurso donde parecía acusar a Mahoma y al islamismo de haber legitimado la violencia proselitista en la forma de ‘guerra santa’.
Está claro que en el discurso del Papa su intención y tesis explícitas eran que la fe como propuesta sólo puede y debe apelar a la libertad y a la razón de las personas. La cita histórica, sin embargo, con la que adornaba este lugar común al cristianismo de hoy fue desafortunada, según lo han visto casi todos.
Bien distinto es si el islamismo en general, o interpretaciones del mismo, postulan todavía la legitimación de la ‘guerra santa’ o si, por el contrario, son versiones falsas en boca y mano de fanáticos que todos conocemos. Entiendo que no es al Papa a quien corresponde deslindar esta tesis, sino más bien advertir de ello como tentación inaceptable para todos. De hecho, su discurso, fuera de la cita de la discordia, era impecable en cuanto a cómo la violencia es contraria a Dios y al ser humano, y a cómo la conversión siempre es fruto de la libertad personal y la razón. Si acaso, alguien podría echar de menos, yo me cuento entre ellos, un concepto más integral de razón, incluyendo en ella el testimonio de vida. Llegamos a la fe por la razón y por el testimonio de vida. Y por supuesto habría que depurar el concepto mismo de razón característico de la filosofía y teología occidentales, cayendo en cuenta de sus límites históricos y teóricos. Esto lo vio muy bien J. L. Zubizarreta en su excelente artículo del pasado 23 de septiembre, publicado en este diario bajo el título ‘Con el debido respeto’.
Un paso más allá de la reciente polémica, deberíamos decir que el cristianismo actual reconoce que todas las religiones necesitan una revisión de su pasado y su presente, intentando erradicar lo que haya en ellas de gérmenes o, en su caso, restos de fanatismo. Sólo Dios es absoluto decimos, y nada lo es en la tierra, ni siquiera la religión. Y es absoluto de un modo que no rivaliza con la valía incondicional de la persona, sino que, por el contrario, confirma su respeto y fundamenta su valor y libertad de manera incomparable.

Esta revisión de todas las religiones ha de ser hecha desde la razón y los derechos humanos de todos y, sobre todo, de los más débiles y pobres. La tolerancia religiosa y cívica tienen esa medida de su interpretación y praxis. Las diferencias culturales en modo alguno pueden significar diferencias sustantivas en cuanto a los derechos de las personas, hombres y mujeres iguales. De hacerlo, incurren en injusticia con el pretexto de la diversidad cultural. Ésta es la tolerancia en la que se sustenta el diálogo interreligioso y la deseada alianza de civilizaciones. Si alguien ha dicho que no habrá paz en el mundo sin que haya paz entre las religiones, mejor se puede decir que no habrá paz si no se pacifica el interior de cada religión y de todas juntas. Y lo mismo debe decirse de las culturas y tradiciones. ¿El modo? Una tolerancia religiosa y pública que reconoce los derechos humanos de todos como su mínimo común compartido. Ésta es la sustancia de la moral civil y la sustancia moral de las religiones civilizadas. De uno u otro modo, creo que esta tolerancia religiosa derivará hacia la aparición en todos los lugares de ’sistemas públicos laicos’. No laicistas, pero sí, laicos. No veo otra manera de preservar el pluralismo interno a cada sociedad y cultura.

Las religiones, en suma, pueden hacer una gran aportación a la paz del mundo, purificadas de todo atisbo de intolerancia. Defiendo que esto es posible frente a quienes las condenan sin remedio como causa mayor de nuestros conflictos. La comparación entre ellas no me parece demasiado adecuada, sino la firmeza de todos en esos mínimos que nos humanizan en cada cultura y pueblo, y especialmente los que humanizan la vida de los (las) más débiles. El cristianismo postvaticano, modestamente, ha aprendido que la libertad de conciencia y la práctica de la no violencia, activa, firme, realista y asociada, es el proceder más fiel a Jesús y al propósito de su liberación. Apelar a la no violencia no es el buenismo moral que termina en la indiferencia de responsabilidades religiosas y sociales ante la injusticia. El amor (la caridad) nunca dimite de la exigencia de justicia. Por el contrario, enseña que los que mantienen la verdad del pacifismo secuestrada en la injusticia, no pueden apelar a Jesús. Pero, dicho esto y primero, la libertad, la razón, la no violencia son el santo y seña del anuncio de la fe cristiana y de la práctica de todo ciudadano de bien. Podemos y debemos entendernos, aunque va a ser con dolores de parto.

Un mundo irritable/Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza
Tomado de EL PAÍS, 06/10/2006.
Contra lo que suele decirse, no ofende ni quien quiere ni quien puede, sino el que se topa con alguien que puede y quiere ser ofendido. Las razones de la ofensa son tan evidentes para unos como inescrutables para otros. Ésta es una de las causas de que sea tan complicada la convivencia entre las personas y entre eso que llaman civilizaciones. La percepción de las cosas se ha convertido en algo tan decisivo que da igual si el asunto carece de importancia, si se trata de un chiste, una cita o una ficción. Uno puede controlar sus actos y decisiones, al menos en parte, pero nuestro poder sobre el significado de las palabras es mucho más escaso. Cualquiera tiene la experiencia de que lo dicho se nos escapa continuamente y, como decía Sartre, los otros nos roban las palabras en la misma boca. Es tan fácil ofender que no tenemos más remedio que aprender a vivir en el malentendido.

Las relaciones personales nos han enseñado que los sentimientos son una materia especialmente inflamable, pero ahora estamos comprobándolo en la instantaneidad de una dimensión global. Lo sucedido con las viñetas danesas, el discurso del Papa en Ratisbona o la suspensión de la ópera de Mozart en Berlín confiere a la supuesta ofensa un alcance inusitado en el espacio emocional. Hace tiempo que los conflictos sociales han adoptado un carácter sentimental. Desde los niveles más domésticos hasta la escena internacional, ha tenido lugar una creciente psicologización de los conflictos, a los que ya no podemos gestionar como si fueran los tradicionales conflictos de clase y redistribución, o las guerras clásicas, con frentes y disputas por un territorio. La irrupción de las cuestiones de identidad (sexual, religiosa, étnica, cultural…) ha trastocado el esquema según el cual la afectividad pertenecía únicamente a la esfera privada mientras que lo público era la sede en la que podíamos entendernos, aunque fuera a duras penas. Ahora parece que los sentimientos ofendidos se constituyen como un juez inapelable. Los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Pero entonces, discutir cualquier posición (como hizo Benedicto XVI) o tematizarla en una ficción (en un chiste o en una representación teatral) es automáticamente un insulto; cada argumento se convierte en ad hóminem.
Nuestro mundo está compuesto por grupos que se comportan como concesionarios de autoestima: a los ya conocidos de sexo, género, raza o profesión, parece que ha de añadirse ahora el de civilización. La susceptibilidad constituye el principio identificador: los nuestros son aquellos que se agrupan en torno a la misma ofensa y a los que se mantiene unidos en virtud de una común irritación. Dime qué te molesta y te diré quién eres.
Puede ser que el viejo combate por la redistribución esté siendo sustituido, al menos parcialmente, por un conflicto más bien psicológico en torno al honor y la ofensa. El gran combate que estamos librando -en el interior de nuestras sociedades y a escala mundial- es una lucha por el reconocimiento. El mundo se ha virtualizado y han adquirido en él una relevancia central disposiciones que tienen que ver más con el sentido que con magnitudes objetivas: el miedo, las expectativas, la confianza. Por eso el combate se libra en el plano de las representaciones y los símbolos. Se equivoca quien crea que el llamado terrorismo internacional va de otra cosa, que tiene que ver con el poder o el territorio y no con el resentimiento o el odio del humillado (y empiezo a creer que buena parte de la war on terror ya sólo sirve también para calmar un desequilibrio emocional… estropeando de paso todo lo demás). Cuando el espacio deslimitado se unifica hasta el punto de que todo se convierte en zona de frontera, por utilizar la fórmula de Bauman, entonces el mundo entero se convierte en zona irritable. Se ha globalizado el poder, el dinero, la comunicación y el medio ambiente, sí, pero también el agravio: cualquiera puede ofender y ser ofendido, también el desprecio se ha deslocalizado y la verdadera Bolsa es la que cotiza la estima y el reconocimiento.

Como todo lo humano, también esta situación es ambivalente. Al introducir la cuestión de la identidad se amplía el catálogo de los derechos, se atiende a las víctimas, podemos profundizar en el pluralismo y acreditar el respeto que nos debemos, se avanza en la igualdad. Pero también se desatan la histeria y el victimismo. Si el criterio fuera cómo se siente uno, todo se reduciría a un sentimiento subjetivo desde el que no cabe desarrollar ninguna gramática de los bienes comunes. En cualquier caso no nos va a quedar más remedio que aprender a vivir en esta confusión de los significados y gestionar los nuevos conflictos con mayor cuidado y diplomacia, atendiendo más a su dimensión psicológica que a las variables que podríamos llamar objetivas. Y habrá que combatir las causas de las que se nutren, con razón o sin ella, esos sentimientos. Hay mucha discriminación, desigualdad y hegemonía en nuestro mundo como para pensar que todo se debe a un exceso de susceptibilidad.
Propongo un instrumento que podría funcionar en el improbable caso de que elaboráramos algo así como un ranking de las culturas y las civilizaciones. La madurez de una sociedad se mide al comprobar que hay cosas que no coinciden: que son diferentes las esferas que regulan lo obligatorio, lo permitido, lo correcto, lo tolerado, lo admirado, lo soportado. Los fundamentalistas y los fanáticos suelen pensar que todo esto ha de ser equivalente. Somos humanos cuando estimamos tanto el valor de la libertad que estamos dispuesto a pagarlo con el precio de tener que convivir con la irreverencia y lo hortera. No es necesario que nos hagan gracias los chistes, que nos entusiasme una ocurrencia teológica o aplaudamos a rabiar ante la escena de unas cabezas decapitadas. Podemos haber descubierto que el mal gusto o las opiniones peregrinas hacen muy difícil la convivencia, pero que su prohibición la hace radicalmente imposible.

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